La guerra no tiene rostro de
mujer
Svetlana
Alexiévich
Traducción
de Yulia Dobrovolskaia y Zahara García González
Debate
Barcelona,
2015
365
páginas
21,90
euros
Bajo
una acacia que los supervivientes han sembrado en el rincón más oscuro de su
diafragma, un espectro con forma de vagabundo, que representa lo que ellos
fueron, se pasa el día hablándose a solas. Las palabras que se dicta parecen
inconexas, pero responden a preguntas que se atoraron en mitad de los
veinticinco gramos del alma. A su alrededor, se ha construido una colonia muy
sucia habitada por detalles con tanta personalidad como los personajes de John
Ford o de Dostoievsky. El ser que acoge esta bazofia se pasa la vida creyendo
que debe intentar dejar atrás esa mugre para llegar al lugar donde cantan los
mirlos y los niños. Pero con frecuencia, sobre todo el día que la hemoglobina
baja de los índices sanos, se escucha una voz sobrevolando la cabeza del mendigo
que dice “Ya no puedo”.
Pero
esa vida sobrellevada no ha sido tan poética como refleja el párrafo anterior.
En realidad, para describirla hacen falta frases cortas, que atrofian el
aliento, sin ritmo. Enunciados en los que apenas interfieren las reflexiones,
voces que arrebatan el buen ánimo, que contrarían cualquier virtud estética. Y
esas voces, como bien sabe Svetlana Alexiévich (Bielorrusia, 1948) tienen que
salir desnudas, descarnadas, directamente de la grabadora al negro sobre
blanco. Alexiévich practica el oficio de escuchar los relatos de mujeres que
vivieron la Segunda Guerra Mundial. Pero mientras estas mujeres narran,
Alexiévich busca la historia de los sentimientos. Como no caben metáforas, el
resultado es de un naturalismo crudísimo. La impresión de esbozo obliga al
lector a poner todo lo demás de su parte: aquí solo están contenidas las
palabras, pero, ¿cuáles fueron los gestos?, ¿cuáles los tonos de voz y cuáles
los silencios que practicaron las víctimas durante esos encuentros? Unos encuentros
que tuvieron lugar aquí y allá a lo largo de casi treinta años, y que
Alexiévich ordena siguiendo casi una línea cronológica de la guerra.
Al
trazar los textos desde la memoria, el resultado es muy oral, en ocasiones
hasta torpe. Lo cual impresiona con su sensación de inmediatez. Y así asistimos
a la pérdida de la ingenuidad, es decir, de la libertad. A una transición hacia
lo que sea en que uno se convierte tras vivir todas las versiones del miedo. Lo
cual implica dudas sobre la propia identidad. Ignorar si revivir con la memoria
es liberación o cárcel. No saber si asusta más recordar u olvidar. Qué es esa
suerte de esquizofrenia que las empuja a pensar que se han convertido en dos
personas: la joven y la vieja, cada una con su voz divagando entre los oídos. Y
esas voces atienden siempre a los detalles. La guerra no es un movimiento sobre
un mapa; no es un corrimiento de tropas y cifras. La guerra, como la vida, se
compone de muchas cosas banales, afirma una de las mujeres entrevistadas. Pero
lo banal no tiene precio. Lo banal vale dos céntimos y dos millones de dólares.
“Por mucho que me guste mirar el cielo o el mar, observar un grano de arena con
un microscopio me fascina aún más”, confiesa Alexiévich.
Las
mujeres que componen este mosaico ejercieron cada uno de los oficios de la
guerra. Hasta entonces, su lugar parecía haber estado reservado a las salas de
enfermería. Pero aquí ya encontramos quienes ejercieron de francotiradoras, de
instructores, de soldados y pilotos, de partisanas, de médicos o con algún
rango militar superior. Sin embargo, hay un hilo que atraviesa sus vidas, una
presencia común a todas ellas, una figura que aparece de vez en vez en el libro
haciendo que su presencia sea constante; y esa figura es la de la madre. Es
fácil imaginar que ese el único refugio válido en un libro como este, que habla
del universo de la guerra, un universo irracional, donde aguardan el dolor, el
odio, la tentación, la perplejidad. Donde la madre es la ternura de los seres
humanos involucrados en tareas inhumanas. Y la madre es la mujer por
excelencia, la persona que desearíamos a nuestro lado para recorrer el camino
del dolor, porque serían las únicas capaces de afrontarlo con valentía.
Fuente: Quimera
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