sábado, 24 de febrero de 2018

Y HERZOG


Y Herzog

Allí no vas a encontrar sonido de metralletas. Ese lugar posee la promesa de que nada hay más denso que el aire, un aire sin obstáculos, un silencio tal vez acompañado de viento y del frescor del oxígeno en la mejilla. Puede que la lucha haya sido dura, puede que incluso hayas regado el camino con un sudor bíblico, pero la recompensa de la vida pura hará que hasta la sangre hirviendo sea un sacrificio que merezca la pena. Porque allí, en el lugar al que vas, no existe el ruido de cuchillos ni el olor de la pólvora. Ni el desprecio. No hay arrogancia en el ambiente y se han conseguido cultivar rosas sin espinas. Nadie es rival de nadie y la única evaluación a que nos sometemos es a la de corroborar, con cada suspiro, que sólo el ahora tiene bastante solidez como para fraguar una marca de agua en nuestra existencia. Allí también se han eliminado las locuras de la pena de muerte y de la venganza. Por no existir, allí no existe ni siquiera la absurda tiranía de las reglas ortográficas.
Ese es el lugar hacia el que todos deseamos ir. Y el que, con tanta frecuencia, pensamos que ya no existe, que no es nada más que un Shangri-La entre montañas que fueron destruidas por la acción del hombre. Que se trata de un horizonte perdido, de una quimera. Y, sin embargo, al mismo tiempo nos invade la certeza de que algunos hombres acariciaron su cielo. Estamos a tiempo de debatir acerca de quiénes deberían engordar esa nómina: tal vez James Cook, tal vez Marco Polo, tal vez Von Humboldt, tal vez Thor Heyerdahl. El frío puede arrojar fuera de la lista a Robert Scott y a Shackelton. Un registro en el que seguramente sí estaría Henry David Thoreau, y nos atreveríamos a afirmar que también Théodore Monod, pese a las toneladas de arena que debió tragar en el Sáhara. Habría gente dedicada al mundo submarino y, por qué no, quizás algún espeleólogo. Todos ellos son nuestros pioneros, los hombres que se dirigieron hacia la promesa de la templanza, hacia la pasión del descanso, una sensación que debe existir, por mucho que la expresión apunte a paradoja. De ahí que sean casi imprescindibles a la hora de dar sentido a tantas horas que nos quedan por vivir. Saber que alguno de nuestros semejantes ha conquistado un territorio virgen, nos permite soñar con ser nosotros quienes marquemos algún otro camino con la primera huella. Y una vida sin sueños es un sucedáneo de vida, un mal teatro.
Ese es el espíritu con el que la mayoría de nosotros conoció a Maurice Herzog (Lyon, 1919 – 2012). Porque para muchos empezó siendo el autor de Annapurna, primer 8.000, un libro escrito para que el propio Herzog combata la nostalgia con sus huellas en la nieve. Una catarsis que trata de reconciliarle con un futuro lleno de renuncias, es decir, con sus propios miedos, intentando que perviva para siempre la memoria de un acontecimiento. Posiblemente, no sea el mejor libro que se haya escrito jamás. De hecho, se puede dudar hasta de que convenga encumbrarlo a los imprescindibles en una biblioteca de montaña, si nos atenemos a sus valores literarios. Pero fue a través de él como comenzamos a encariñarnos con el espigado Gaston Rebuffat, ese alpinista lírico que no cambiaba las grandes alturas por los valles con flores. O con Lionel Terray, que tras regar de ácido láctico tantas paredes, aspiraba a un sueño idéntico al de Don Quijote: morir siendo pastor. Y, por supuesto, también con Louis Lachenal, que fue capaz de recuperar su pasión, tras las severas amputaciones, porque se negó a que la vida eligiera por él. Herzog nos dio una lección de coraje en su texto. Y también de amistad, si es que coraje y amistad resultan, a la postre, ser cosas distintas. Porque a sus personajes los trata con un cariño a la altura de escritores como Alejandro Dumas. Ese es el valor con el que recordaremos a Herzog quienes no pudimos conocerle personalmente.
Así le recordaremos, así y con la coda que aparecerá en cualquier nómina de nuestros grandes pioneros en el descubrimiento del Mundo, esos luchadores de la aventura sin los que nuestros días y nuestras noches se igualarían a un tono gris lluvia, una gente que, por suerte, tenía la cabeza llena de mariposas. Porque al final de la lista, sean quienes sean los otros elegidos, siempre aparecerán escritas las mismas palabras: “Y Maurice Herzog”.

 Fuente: La línea del horizonte

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