Nueva York:
Historias de dos
ciudades
AA.VV.
Traducción
de Magdalena Palmer
Nórdica
Madrid,
2015
397
páginas
22,95
euros
El
alma humana es una olla podrida. Todos los trances del espíritu forman un único
guiso en el que no distinguimos si se nos felicita por amenazar de muerte a
alguien, o somos regañados por salir del restaurante con un palillo entre los
dientes. Si la neurosis se está convirtiendo en un género literario, Nueva York
sufre la consecuencia de portar el estandarte y ser la cazuela donde mejor se
condimenta el guiso. En este libro, treinta autores contemporáneos ponen cada
uno su raíz de apio o su rama de canela para condimentar la neurosis. Aunque
los registros sean muy variados, desde la ficción a la crónica, desde el verso
a la memoria o al microrelato, sí cabe reconocer una serie de mecanismos y
condimentos comunes a casi todos ellos. En primer lugar está ese estigma
americano que es el estilo próximo al minimalismo. Partiendo de esa fórmula
sensata, correcta para retratar nuestra época, o al menos nuestra época en
lugares como Nueva York, donde se impone lo real y lo inmediato. Luego cada
autor aportará sus pequeñas dosis de personalidad estilística. Aunque no será
en la prosa donde encontremos las mayores diferencias. Otros rasgos comunes a
la ciudad son el cuestionamiento de la democracia, caracterizado en dos lugares
socorridos pero no por ello menos angustiosos: por un lado está el acceso al
seguro médico, que no es universal, y por otro la situación inmobiliaria, las
dificultades para sentirse digno bajo un techo que sea, no necesariamente en un
alto porcentaje, propio. A esto cabe unir, como último rasgo, la obsesión por
diferenciar el cosmopolitismo de la Gran Manzana de la inmigración. La idea es más
fácil de sentir que de explicar. Se nos presenta Nueva York como crisol de
razas, fruto de la inmigración jaleada por el sueño americano. Pero todo sucede
en estratos y columnas impermeables. Cosmopolitismo e inmigración son como agua
y aceite. Y es que sucede que si existe una certeza que caracteriza a cualquier
ciudad, y que por tanto debería ser el eje de cualquier relato urbano, es que
la gente no se conoce.
Como
apunta Muñoz Molina en el prólogo, Nueva York fabrica espejismos para traficar
sin vergüenza con ellos. Eso es lo que genera la brecha entre ricos y pobres,
que no cesa de ser denunciada por los escritores que participan de Nueva York: Historias de dos ciudades. Algunos
de ellos son tan conocidos y consagrados como Zadie Smith, Teju Cole, Junot
Díaz o Lydia Davis. Otros son un descubrimiento: Garnette Cadogan, Lawrence
Joseph, Sarah Jaffe, Tim Freeman…Y cada uno de ellos aportando su carne o
pescado a la olla podrida: el deseo de vivir de un inmigrante jamaicano; la
oferta de servicios y pérdidas de la gran ciudad; la dificultad para reconocer
el absurdo al vivir inmerso en él; la incomunicación mientras se está de
compras; la leyenda del pueblo topo; la fatídica estandarización de la
enseñanza; la nueva y estúpida lucha de clases; la universalización de la
inmigración y el juego del azar en los contactos humanos; la transexualidad que
convierte a un integrado en un inmigrante; la ingenuidad; el barman como el
estrato social más emblemático; el sueño americano como privilegio reservado
para los que pueden soñar; ver a los seres queridos un día a la semana, al
asistir a misa, lo cual implica, por elipsis, que los otros seis días están
reservados a la soledad. Estos temas son algunos de los que separan el detalle
neurótico a que atiende cada autor. Algunos con más genialidad que otros,
libros como Nueva York: Historias de dos
ciudades cumplen varios propósitos. El primero dar fe como dan fe los
notarios. El segundo recordarnos que la literatura es un amor plural.
Fuente: La línea del horizonte
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