La
risa, esa terapia
El
problema de la risa como terapia es creer que uno practica la sanación de
quererse mucho. A la hora de la verdad, no somos un agente profundo que quiera
a un agente que actúa. Dado que la risa no es intemporal, no es eterna, su
valor reside en el sustrato sobre el que crece, cuyo mejor abono es sentirse
amigo. En caso de carecer de un cimiento tan sólido como ese, el peligro de la
risa es la tentación de la melancolía, fraguar instantes que un segundo más
tarde recordaremos con la tristeza que nos da el querer vivir en los mejores
tiempos pasados. En un mundo en el que el infierno ya no son los demás, como
quiso Sartre, sino inventos como la Nintendo, morirse de risa está
sustituyendo, con frecuencia, a divertirse; estar a gusto es el único
significado que le queda a la palabra disfrutar, y bienestar quiere decir
calzar unas chanclas de dedo cuando la temperatura exterior ronda los
veintiocho grados.
En
cierta medida, en esto consiste el riesgo de sostener la vida humana sobre unos
periodos de vacaciones sometidos al turismo. La pregunta es: ¿puede el turismo ser savia, como lo fue la
vida del pescador, la vida del explorador, la vida sin propaganda de los
pioneros de la montaña o la vida del hombre que quiso mantenerse al margen de
esta crisis que llamamos sistema?
Una
hora antes de la puesta de sol, la pequeña multitud se reúne en la cima de la montaña
para ver un cielo de sangre. A lo largo de los minutos, dedican a la estampa
los adjetivos más conmovedores que se encuentran en el diccionario de términos
usados, y uno se vuelve a cuestionar la relación que existe entre la poesía y
el silencio. Disparan fotos, charlan y muestran ciertas reticencias a consentir
el silencio. Y al adjetivar estamos
envasando. Así, los elementos del paisaje –nieve, arista, cielo, nube,
bosque, senda, pico, roca, acantilado- comienzan a presentarse frente a
nosotros tan envasados como cualquier producto que se pueda comprar con una
tarjeta de crédito. O pasan a formar
parte no de nuestra vida, sino del decorado de nuestra vida, no de nuestros
sabores, sino del aderezo confitado de nuestros menús. El problema no es que el
hombre mate aquello que ama, como dictó Oscar
Wilde en su peor alarde de pesimismo, sino que fulmine el acto de amar
privándolo de su sana pasión. ¿Qué queda en sitios frecuentados por las hordas
turistas que pueda ser amado? En los antiguos puertos pesqueros, ni siquiera
permanece el gesto del anciano que arroja una colilla a la calle. En las
arriesgadas actividades de montaña se delata con demasiada evidencia su
gestación en una cocina o en un laboratorio: si se han diseñado para exhibirse,
su esencia delata una presunción. Y presumir
no es la mejor de las calidades que puede poseer el cadáver que todos guardamos
en el armario. El monje protagonista de la novela Kim diría que para alcanzar la senda media es imprescindible
ventear el orgullo hasta que se diluya en el cosmos.
Y,
sin embargo, renegar de la risa, de los crepúsculos atados a sus epítetos, de
la adrenalina que supone entregarse al vértigo de la montaña porque
consideremos que estamos participando de esa parte del turismo que ronda la
patraña, sería un suicidio, o al menos una estupidez. El problema más grueso
del turismo es que quien trabaja en él traba lucha contra la los demás
trabajadores, en que añade el horror del comercio al de la esclavitud, en que
saca a colación la parte menos social y más competitiva del hombre entendiendo
que el vecino es un rival, consiguiendo falsificar hasta las sonrisas. Por lo
demás, no nos entreguemos a maldecir al turismo. Por mucho artificio con que se
vista el viaje, a nadie que conserve un
resto de humanidad, aunque sea enterrado junto a las culpas que escondemos
en el jardín, deja de subyugarle la
solidez del Himalaya.
Fuente: La línea del horizonte
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