Codicia
Viajaba
por codicia. Acumulaba matasellos en el pasaporte y carpetas de fotos en su
cuenta de Facebook: India 2010, Nueva York 2010, Jordania 2011, Polonia 2009,
Marruecos 2012… Pero era incapaz de plantearse que a las mujeres descalzas que
pateaban los zócalos de México o los bazares egipcios les podían estar doliendo
los pies. Ni siquiera pensaba que se veían reducidas a mendigar porque pasaban
hambre. Y aun así, se permitía la frivolidad de presumir de su afán por los
viajes. Y es que viajar por codicia oxida los sentimientos. Reducir el viaje a
una experiencia física de la que presumir es reducirse uno mismo a una
biografía: me he desplazado hasta allí, he sumado kilómetros y he posado para
las estampas, he comido algo estrafalario, me he reído con y contra ellos, con
y contra los otros, con y contra los extraños.
Porque
entienden el viaje, al igual que el tiempo, como una mercancía más. Todo se
puede medir, todo posee dimensiones, mientras se integre en una sociedad en la
que el control de la propiedad es de corte capitalista. Como si uno fuera dueño
de su viaje. Como si el tiempo del viaje fuera el del reloj y el del
calendario, el que se acumula, el que se negocia y no el que debe ser: el
tiempo del duermevela, el de la maternidad, el de la poesía y el silencio, el
del enamorado, el de los ríos y el de las montañas.
Ni
siquiera las grandes cumbres ni los más arriesgados Big Wall son una experiencia meramente física. O al menos no lo son
para el que viaja hasta las montañas atraído por otras inquietudes que no son
la codicia. Porque transformar el reto en una presunción es reducirse uno mismo
a sus dimensiones, creer que uno es lo que se puede computar, lo evaluable, la
apariencia. Hasta el extremo de asumir que la montaña es un deporte y no una experiencia
de las emociones. Y en la educación sentimental no cabe estancarse. El que no
se enriquece durante el viaje, el que no se enriquece en la montaña, regresa
habiéndose embrutecido más. Porque va perdiendo la capacidad de celebrar. Y la
celebración es, en buena medida, llegar a sentir los sentimientos de los otros.
¿Qué
distingue al turista del viajero? ¿Qué separa al deportista del montañero o del
alpinista o del escalador?
Supongo
que la pista está recogida en las guías de tantas culturas que nos advierten
contra el deseo. Porque la patología del deseo es la codicia. Supongo que
cuando los hombres de las túnicas rojas que habitan en las mayores montañas de
la Tierra nos ponen en guardia contra el deseo, contra la codicia, nos
advierten de la mella que afecta a los restos de humanidad que uno carga
dentro.
La
experiencia del viaje, como la de la montaña, como la de la muerte –sobre todo
la de la muerte-, debería hacernos mejores. Eso es lo que define al viajero, el
resultado de su experiencia, el traslado al doble fondo de uno mismo. Y la
montaña es un género del viaje, mientras que el viaje es, a su vez, un género
de la poesía. Y nada hay menos poético que la codicia.
Fuente: La línea del horizonte
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