Mediterráneo descapotable
Íñigo
Domínguez
Libros
del K.O.
Madrid,
2015
285
páginas
Ojalá
todas las formas de derrota fueran elegantes. Como podría serlo la de un
mendigo con capas de herrumbre sobre la piel, que agradece en un murmullo los
cincuenta céntimos que uno deposita sobre la gorra que vigila un perro con
conjuntivitis. Pero cuando no se trata tanto de hombres como de países o de
estados, existen formas de derrota que se caracterizan por las capas de humor
que los relatores exponen en sus crónicas. Es fácil pensar en Julio Camba o en Wenceslao Fernández Florez, que forman parte de esa tradición
periodística basada en un planteamiento de ciencia ficción: supongamos que uno
es un extraterrestre que de pronto aterriza en la Tierra y comienza a relatar
lo más inmediato. A la fuerza, debe comportarse como gran observador. Pero, a
la fuerza, debe participar con ahínco de la comunidad en la que ha caído, para
conocerla en detalle. Y así participar de lo que menos le agrada, que es lo más
necesario para su informe. Su relato, a la fuerza, se viste de autocrítica.
Pero también de cierta lástima por lo que le sale al paso, por lo que pudo
haber sido, una lástima que le impide sentir cualquier módulo de rencor o de
rechazo.
Ese
es el germen del sentido del humor de esta estirpe literaria. El absurdo pasa a
primer plano. Pero este absurdo, este humor, en realidad es, como las capas de
herrumbre del mendigo, una forma de tapar la cara. De verla tal y como es,
sería inevitable la decepción y lo que venga después de la decepción, algo
demasiado serio como para no tenerle miedo.
A
este género periodístico pertenece el libro Mediterráneo descapotable,
de Íñigo Domínguez (1972), en el que
narra su periplo por la costa española en el año 2008 a bordo de un coche
destartalado, justo antes del estallido de la crisis. Este viaje supone su
regreso tras ocho años fuera del país. Y lo hace no sin fastidio. Eligiendo los
lugares más turísticos, esos de los que renegamos con frecuencia aseverando que
eso no es España. Y sí, España es esto, no el país que queda al otro lado de la
barricada de hormigón cercando a las playas. Con el pretexto del clásico
atractivo turístico, de los mitos y leyendas de los pueblos, de lo
supuestamente pintoresco de cada lugar, Domínguez convierte su itinerario en
una denuncia: al intentar buscar algo autóctono en eso que se vende como tal en
las guías turísticas, lo que consigue es el paradójico efecto de sentirse como
si estuviera en cualquier otro lugar turístico del planeta.
Los
encuentros con personajes son efímeros y significativos, participando de esa
paradoja a la vez que de una nostalgia de un tiempo que el propio autor no
conoció. Las frases son cortas, resumiendo, dando velocidad al viaje. Dejando
para el lector la impresión del pelo despeinado al asomarse a la ventanilla y
de la idea de que debe ser él quien construya las imágenes. Los tropiezos más
frecuentes son las rotondas con horribles esculturas y las frases sueltas que
escucha en las conversaciones de la mesa de al lado. Y también están los
engendros. Estos serán, en cualquier caso, protagonistas del grueso apéndice
que acompaña al libro, donde se detiene a evaluar la evolución de distintos
casos desde 2008 a la actualidad. La enumeración basta para saber que se trata
de esa región horrible de los desfalcos, la trapichería, la jactancia o la
codicia: Marina d’Or, Port Aventura, Delta del Ebro, el Castellón de Carlos
Fabra, la corrupción en Valencia, la decadencia de Torrevieja, el Algarrobico,
El Ejido, la Ley de Costas… En fin, un final serio para un libro que se
caracteriza por un sentido del humor, también bastante serio.
Fuente: La línea del horizonte
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