Los muchachos de Zinc
Svetlana
Alexiévich
Traducción
de Yulia Dobrovolskaia y Zahara García González
Debate
Barcelona,
2016
330
páginas
Reseñar
un libro de Svletana Alexiévich (Bielorrusia, 1948) es casi imposible: no sobra
ni una sola palabra. Nada es calderilla. De hecho, parece apartarse para dejar
paso a las voces de la gente con la que se encuentra y, sin embargo, la
consistencia y la unidad del volumen es de la dureza de un pilar de hormigón. Los muchachos de zinc debe su título al
metal con el que forraban los ataúdes en que repatriaban a los muertos en
Afganistán, durante los años en que la Unión Soviética invadió el país y
mantuvo una guerra contra los resistentes. Y debe su razón de ser a un proyecto
que no concluye con su obra anterior La
guerra no tiene rostro de mujer, dado que la barbarie tiene que seguir
siendo denunciada. En esta ocasión, Alexiévich recorre el país para encontrarse
con supervivientes y con las madres de los muertos en combate. Y el resultado
es atronador. Ahí está esa madre que aparece al principio del libro, a la que
le devuelven un hijo con la mutilación en el alma, que asesinó a alguien con un
cuchillo al regresar y fue juzgado. La madre reclama que se juzgue a quienes le
enseñaron a matar y confiesa envidiar a las madres a las que les devolvieron un
hijo sin piernas. Porque su hijo la odia cuando se emborracha y arremete contra
ella como un animal. Porque tiene que pagarle prostitutas para que no se vuelva
loco e incluso hacer el amor con él para evitar que salte desde un décimo piso.
Es
difícil encontrar un pasaje más ensordecedor en la historia de la literatura.
Intrigada
por el oscurantismo que existió en su país sobre aquella guerra, y tras viajar
a Afganistán para reconocer un poco el terreno, Alexiévich comienza con unas
reflexiones propias sobre lo que supone una guerra. La locura de la que se
nutre esos párrafos la lleva a ser fragmentaria, espontánea, y a llegar a la
conclusión de que la guerra en realidad es algo que no existe, es una
abstracción para saltarnos lo que deberíamos llamar de una forma más verosímil
como hombres y mujeres muy jodidos. El resto es propaganda y en la propaganda
va oculto el mensaje de odio. Lo que nos han vendido como patria es un concepto
geográfico militar. A la hora de la verdad, quien regresa de la guerra ha
perdido cualquier forma de patria, desde la que vendió la propaganda a la de la
amistad, la infancia o la familia. Los supervivientes que nos muestra Alexiévich
son no muertos, zombies. Hasta el punto que se cuestiona cuál es la utilidad
del olvido, el respeto que merecen los silencios de quienes prefieren no
contaminar narrando nada de lo que vivieron, porque recordar equivale a meter
la mano en el mismo fuego. O, como en el caso de las madres, a combatir la
guerra en la que murieron sus hijos después de que ellos combatieran en las
trincheras.
Los
libros de Alexiévich tratan sobre otra forma de nostalgia, dado que tratan
sobre la memoria. El hombre desubicado, sin raíz, sin lugar, es un hombre para
quien la pregunta “¿para qué la vida?” se le queda fuera de la memoria o del
razonamiento. Fuera de la sensibilidad. Porque ese es el tema real de Los muchachos de zinc, la lucha por no
perder la sensibilidad. La lucha por no deshumanizarse. De ahí este mosaico de
soledades que nos dejan sordo, mientras escuchamos a los protagonistas que
intentan explicarse el porqué, pero que solo encuentran la posibilidad de
relatar con desgarro. Saben cómo les ven los demás, con las bocas llenas de
sangre, y el riesgo que supone ponerse a hablar en esas condiciones. Como
confiesa un superviviente.
Las
páginas finales del libro están dedicadas a los pleitos que Alexiévich tuvo que
soportar por la publicación de estos testimonios, y constituyen una defensa de
su trabajo narrativo documental, de su trabajo literario. Porque eso es lo que
Alexiévich hace: literatura elevada a la mayor temperatura que permite la
fiebre humana.
Fuente: La línea del horizonte
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