No es un deporte de riesgo
Nigel Barley
Traducción de
Marco Aurelio Galmarini
Anagrama
Barcelona,
2012
258 páginas
No es un libro de Ciencia
Con muchos
años de retraso, aterriza en España, por fin, este libro de Nigel Barley
(Kingston upon Thames, Inglaterra, 1947), publicado en su país en 1988. Quienes
hayan disfrutado con El antropólogo
inocente y su secuela, Una plaga de
orugas, no pueden perderse esta obra, igual de cautivadora que las
anteriores, con las mismas dosis de ingenuidad y de humor en su punto perfecto
de azúcar. Tras su paso por el ensayo antropológico en Bailando sobre la tumba, una reseña acerca de la evaluación
cultural de la muerte desde distintas culturas, Barley retoma a su narrador
humilde, a su testarudo individuo decidido a aportar algo a la etnografía y la
antropología, a pesar de su torpeza. Y ahora, con más motivo que antes, debido
a la experiencia acumulada, el antropólogo incauto, el crédulo hombre de
ciencia, se muestra cautivado por las diferencias existentes entre lo que ha
conocido y las personas de Indonesia, tan amables y carentes de maldad, tan
dispuestas a transformarse en amigos leales incluso con los extranjeros de
nariz enorme.
El libro
relata el viaje de Barley hasta el corazón de la cultura Toraja, en la isla de Sulawesi.
Básicamente son tres cuerpos los que conforman el texto. El primero sigue una
ruta, la que va desde su casa hasta Torajaland, al más clásico estilo de relato
de viajes, dando fe de las anécdotas que le salen al paso. El segundo toma la
forma del viaje más vertical, el de profundización en un lugar extraño y las
relaciones humanas que se van conformando a lo largo de ese tiempo. El tercero,
y definitivo, es una relación que podríamos calificar de contra-antropología: un
grupito de hombres Toraja visita Londres para construir un almacén de grano en
la sala de exposiciones del museo etnográfico. A lo largo de estas últimas
páginas, Barley ejecuta el más difícil todavía, se convierte en el observador
que intenta interpretar las interpretaciones que los sujetos de estudio, los
otros, los que se supone que son los extraños, hacen de lo que para él es lo
cotidiano. Dicho de otro modo, la empatía de Barley trabaja en la comprensión
de la mirada antropológica de los impredecibles Toraja; impredecibles porque
ignora qué es lo que les va a llamar la atención. Barley se convierte en fuente
de información y trata de explicar su propia cultura, y los Toraja encuentran
inadecuadas sus explicaciones: “La antropología muestra un amplio desdén por lo
individual para moverse en el plano de las generalizaciones, pero éstas, al
servicio de una verdad más amplia, siempre nos mienten un poco”, termina por
concluir. Y esa conclusión implica que la antropología no es una ciencia exacta
o, para dar un paso más, que la antropología no es una ciencia. Porque no
existe una verdad antropológica, sólo puntos de vista.
Y de esas
diferencias en los puntos de vista nacen las relaciones en las que Barley se
ríe de la dificultad de comunicación, del disparate en que puede llegar a
convertirse la necesidad de comprender al otro, sobre todo para el viajero, que
se vuelve tan dependiente en una cultura ajena. Existe, pues, cierta mofa del
lenguaje como medio de comunicación, pero también un elogio de la compasión, de
la aceptación de la otredad. Y esa es una forma de comunicación mucho más
esencial, pues carece de las trampas de los idiomas.
A Barley se
le impone la escritura de este libro, la necesidad de compartir, de apresar el
placer, como a todo buen escritor de viajes. Y el placer está en el encuentro
con los individuos y no en las generalizaciones. Barley es un maestro a la hora
de organizar sus filias y sus fobias para producir humor al tiempo que simpatía
hacia los demás. Algo que se ve potenciado al encontrarse entre gente que parece
estar falta de odio. Y eso que se topan con un individuo más alto que ellos,
con un extranjero que reconoce su afición a convertirse en un intruso, en un
verso suelto. Pero en un verso cómico. Porque es difícil encontrar en la
historia de la literatura a alguien con la capacidad de reírse de sí mismo que
posee Nigel Barley, tan socarrón, tan ingenuo, tan libre.
Fuente: Quimera
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