Las viejas sendas
Robert
MacFarlane
Traducción
de Juan de Dios León Gómez
Pre-textos
Valencia,
2017
450
páginas
Enamorado
de la poesía de Thomas A. Clarke (Escocia, 1944) y enamorado de lo telúrico de
los paisajes, siempre y cuando en el paisaje entre la huella del hombre
únicamente como tal, como huella de la pisada, no como ente urbano o exceso de
civilización, Robert MacFarlane (Nottingamshire, 1976) camina. En su anterior
libro, Naturaleza salvaje, se bautizaba en cada poza, en cada lago que se
cruzara por su camino, aunque el agua estuviera a cero grados, y tras el
bautismo los niños empiezan a andar. También a pensar, que es tanto como decir
a sentir. Tanto para el poeta como para el narrador de la naturaleza, la mente
es en sí misma ya un paisaje, y caminar un modo de cruzarla. Hay que comprender
esta afirmación para llegar a beber este libro, que vuelve a ser una obra
maestra, otro libro de cabecera de quien se va convirtiendo, sin prisa, en el
mejor escritor de no ficción del planeta. Para quien quiera comprobarlo, cabe
el reto de empezar por el epílogo. Nadie obliga a seguir el orden de paginación
a la hora de leer un libro. Es al final, a la hora de las conclusiones, cuando
comprobamos que la formación de MacFarlane es científica, de naturalista
altamente cualificado, pero durante sus paseos por la costa del Reino Unido,
con todo ese bagaje asimilado y dormido, reconoce poéticamente la geomorfología
del paisaje y la historia de su formación. MacFarlane, es cierto, no ve ni
entiende el tiempo como nosotros. Su sentido de dimensión es diferente, hasta
el punto de que frente a un accidente del paisaje ve su formación desde el
origen de la Tierra hasta el destino innombrable, en un solo instante. El
planeta es algo vivo, el paisaje es algo en formación también a gran escala y
no solo por la intervención del hombre, que aquí apenas aparece para mencionar
cómo se han abierto las rutas mediante el paso continuo de la gente atravesando
bosques o veredas.
Pero
Thomas, el poeta, no es el único compañero de MacFarlane. Siguiendo los
dictados de Confucio, le resultaría más fácil vivir sin ojos, sin brazos o
incluso sin corazón, que sin un camino y un compañero. MacFarlane invita a un
amigo, o es invitado por un amigo, a que le acompañen en cada ruta, la mayoría
de ellas dentro del Reino Unido. Pero también en otras históricas o culturales,
desde las que rodean a una montaña en el Tíbet a la travesía por la sierra de
Guadarrama, acompañado por Miguel Ángel Blanco, un artista de lo pequeño que,
al igual que el británico, presta atención al detalle natural, marginando, si
es necesario, una obra faraónica, un viaducto de una autopista de seis carriles
que les sobrevuele. La corteza de un árbol, la cáscara de una ninfa de agua, un
champiñón cortado… cualquier detalle de la naturaleza, de esos que uno
encuentra en las viejas sendas que, por otra parte, el hombre está aprendiendo
a respetar y cada día se encuentran más paseantes que las respiran. MacFarlane
no quiere sobresalir por encima de ellos, quiere ser uno más y adora lo
popular. En su escritura está presente la gran poesía, sí, como Wordsworth,
pero también el reconocimiento a Enyd Blyton. El paisaje no posee una única
forma de energía, pero todos preferimos hacernos acompañar por quienes
sintonizan con una música semejante a la nuestra. En su caso no es ni quiere
ser un hombre que descubra, sino que redescubra, como Miguel Ángel Blanco, que
recoge tres o cuatro piezas pequeñas de cada una de sus caminatas para
construir con ellas un libro artesanal e ir componiendo lo que llama la
biblioteca de la memoria. La de MacFarlane, por suerte, puede ser traducida y
editada, puede ser compartida de manera universal.
Caminar
es lo opuesto a morir. Caminar es crear sendas, sí, pero las que nos hacen
mejores personas son las que nos ponen en contacto directo con la naturaleza
que, al fin y al cabo, es lo que somos. Acostumbrados a identificar misticismo
con recogimiento, MacFarlane parte de la certeza de que la memoria no es
exclusiva del hombre, aunque no expresa hipótesis como la de Gaia, sino que el
registro de la memoria pertenece también al paisaje y sus habitantes. Su
misticismo requiere salir, su recogimiento implica moverse. Caminar es una forma
de conocimiento, pero MacFarlane jamás habla sobre quien no comparte sus
intuiciones. De hecho, apenas las expresa. Lo que escribe es la ruta: emoción,
incompetencia, tedio, aventura y epifanía, enumera él, refiriéndose a la
literatura de viajes. Algo muy propio de quien se formó en la campiña inglesa
de niño, observando el mundo a vista de pájaro gracias a los mapas de joven, y
con ciencia y poesía, que llegan a ser la misma cosa, como decantación.
MacFarlane no exige grandes viajes. Aunque no reniegue de ellos, para él
caminar es algo que tiene dimensiones humanas y que si uno practica saliendo a
la naturaleza, está creando su rito de paso a una nueva vida, porque la
naturaleza es otro mundo distinto y eso implica que nuestros sentidos, y
nuestros reflejos, deben empezar a vivir otra vida distinta. De ahí que en sus
relatos exista algo de parábola, cuando se refiere a sus compañeros, algo de
liturgia, cuando se refiere a las sendas, y algo de aventura, cuando se arroja
a cruzar los trozos de naturaleza que no puede dominar el hombre, como el viaje
en una barcaza hasta las islas Hébridas. En cualquier caso, son siempre una
ofrenda, al mar, al bosque, a la arena.
MacFarlane,
tal vez por eso nos enamore, es uno de nosotros. Escribe sin alardes y sin
aburrir, en nuestro tono, en un tono universal, el mismo del que se sirve
alguien para caminar quince kilómetros permitiéndose contemplar el paisaje y
detenerse en los márgenes de las sendas cuando descubre algo que no le resulta
familiar. De su abuelo, confiesa, hereda la jardinería verbal. Una hermosa
expresión que resume su literatura y que en el caso de la sierra de Guadarrama,
con Miguel Ángel Blanco, que cuenta la génesis del libro en su prólogo, es
fácil. Pero es atrevimiento en el momento en que entra en territorios
palestinos, donde los estímulos pueden ser señales de peligro. De esta
experiencia nace el relato que es un lloro, un lamento por la imposibilidad de
ser humano si uno no puede caminar, sentirse libre al menos durante unos pasos.
Y también es uno de los nuestros cuando en el Tíbet, entre ser alpinista e
imitar a quienes giran sus ruedas de oración mientras contornean una montaña
sagrada, elige a estos últimos. Si bien, como narra en alguna historia, admira
y quiere a quienes aspiran a la cima, para ver el paisaje desde donde todo es
paisaje, porque para él la forma piramidal de algunas montañas es algo más que
un capricho, es una invitación a un silencio platónico y tan sagrado como el de
los monjes budistas que cuentan sus pasos mientras llenan el estómago de rezos.
Aunque MacFarlane, finalmente, siempre vuelve a los senderos del campo
británico. Pero tras cada paso por una experiencia nueva, los entiende de forma
diferente. Por ejemplo, tras regresar del Tíbet, quiere imbuirse de nieve y
frío, porque regresa subyugado por el rigor del clima. Y, como no podía ser de
otra manera, lo sufre y lo disfruta al mismo tiempo, porque otro trozo de
memoria de la Tierra ha transferido una copia a su espíritu de caminante, como
lo haría al de cada uno de nosotros. Ese detalle, el de ser uno de nosotros, el
de enseñarnos sin pretender mostrar que está a otra altura, es el que hace de
MacFarlane un gran escritor, un compañero de viaje. Por eso le queremos tanto.
Fuente: La línea del horizonte
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