Mi Londres
Simonetta
Agnello Hornby
Traducción
de Teresa Clavel
Gatopardo
Barcelona,
2015
305
páginas
Había
una fusión de colores y sonidos, de dulce sabor ahumado y reflejos de sol más
allá del tapizado de nubes. A veces, la realidad es una ficción que hemos
deseado haber vivido. Cuando se establece el viento morado, la memoria es una
fantasía en la que se reproduce la realidad tal y como ha sido: un solar
abandonado donde la carcasa de un coche era el tren con el que cruzar
continentes poblados de peligros dibujados con la mente en el aire. No importa
que en ese solar ahora apunte al cielo un hotel con una metálica forma de
ojiva. Siempre sabremos que por la noche ahí está la estrella polar, marcando
el norte, la dirección que debemos seguir para no perder el camino. La palabra
desnortado no es gratuita: el norte es el destino de las aves que regresan de
pasar fuera el invierno. Toda esa lírica con la que programamos los paseos por
la naturaleza, Simonetta Agnello Hornby (Palermo, 1945) es capaz de trasladarla
a una gran urbe. Tal vez porque lo que predomina en Londres no es el asfalto.
Agnello Hornby, con el talento con que un entomólogo caza mariposas a lazo para
luego dejarlas flotar de nuevo, describe el Londres de su memoria destilando
los mismos cuatro valores que Emerson adjudicaba a nuestra relación con la
naturaleza: Virtud, Talento, Libertad, Amor.
Su
sinceridad, como la de Isak Dinesen en Memorias
de África, procede del sosiego que puede acompañar a la senectud, si uno lo
elige. Con ella, echamos de menos lo que no hemos vivido. Porque de eso se
trata, de conseguir que lo revivamos. Pero, a diferencia de Dinesen, la
existencia de Agnello Honby no es nada semejante a una aventura, no es una
epopeya. Eso hace más meritorio este libro, humilde, sano. Un libro bueno al
igual que existen las personas buenas. Una muestra de que todo puede resolverse
con cortesía, anécdota tras anécdota, que es como se forja una vida, y no con
cualquier matraca de equilibrios del lenguaje o composiciones narrativas en régimen
de círculos concéntricos. Su sencillez da envidia. Ha destilado su experiencia
como inmigrante a lo que de verdad importa, que es la gente. Su origen
siciliano, con costumbres arraigadas, debería haber supuesto una traba que
ella, por intuición, transforma en deleite gracias a la curiosidad. Tan hondo
es el pozo en que bebió al nacer, que se pasó cada minuto en Londres
adaptándose, para sumar así segundos y segundos de felicidad.
Abogada
de formación, se ve inmersa en un mundo cosmopolita, acogedor, en el que
inmediatamente comienza a preocuparse por la que será su tribu: los vecinos,
los compañeros de trabajo, el paisaje humano con rostros pero sin nombres, los
clientes analfabetos, sus hijos. Y también otro londinense de adopción: Samuel
Johnson. Coexisten en el libro dos bondades, la suya, innata, y la del pueblo
londinense, oficial, pero tan atávica que es parte de una de las grandes
ciudades en las que merece la pena vivir. De ahí ese empeño en poseer un
lenguaje común con todo el mundo, que como es bien sabido, cabe en la cabeza de
un alfiler, y por tanto también en un callejón de Londres. Los episodios se
desgranan con la velocidad del pensamiento, reducidos a querer y ser querido.
Algo que ella encuentra, por otra parte, en la literatura, en la buena
literatura. Algo que ella consigue transmitir en este maravilloso viaje
estático.
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