Por qué la elegía
Entonar una elegía es invocar
una censura contra el destino. Es protestar respetando esos
silencios que son más callados que el silencio auténtico, que la pura ausencia
de sonido.
De
repente, un corazón que ha luchado
latido a latido acaba por rendirse. Hasta ese momento, la materia que
regaba el corazón, con todo aquello de lo que estamos hechos –el agua de las
lágrimas, las bocanadas de las sonrisas, las marcas de salvación que son los
besos, los abrazos, los desencuentros, la belleza que supimos fraguar a nuestro
alrededor, la frase que repetíamos cuando nos sabíamos enamorados- ha sido
esclava de una sola causa, que era el
amor a la vida. Cuando uno ha compartido su memoria o su deseo con alguna
parte de la memoria o del deseo del corazón que acaba de fallar, siente que la
muerte también le ha atacado. Se trata de una puñalada a traición. Y la
traición es una ofensa que cuando nos sacude se lleva por delante muchos
recuerdos de madrugadas de bronce, de cielos azules con sus soles duros en las
cimas de la montaña, de jilgueros silbando y lagartijas escondiéndose bajo las
piedras, de nieve, de viento y de baile vertical contra las rocas.
La
Muerte, esa tropa de búfalos de la noche, no tiene compasión. Tampoco con
aquellos que amaban a ese corazón que terminó por extenuarse. Es posible
reconocer a sus dueños dado que el
rostro se tiñe con la ceniza del dolor. Ese es el maquillaje que
caracteriza a la gente que siente la montaña cuando uno de ellos se despide
antes de tiempo, recordándonos que el
destino es un canalla. Ese es uno de los rasgos de la identidad de grupo de
los hombres y mujeres de la montaña: una
desaparición es una devastación compartida.
A
esto es a lo que se conoce como elegía: una herida ardiendo rodeada de la
inmensidad del espacio, de un vacío sideral que resulta un descanso, porque ese
vacío es amor.
Es
probable que una suma de pequeños desastres hayan sido determinantes en el
triunfo de la Dama Negra envenenando ese corazón que dejó de latir. Quizá se
trata de la misma oscuridad que tras un suceso de este calado busca responsabilizar a los guías benévolos. Entonces
se extienden entre quienes, en lugar de compartir el duelo, maldicen los
errores, expresiones que hablan de ineptitud o de responsabilidad civil. Algo
de ponzoña sobrevuela el debate, algo un tanto sucio, como un trago de gasolina
de bajo octanaje. ¿De verdad es el momento para llenar los oídos con unas ideas
tan ásperas? ¿Por qué acuden, pues, a la montaña quienes reaccionan con un
sentido tan prosaico ante ese hachazo invisible? ¿Tan necesario es invocar al
enfado?
Quien
se reúne con la montaña, con el paisaje, portando unos sentimientos dispuestos
a trazar líneas que harían un buen papel en la escala Richter, quienes saben
que para disfrutar de la vida hay que estar preparado para la tortura, poseen,
aunque sea escondida, esa certeza que enunció Buda: el dolor es inevitable,
pero el sufrimiento es optativo. Por eso los poetas inventaron la elegía. Por
eso, porque nos ayuda a sobrevivir a esta certeza, el momento de la elegía es
este, es ahora. Y este ahora se repetirá constantemente, recordándonos cuál es
nuestro deseo real, qué es aquello tan auténtico que todo el mundo busca:
nuestro último anhelo es que en la meta
nos aguarde el descanso, el reposo.
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