Las montañas de la mente
Robert MacFarlane
Traducción
de Concha Cardeñoso
Alba
Barcelona,
2005
358
páginas
20
euros
La idea no es mía, sino del maestro Borges: existe
una categoría de libros cuya lectura nos hace más felices. ¿Cómo cabe definir
la felicidad que proporciona su lectura? Baste decir que entre estas obras
figuran, a su juicio, Las aventuras de
Huckleberry Finn o La tierra
purpúrea, obras, en definitiva, que nos trasladan a la libertad de los
espacios naturales, al río, a las llanuras. No me cabe ninguna duda: Borges
hubiera incluido en esa lista a esta obra, una obra feliz, un libro fantástico,
un descanso para el lector que se reconcilia con la literatura a través de sus
páginas. Nos reconcilia con la literatura y con las montañas, unas
contingencias geológicas a las que el ser humano le ha ido atribuyendo el
adjetivo de sublime que viene a definir, a grandes rasgos, la idea del poeta
Rilke de que la hermosura es la cantidad máxima de lo terrible que el hombre
puede soportar. De ahí que el verdadero protagonista de la obra sea la
imaginación humana, el sujeto uno que
se propone en la sentencia: “las montañas que uno contempla, las que lee, con
las que sueña y las que desea no son las que uno escala”.
En realidad, toda la erudicción que muestra
MacFarlane, del que sólo sabemos que nació en 1976 y que siendo tan joven la
altura de su literatura puede alcanzar un vuelo estelar, está en función de una
clave psicológica, oficio que no designa explícitamente. Sí penetra en la evolución
interpretativa que el hombre ha otorgado a la presencia de las montañas,
partiendo de facetas científicas como la geología, la geografía (mayormente la
cartografía), la meteorología, la óptica, y también del humanismo representado
a través de la teología y la espiritualidad religiosa, la poesía, la pintura e
incluso la etimología. A todo esto cabe añadir una experiencia inclasificable
como es el montañismo, que haya su hueco más próximo a los fundamentos de la
necesidad humana en el capítulo dedicado a las exploraciones.
Pero tanta explicación se encuentra atravesada por
un misterio, algo que escapa a nuestra comprensión cartesiana y que es un flujo
que traspasa la barrera de la erudicción para impregnar el libro de
conocimiento, casi de sabiduría, y que es la concepción cósmica del tiempo, su
relativa importancia, la idea de que este fluye lentamente en el universo
infinito y dentro de los parámetros de la propia Tierra, conviviendo así de
manera sosegada y armoniosa con la Gran Naturaleza. MacFarlane quiere
comprender las razones de lo que está más allá de la razón, las razones del
universo y del ánimo. Para ello, recurre a dos redacciones paralelas, una en la
que reseña anécdotas de su vida, de su infancia y su abuelo, o de las
expediciones y los paseos por las montañas escocesas, y otra en la que narra y
comenta los días en que los científicos, viajeros o escritores revolucionaron
la concepción de la montaña. Las fechas clave en esta revolución las sitúa en
la época victoriana, una edad en la que a los descubridores científicos,
algunos para nosotros desconocidos y otros tan populares como Darwin, cabe
añadir la exploración que ampliaba el mundo y la visión artística romántica.
Todo escrito con una variedad de recursos estilísticos fabulosa, perfecta para
transmitir sensaciones, con una gama de metáforas (otro de los temas presentes
en el libro: cómo describir las percepciones nuevas a través de la metáfora)
rica en sensaciones, con una facilidad expresiva inusual entre la gente de
montaña. Además de aportar una capacidad de empatía fabulosa, trasladando al
lector la forma de mirar de tanta gente que creyó encontrar la felicidad en las
montañas. Y si hay algo semejante a ser feliz, eso es creer haber encontrado la
felicidad.
Fuente: Tribuna/Culturas
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