La isla de los ingenios
Fernando
García del Río
Península
Barcelona,
2015
335
páginas
Salir
de noche, hasta las tantas de la madrugada, visitando garitos donde las suelas
de los zapatos se quedan pegadas a los restos de cerveza o clubes de alto
copete, a veinte euros el gin-tonic, se ha vuelto cada vez más peligroso.
Cualquier filo aguarda a la vuelta de la esquina. Si este comentario se lo
hiciéramos a cualquier punki, respondería que es cierto: “cada vez hay más
policía”. El punki ha leído la noche desde su posición, diferente a la que lee
el hombre de gabardina de canutillo que se pondrá espuelas de plata al día
siguiente para practicar la equitación. Lo importante sería ser consciente
desde qué posición está leyendo la peligrosidad de la noche cada uno de ellos.
Uno desde la clase media acomodada, el otro desde la periferia social.
Traducido
a un libro de viajes, cuando el viaje se
realiza por un país que por una u otra razón padece el infortunio, el viajero
que escribe debería también ser consciente de la lectura que hace del país.
La posición más honesta sería la identificación con el habitante del
territorio, sea para encontrar la desidia, el vicio, la cordialidad o la
pesadumbre. La que menos interesa al lector es la de hacerlo desde el placer,
esa que indica que el protagonista del viaje soy yo y no los paisajes ni los
encuentros con la gente. Esta postura de clase acomodada convierte al escritor
en un campeón. O lo convertiría si fuera capaz de matizar la soberbia
inequívoca de la que es difícil escapar.
El
efecto de este libro, El país de los
ingenios, es semejante al de la denuncia que pretende maldiciendo un modelo
de estado, cuando tal vez debería plantearse, previamente, si existe un modelo
de estado decente, es decir, si el problema no es el estado moderno, si este no
es una forma de distribución del poder con distintas versiones. Casi de
cualquier estado moderno, pero especialmente de cierto tipo de dictaduras, como
en la de Corea del Norte, lo que nos
llegan son las ovaciones indescriptibles al final del desfile, el aplauso que
se aplaude a sí mismo, el aplauso incondicional. Sin el modelo de estado con
que Fernando García del Río
(Santander, 1962) se encuentra durante sus años de estancia en Cuba, su viaje se quedaría sin libro;
pues es este modelo el que le permite a él aplaudirse con una discreción en
ocasiones no contenida. García del Río
sobrevive en medio de la tormenta del acoso burocrático, de la censura
mediática y de la picaresca social. Pero en lugar de atender a la
pesadumbre, se queda con sus argucias para sortear trabas. Hasta el punto de
reconocer que se vuelve poco menos que neurótico cada vez que regresa a Cuba
tras unas vacaciones en España, descansando de su corresponsalía en el país.
Cuba
es una isla decadente, donde la actual falta de higiene y la música reguetón es
más un síntoma de tristeza que de una presión sometida por los poderosos,
propia de países enjaulados. Quienes han visitado el país en los últimos años,
los que no han ido a hoteles de lujo en Varadero
y apenas abandonaron las playas y las discotecas, se preguntan, casi
unánimemente si no han llegado demasiado tarde. García del Río da por supuesto
que no es así, que eso que a él le sucede no es un colofón, un final de algo
que pudo haber sido o que fue diferente. La paranoia gubernamental y la
paranoia del pueblo son, para él, una constante que, da por supuesto, con su
falta de indagación en el pasado, ha sido así desde la toma de poder de Fidel Castro. De esta manera todo queda
demonizado, desde la administración hasta los riesgos de salir a la calle.
Hasta el punto de apenas creerse nada de lo bueno que pudo haber en el pasado y
que la gente le relata. De esta manera, el protagonista del viaje, de la
estancia, es él, el superviviente.
En
algún momento menciona al documental Balseros,
que relata la fuga del país a bordo de improvisada embarcaciones en 1994. El
documental sigue la peripecia de la huida de varias personas, a las que regresa
un año después, cuando ya están asentadas en distintos lugares de Estados
Unidos. Uno de los casos elegidos es una joven pareja que es acogida por la
comunidad de una población del noreste, donde los inviernos son fríos y largos,
donde apenas existe nada semejante a delincuencia, donde la mayoría de la gente
vive en situaciones acomodadas con sus casas con jardín y mascotas. En una
escena, quizá la más significativa del documental, ella está llorando en un
ataque de síndrome de Ulises: “Aquí no puedo hacer nada”, dice, tapándose la
cara con las manos, “no puedo ir a la playa con mis amigas, no puedo salir a
bailar”. Abrazándola por detrás, su marido le contesta, con aplomo: “Es que ése
es el precio de la libertad”.
En
efecto, antes de viajar para leer un país, uno debería sincerarse confesando
desde dónde está dispuesto a leerlo: desde la libertad que cree vivir el chico
o desde lo que identifica como libertad la muchacha.
Fuente: La línea del horizonte
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