Free
Solo
Alexander Huber
Desnivel, 2012
189 páginas
Se dice
que alguien tiene los pies en el suelo cuando se le considera sensato. Y los
criterios de la sensatez los establecen los condicionamientos. En realidad, se
trata de un pacto tácito por el que la historia del hombre, como ser social,
debe atenerse a unas reglas no escritas o, lo que es más grave, escritas en ese
invento que tanto se asemeja a una cárcel al que se le ha puesto por nombre
conciencia. Y se supone que el síntoma de tener la conciencia bien armada es
tener los pies en el suelo. Es decir, que aferrarse a la tierra, o a la Tierra,
si es que uno pretende escribir la palabra en un tono más lírico, le transforma
al afectado en el guardián de la sabiduría solemne. Cuando la solemnidad no es
nada más que un disfraz de la estupidez, especialmente si se pretende hacer de
ella una norma. Tal vez la solemnidad se trate, en definitiva, de otra de esas
normas que la construcción social nos ha hecho creer que son obligadas cumplir,
cuando son otra de tantas patologías, otro síntoma de la neurosis, del fracaso.
De ahí
que a nadie se le pueda tachar de romper las barreras de la locura, con más
razón, que al que despega sus pies del suelo. Como por ejemplo estos retratos
que Alexander Huber presenta en su
libro, Free Solo, unos guerreros
de la roca cuya armadura se reduce a unos pies de gato y una bolsa de
magnesio. De repente llega John Bachar,
o Peter Croft, o Wolfang Gullich, o Alain Robert, o Alex Honnold
o el propio Hubert, se planta en la base de una pared, se agarra a las primeras
presas, se apoya sobre unos garbanzos o a unas lajas de caliza o de granito, y
despega los pies del suelo. Y asciende en precario durante doscientos metros en
vertical o en desplome. Sin seguros, sabiendo que no pueden permitirse un
fallo, sacando de quicio a su ángel de la guarda. Y cuando baja, la única forma
de justificar su veleidad es mostrar unas fotografías que roban el aliento.
Porque saben que difícilmente nadie va a disculparles. Porque saben que esas
sensaciones sublimes que se han mantenido en equilibrio a costa de un riesgo
salvaje no se pueden expresar con palabras, que no hay otro lenguaje para
comprenderlas que no sea el de la compasión, es decir, el de padecerlas con
ellos.
Huber
hace un esfuerzo titánico por expresarse, por alejar lo que con frecuencia se
entiende como una batalla por su textura beligerante, atlética. Y así presenta
la escalada como una celebración,
como un acto de convivencia con la naturaleza, con la energía universal. Mucho
me temo que su sincero y leal intento de explicar a su tribu va a quedarse en
agua de borrajas. Lo que está tan cerca de la meditación, la gente lo
identificará con la locura. Y es que la versión deportiva de la escalada, que
es su mera apariencia, le está perjudicando. Al igual que le perjudica el
peligro extremo: “Las reglas son sencillas: subir escalando, y cuando dejes de
ser capaz de mantenerte sujeto a la pared, dejas de vivir”, escribe Hubert. Pero
esa sentencia, ¿no es una metáfora de vivir, o al menos de la pasión de vivir?:
Las reglas son sencillas: seguir viviendo… Si la respuesta es positiva, cabe preguntarse si la vida sin pasión es
menos vida.
Los
hombres y mujeres retratados en este libro, tan merecedor de figurar en las
estanterías de quienes desean comprender que la vida no tiene más fin que
vivirla, han sido bastante maltratados por la conciencia social. Con todos los
atributos carcelarios que supone el infierno de la conciencia, mayormente ese
que se vincula con la culpa. Porque se considera una blasfemia que uno ponga al
límite su propia existencia, sin comprender que, al protagonizar así sus
propias vidas, quien practica la escalada libre se está regalando cada segundo
de sus días y de sus noches, porque sabe que vive de prestado. Y de todos es
conocido que podemos desprendernos de muchas cosas, de muchos objetos e incluso
de los recuerdos. Pero jamás de los regalos.
Fuente: La línea del horizonte
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