jueves, 2 de enero de 2020

LA FAMILIA AUBREY


La familia Aubrey
Rebecca West
Traducción de Andrés Barba y Carmen M. Cáceres
Seix Barral
Barcelona, 2019
542 páginas


Sin que pueda catalogarse a la novela como un Bildugsroman, La familia Aubrey es uno de los mejores ejercicios literarios sobre el crecimiento que se han escrito jamás. Rebecca West (Londres, 1892 – 1983) nos muestra, sin remordimientos ni acritud, con una nostalgia sin paños, que crecer, ir creciendo, es una experiencia dolorosa, complicada, lo más difícil que debemos afrontar en nuestra vida. No hay un engranaje que nos transforme, una gran aventura que nos lleve hacia la vida adulta o lo que sea que venga detrás de la infancia y la adolescencia; lo que sucede es, sencillamente, que a nuestro alrededor las cosas giran, se vuelcan, se transforman, se matizan, a medida que, inevitablemente, sumamos latidos que desgastan nuestro corazón. El impulso hacia eso que uno llamaría “hacerse mayor” si tuviera la certeza de que la expresión supusiera un avance, una madurez, un llegar a algún sitio, está en constante tensión, pero sin rigidez ni nervio, con el deseo de permanecer en la verdad de la infancia. Crecer duele, renacer duele, reinventarse duele, y esto es algo que la protagonista, sacada directamente de la memoria de West, hace a cada párrafo y muy poco a poco. West nos dicta que el gran dolor será la suma de pequeños dolores, como agujas de acupuntura, que se clavan al tiempo que pretenden sanar.
“Me doy cuenta ahora como adulta de que no he sido sutil en mi vida respecto a ninguna otra cosa que no sea la música”, es una de las escasas expresiones que utiliza para darnos cuenta desde dónde se narra la historia de la familia Aubrey, compuesta por un matrimonio formado por dos soledades, tres hijas en movimiento y un hermosísimo hermano pequeño. La frase aclara la intención constante de trabajar con empatía hacia la infancia. Cada acto, cada párrafo, está escrito desde la memoria sensorial, como si Rebecca West fuera capaz de sortear la otra memoria, la cognitiva, para escribir con la misma sustancia de la que están hechos esos recuerdos primerizos, los de los bebés, por ejemplo, que marcarán para siempre nuestro carácter. Es, por tanto, una obra sobre la construcción del yo y una autobiografía sentimental, porque no se trata, exactamente, de un reflejo de los días de la autora o, para ser más precisos, tal vez sí sea un reflejo, pero no una descripción de precisiones. La familia Aubrey, como la de West, pertenece a una aristocracia que no es que muestre signos de decadencia, es que está en riesgo de extinción por motivos puramente económicos. Pero la autora mantiene la conciencia de clase sin ser crítica ni con el estrato social ni con el hecho de que existan estratos sociales. Se limita a registrar de forma subterránea esa pertenencia, para dedicar sus esfuerzos a la elaboración de unos personajes imperfectos. La maestría de West transforma esas imperfecciones en perfecciones literarias, gracias a esa mirada de la narradora, que es adulta y niña al mismo tiempo, que intuye cuáles son las distancias que separan en cada individuo lo que son de lo que parecen. Y decimos intuye porque no exhibe nada semejante a certezas.
Estamos frente a una madre que proyecta en sus hijas lo que le hubiera gustado conseguir y una hija que apenas encuentra pureza en la música y en la admiración por algunas personas en algunos momentos. Tanto un refugio como otro se nos muestran como un recurso para huir. Aunque no hay cobardía en la narradora, más bien al contrario: es capaz de mirar de frente y tomarse su tiempo para recomponer los hechos, pues de hechos estamos hablando, de la sabiduría de narrar de modo que seamos nosotros quienes lleguemos a conclusiones. No habrá grandes frases célebres en el relato, pero sí muchas conclusiones por efecto de acumulación, destiladas de una manera de escribir de una aparente sencillez brutal, con un estilo -fielmente reprogramado por los traductores en un trabajo impecable- digno de envidia.
La familia Aubrey no encuentra su sitio en el planeta. Eso lo habíamos visto y leído en cientos de obras, pero normalmente con un tratamiento individual: la dificultad para hallar nuestro lugar en el mundo es uno de los temas más reproducidos en las comedias más serias que hemos presenciado, desde Chaplin a Jaques Tati, y aquí se lleva al paroxismo familiar. A esta familia que no se elogia ni incomoda, que, como siempre, es un monstruo de mil cabezas de la que una, y uno no sabe nunca cuál es, le toca muy de cerca. La familia es una farsa, parece indicarse, pero West no está sola a la hora de certificar que el mundo, y la familia como detonante de creación y elaboración de mundos va implícito en ello, es puro teatro. Así es como durante la lectura surca por la novela esta pregunta constante: ¿vamos a ser felices? Y ante la duda, que jamás llegará a resolverse, de ahí que la narradora nos haga conscientes de que escribe entrada en la edad adulta, se nos habla de miedos y de moral sin que sintamos que se nos están manchando las manos al hablar de miedos y de moral. Y para llegar a ese estado literario, hace falta poseer una serenidad que tal vez no transforme a la autora, a la narradora o a la protagonista, pero que a nosotros nos deja la sensación de haber participado de un trozo de vida, con sorpresas en lo cotidiano, asistiendo al insalvable escalón que existe entre los niños y los adultos, como si fueran clanes que viven en paralelo, sintiendo que no somos los únicos que hemos surcado por la existencia dudando que alguien nos pueda comprender, cuestionando la tradición como algo competente, puesto que es inevitable. West nos enseña que, a la hora de la verdad, nadie hablamos el mismo idioma, en lo que se refiere al lenguaje, pero que todos hemos participado de unos muy semejantes vaivenes emocionales, parecidas formaciones sentimentales, similares aprendizajes sensoriales.

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