viernes, 24 de enero de 2020

ALGO EN LO QUE CREER


Algo en lo que creer
Nickolas Butler
Traducción de Álvaro Marcos
Libros del Asteroide
Barcelona, 2020
342 páginas

El asunto es la fe y los riesgos de la falsa fenomenología de la fe. Se atiende a los dos mundos paralelos, el de los fanáticos y el de los que habitan en el teatro de la realidad, y se expone una toma de partido incuestionable, pues nada hay, ni siquiera todas las fes, que puedan estar por encima de la vida de un niño. En resumen, este es el asunto, la primera bola de nieve, el motivo que pone en marcha los ingenios con los que Nickolas Butler pone en marcha los mecanismos de esta novela, Algo en lo que creer, pero no se trata del tema real que la ocupa. La división para el análisis no es nueva: por un lado está la trama y por otro el conflicto. La trama tiene que ver con esa confrontación y se expone a través de una familia. Una pareja de ancianos apenas tiene otro legado que el recuerdo del bebé que se murió, una hija adoptada y un nieto que vino al mundo en una situación de deterioro personal, que es hijo de madre sola. Su dedicación y su bondad están fuera de toda duda, excepto por el hecho de que vamos conociendo a la familia como si asistiéramos a una obra de teatro; Butler nos recuerda que la familia es una farsa más del teatro que es el mundo. La cuestión es que dentro de la obra que se representa se puede identificar la sinceridad, que es lo que iguala a realidad y ficción.
Pero el conflicto, el tema, la esencia de la novela no está tanto en esta bola de nieve que va creciendo, como en lo que nos transmite el personaje principal, un abuelo de vida rural, porque en un mero pueblo y en una mera vida se puede contener todo el universo y toda la eternidad, que está cansado de tantas despedidas. Lyle vive al ritmo de las estaciones, y la situación durará aproximadamente un año, cuatro etapas. Es casi el único al que le cuesta admitir que la fe podría dar sentido, o al menos poner el suelo bajo los pies, después de haber resistido a tantas despedidas. A través de la entrega a Dios uno pretende rellenar huecos que, los lectores que asistimos a la novela lo vamos sabiendo, son irrellenables. No admitir el vacío es una de las fuentes de infelicidad que nos saltan al camino. Esta vida nos atropella a base de pérdidas, las de los demás, las que supone desgastarnos, aunque sea en motivos por los que merece la pena el desgaste. La sensación que da, desde que conocemos al protagonista, es que todo a su alrededor son ruinas o, al menos, él lo siente como ruinas.
Su mejor amigo está a punto de fallecer de un cáncer terminal y su nieto padece diabetes. Al mismo tiempo, se enfrenta a un fanatismo que nada aporta, que él observa como un estúpido fetiche de bueno augurios, pero que sabe que no es nada más que eso: una prédica para desdichados. En esa trampa caerán varias de las personas que le rodean, especialmente su hija, enamorada como la adolescente que es, pues no ha tenido ocasión de poder madurar decentemente. Los puntos fuertes del carácter de Lyle son la bondad y la amistad, que van intrincadas, algo que apenas le ha servido para garantizar una vejez emocionalmente sana. De hecho, uno de los mensajes que esconde la novela es que la vida no te devuelve lo que te mereces, sino que se limita a entregarte lo que te entrega. En realidad, caminamos a oscuras. Cansado de tanta oscuridad y tanto adiós, Lyle no puede dejar que el destino esté en manos de otros, pues este destino supone la aniquilación real, la muerte, la falsa esperanza, la idiotez. La tragedia vendrá a ser inevitable, sin que por esto estemos exponiendo nada acerca del final de la obra, pues la confesión de estar basada en los hechos que acaecieron en Wisconsin, en marzo de 2008, nos adelanta buena parte del final. Como consuelo, apenas quedará la ilusión de resucitar un campo de árboles frutales entre los rigurosos y extraños fríos de una primavera.

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