Bill de los elefantes
J. H.
Williams
Traducción de
Miguel Ángel Coll Rodríguez
Ediciones del
Viento
309 páginas
Tierra dorada
Norman Lewis
Traducción de
Nuria Salinas
Altaïr
Barcelona,
2009
327 páginas
Melancolía de Asia
La actual
Myanmar, Birmania, es, posiblemente, uno de los países más hermosos del
planeta. Es fácil que cualquier viajero que ponga su pie en él conserve para
siempre una melancolía muy dulce, un recuerdo sin aristas de la tierra y de la
gente. Y no cesará de maldecir el régimen dictatorial, la siniestra bota
militar que aplasta a la población, que condena a gran parte de las etnias del
país desde 1962, bien denunciada por Emma Larkin en su libro Historias secretas de Birmania (Altaïr),
o por la voz de Aung San Suu Kyi a la que acompañan, en ocasiones,
manifestaciones de monjes budistas. Pero antes de que se llegara a esta
situación, dos viajeros británicos de distinto orden, uno protagonizando un
viaje vertical, J. H. Williams, y el otro aproximándose a la figura del explorador,
Norman Lewis, visitaron Birmania para dejar sus impresiones en dos obras a las
que merece la pena dedicarles unas horas.
El primero de
los dos libros, Bill de los elefantes, relata
de forma muy amena, en primera persona, la experiencia de un veterinario
militar destinado a Birmania, en el periodo entre guerras y durante la Segunda Guerra Mundial, que
durante muchos años se hace cargo de las cuadrillas de elefantes utilizadas en
la construcción y la explotación de bosques de teca. El libro se divide en dos
partes, relatándose en primer lugar el descubrimiento de estas bestias, el
aprendizaje a su lado y la admiración por los oozies, los jinetes de elefantes. En la segunda mitad, el episodio
bélico cobra mayor protagonismo, dado que la narración sucede durante los
enfrentamientos con el ejército japonés, de modo que los elefantes deben
abandonar su integración en un medio ambiente natural para ponerse a
disposición de las necesidades en el campo de batalla y, sobre todo, de la
salvación de los grupos de refugiados.
Bill de los elefantes está escrito desde
la memoria, cuando su protagonista ya ha regresado a su país de origen y tiene
la convicción de que el tiempo en Birmania, junto a los elefantes, ha caducado.
Es un relato nostálgico, al igual que lo fue Memorias de África, en el que no abundan datos del país o de las
gentes que no pertenezcan al plano de la experiencia personal. Pero a
diferencia del libro de Isak Dinesen, este posee humor, una forma de mirar que
vaticina la de Gerald Durrell, y que se pierde en el relato de episodios
trágicos. Williams (1897- 1958) se muestra a sí mismo como un testigo que poco
a poco va conquistando su condición de actor, y como un hombre que va
aprendiendo a ser un adelantado a los movimientos de defensa del medio ambiente,
enfrentándose al maltrato animal y abogando por una explotación sensata del
bosque. No para de expresar su aceptación de la naturaleza, donde un estremecimiento
muy puro, antiurbano, domina el entorno y a quienes lo habitan. Dota de
sentimientos a las bestias, sobre todo a los elefantes pero también a los
perros, a quienes atribuye una inteligencia en la que participa el sentido del
humor, e incluso encuentra poesía en el amaestramiento al que se somete a los
elefantes, pues resulta poética esa forma de entender los juegos que inventan,
esa atribución humana que aproxima a los elefantes a la infancia del hombre, y
también ese placer en toparse con seres leales o “granujas encantadores”.
Durante buena
parte del texto, William se expresa con sencillez y con una inocencia que
remite a la literatura juvenil, algo que comparte con el Ruyard Kipling de El libro de la selva,, un escritor que
no deja de ser un referente en la obra. Así sucede hasta que el aura festiva da
paso a una situación deprimente, de lucha por la supervivencia a causa de una
guerra, cuando aparecen los desgarros, las tragedias y las lágrimas, cuando el
itinerario inevitable, el del refugiado, toma el sitio de la inmersión en la
naturaleza. A pesar de todo, Williams continúan manteniendo el pulso, narrando
sin odio ni rencor, pero con lástima humanitaria, heredera de un espíritu
colonial que, a modo de telón de fondo, no deja de estar presente en toda la
obra. Pero cuando la aventura bélica sustituye a la romántica, el texto pierde
algo de su interés. De hecho, en cuanto desaparecen los elefantes de escena y
se retratan asuntos de estrategia militar, el texto desfallece, tal vez debido
a que con este motivo jamás se ha hecho buena literatura, tal vez debido a que
la aventura no es sinónimo de dificultad y hasta entonces lo que se ha mostrado
es la aventura de un hombre, una aventura que uno hubiera deseado compartir.
Para que el lector pueda imaginarla con más claridad, al texto lo acompañan
abundantes fotografías documentales sobre un hermoso mundo en extinción.
Por su parte
y al contrario que el inédito Williams, Norman Lewis (1908- 2003) es un
escritor de libros de viaje de reconocido prestigio. En España se han publicado
varias de sus obras: Un imperio de
oriente (Península), Napoles 44 (RBA)
o Donde las piedras son dioses (Ediciones
B) son algunas de las más significativas, si bien su prestigio se cimentó sobre
la defensa de las minorías indígenas. Especialmente encendida fue la que
protagonizó refiriéndose a las tribus del Amazonas, que daría pie al nacimiento
de la organización Survival, o sus ataques a los páramos culturales que
provocaban los misioneros de diversas religiones. Se trata, por otro lado, de
uno de los padres de la forma que han adquirido los libros de viajes, de uno de
los primeros escritores que se propusieron relatar tanto su viaje como el mapa
cultural, histórico y de geografía física y humana del territorio que
atravesaban, una senda que siguieron escritores tan notables como Colin Thuborn
o William Dalrymple. Por desgracia, buena parte de los acólitos de esta escuela
se limitan a mantener las fórmulas, cayendo en textos periodísticos, en
ocasiones de un rigor encomiable, pero a los que le falta cierta profundidad
humana, quedándose en los registros del trayecto, alejados de la empatía, del
humanismo. En este sentido, Lewis se muestra como un maestro. Evita ser el
protagonista de la aventura, cediendo ese puesto a los habitantes del lugar.
Cuando uno lee a Lewis en su viaje por Birmania, protagonizado tras la Segunda Guerra Mundial,
conviviendo así con un viaje a mitad de camino entre el del mochilero y el del
explorador, sufriendo los rigores y trances por los que él pasa, no puede dejar
de preguntarse por la suerte de los birmanos ya que, a fin de cuentas, la situación
del viajero es provisional, pero la de ellos es permanente. Se produce, de esta
forma, un cierto extrañamiento que actúa de bisagra mal engrasada entre lo
cotidiano de unos y las hazañas del otro.
Para
conseguir ese efecto, Lewis se ampara en el gran respeto. Se trata de un
humanista que viaja, de alguien dispuesto a descubrir la dignidad en el gesto
más pequeño, en la voz de quien no tiene voz. Para remarcar este efecto, a modo
de contraste retrata a los visitantes que pasan por Birmania sin que el país cale
en ellos con un patetismo entre siniestro y cómico. Y en este contraste es
donde se hunde la esencia del libro. Lewis visita un país en reconstrucción o
en destrucción, en una situación de conflicto que le podría llevar a la
turbadora solución capitalista occidental, al comunismo o a cualquier otra
fórmula política que implicara un desastre social: “lo único que queda es
evitar como a la peste toda alianza que pudiera conducir al país a quedar
aplastado entre las piedras de molino de Oriente y Occidente”, confiesa en sus
conclusiones. Su propuesta no es directa, pues Lewis no es un hombre
doctrinario; de la lectura de Tierra
dorada resulta sencillo discernir una moción para el futuro, una moción que
ojalá hubiera tenido cabida en la historia de este país, pues en ella se aboga
por la conservación de los lazos de amistad, y se incluye la crítica a
cualquier forma de relación en la que no esté presente el respeto. Pues de eso
trata este libro, de algo que uno llamaría respeto si esta palabra no se
hubiera regalado con tanta facilidad desde los púlpitos religiosos, políticos y
mediáticos.
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