lunes, 10 de julio de 2017

LA HORA AZUL

La hora azul
Alonso Cueto
Premio Herralde
Anagrama
Barcelona, 2005
303 páginas
17,50 euros

La culpa de mi padre

Aunque La hora azul sea una novela que destaque, en la primera lectura, por el tono en que está escrita y una trama de intriga que seduce sin remisión, en realidad trata sobre un asunto más profundo, más incómodo, como es la posibilidad de heredar una culpa. En principio, esa parece la mejor manera de interpretar el interés del protagonista, un abogado que disfruta de una posición muy acomodada en la Lima actual, por encontrar a Miriam, la niña que secuestró, violó y tal vez dejó embarazada su padre durante un episodio cruel de la guerra que libraron Sendero Luminoso y el ejército peruano, en la que los verdaderos sufrientes fueron las personas más humildes. A partir del encuentro, una modalidad rarísima de amor, inexplicable e inexplicada por el narrador, que es el propio protagonista, redunda aun más en esta idea: ¿por qué quiso encontrarla?, ¿para qué quiere ayudarla? Y la interpretación más plausible es la de que trata de redimir la culpa que heredó de un padre sanguinario a quien no conoció. Y así, cicatrizando heridas que no deberían ser suyas pero que toma como propias en consideración a la memoria de su madre, que acaba de fallecer, el protagonista se lanza al vacío que es explorar para conocer a su padre.
La obsesión que muestra por encontrar a la muchacha, resuelta en una intriga bien deudora de la novela negra, bien construida y regada por unos seres secundarios que interpretan a la perfección su papel de serie negra traducido a los barrios bajos de Perú, es idéntica a la que muestra en el amor, y nos habla de un hombre incapaz de abrir dos frentes en su vida, que necesitará cerrar un episodio para proseguir con su costumbre habitual de trabajar, acompañar a sus hijas al colegio o convivir con una esposa. De ahí que se embarque en una investigación cuya conclusión auténtica no es la resolución de un capítulo de su vida que se restaña, sino la de que los marginados, los perdedores, tienen que seguir viviendo. Pues al tiempo que se va encontrando con torturadores brutales y extorsionistas, sacerdotes lenitivos o campesinos o pobladores de la periferia de Lima, el protagonista va descubriendo la esencia de un país que no conocía, hasta entonces oculto por los muros del dinero que circula en el bufete donde trabaja. El objetivo del libro, más bien, parece éste: denunciar que los que gozan de buena posición no conocen quiénes han sido sus progenitores ni cuáles son sus raíces. El resto, bien elaborado, bien narrado, no deja de ser una novela que ya conocemos.
Ese resto es una narración muy ágil, veloz, escrita en frases cortas, en párrafos cortos, en capítulos cortos, en la que los arquetipos vienen a facilitar la linealidad de la lectura, en la que la gracia de una prosa con dejes peruanos, con mucho ritmo y variedad expresiva, arrastra al lector hasta un final irrevocable. Además, los diálogos resultan deliciosos, justificados, sin afán de rellenar y perfectamente planificados para ir resolviendo la acción. Pero hay algo, en esta novela tan bien construida, que no termina de funcionar. Acaso sean los tópicos, esos seres brutales y esas denuncias de la guerra, o ese desarrollo de la trama bastante previsible –, el modo en que comienza a tener noticia de los sucesos, la forma de entablar contactos con unos u otros, de extraer conclusiones, de enredarse en chantajes, el viaje al origen de todo y a la autenticidad de la vida, la búsqueda con la impresión de que un jabón se le va escurriendo entre las manos, el encuentro y sus consecuencias, la crisis matrimonial…- lo que resta credibilidad a una obra que habría ganado si al autor le hubieran importado más los personajes que la trama que teje con mucha maestría. Aunque esta opinión, bien lo sé, no deja de ser orgullo de lector.


Fuente: Culturas/Tribuna

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