Fade Out
Tatiana Goransky
Comba
Barcelona, 2017
150 páginas
Producir silencio. Esa es la expresión que más se repite en esta novela de Tatiana Goransky (Buenos Aires, 1977). Producir silencio en un mundo en el que impera la música, no únicamente en las vidas de las tres mujeres protagonistas, sino en la propia escritura. De ahí ese cuidado, esa vigilancia constante, que no fallece en ningún momento, por una prosa suave y con una cadencia de violín. “Así como el sonido nos transporta, el silencio nos da la capacidad de quedarnos donde estamos”. En este caso, esa escritura silenciosa, pues el silencio de un solo de violín es mayor que el de una sordera, nos mantiene dentro de la novela. La ejecución es difícil, pues el silencio es propio del aire libre y la obra sucede en ciudades como Buenos Aires y su versión completa europea, que tal vez sea Barcelona. Como si un lugar imitara al otro. Aunque en Buenos Aires topamos con certezas y en Barcelona con promesas. Por eso a los personajes les resulta fácil adaptarse al sonido que les transporta de una urbe a la otra. Y estos personajes son tres mujeres de una misma familia: madre, madre e hija, hija. La primera obsesionada con la música, la última muda.
La trama, en realidad, es muy tenue. Goransky sigue a las tres, da voz a las tres, una voz interior en la que más que acontecimientos suceden sensaciones. De hecho, se expresan mucho por la piel, que es donde se conservan las células más reactivas del cuerpo. Aunque la novela es pretendidamente auditiva. La piel, en cualquier caso, al igual que la música, que siempre nos remite a los recuerdos, incluso siendo recién nacidos, es donde se guardan los secretos. Tal vez este sea el tema del libro: el pudor y el intento de hablar de los encuentros y desencuentros, más que los propios actos. En algún momento, se asocia el secreto a la cajita musical.
Pero sigamos hablando de las sensaciones, que es el conflicto de la obra. Las interiores y las exteriores se confunden, las confundimos. Porque tienen la misma importancia vital. De ahí que no existan los diálogos que nos sacarían de los cuerpos. Hay cierto tono de flujo de conciencia, como en cualquier persona que se oriente por el oído, y el de Goransky es, sin duda, delicado. Lo que irrumpe, sin molestarnos, es la fragmentación, los saltos de voz, comprobar que los personajes crecen muy deprisa, esas elipsis que, de no producirse, enturbiarían la armonía, la naturaleza, hacer el amor como éxito del silencio. La aparición de los padres, por ejemplo, descubriría secretos. Y para Goransky el pudor es todo un tema, es complejo, hasta el punto de terminar el libro con una suerte de reflexiones sobre la traición que supone escribir, un acto en el que conjuramos toda nuestra memoria. Pero el pudor no es lo mismo que la confidencialidad. Y de esa línea difusa, permeable, incómoda y musical, trata esta bella novela que nos trae, una vez más, un descubrimiento desde el otro lado del Atlántico.
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