viernes, 14 de julio de 2017

EL FANTASMA DEL REY LEOPOLDO

El fantasma del rey Leopoldo

Una historia de codicia, terror y heroísmo en el África colonial

Adam Hochschild

Traducción de José Luis Gil Aristu
Malpaso
Barcelona, 2017
515 páginas

Existen diversas denominaciones de origen para el odio: el de los amantes contrariados, el de los teólogos, el de los eruditos también contrariados y el de la codicia. Seguramente cada odio tenga, a su vez, versiones poliédricas y cara únicas, no universales. De niño, uno creía que para odiar hasta el fondo hacía falta ser Alí-Kan, el malvado a quien perseguía el Gerrero del Antifaz, o más tarde alguno de los personajes de las películas de Disney cuyo único propósito es hacer desaparecer al protagonista movido por los celos. Pero leyendo este extraordinario ejercicio de historia, narrativa e investigación, uno concluye que existe un odio particular que no es necesario ejercer en nombre de un dios ni de los complejos de un ser con defectos, como el fantasma de la ópera. Hay un odio muy personal en el rey Leopoldo II de Bélgica, que tiene que ver con la codicia, pero no con la que es tan frecuente en los regentes, vinculada, aunque sea con artificio, a la teología o al patriotismo. Se trata de la única versión conocida de la colonización con fines de ampliar la riqueza personal, en la que corrieron ríos de sangre sobre la mancha del Congo. No hay silogismo que valga. Leopoldo aspiraba a poseer su propia colonia y la encontró en el último vacío de un mapa del mundo. Leer este libro y pensar que es imposible que el rey Leopoldo no fuera consciente de su maldad, nos lleva a pensar que los límites de la psicopatía superan con creces a los de los asesinos a sueldo o los lobos de Wall Street.
Este libro guarda todos los registros, sin entrar a fondo en los horrores particulares. Hace poco Ediciones del Viento publicó La tragedia del Congo, en el que algunas de las personas que aparecen en esta obra dan testimonio de la vesania: Mark Twain, Roger Casement o Arthur Conan Doyle entre ellos. De hecho, Casement fue el principal divulgador de la impunidad con que se torturaba y asesinaba en el Congo, durante la época en la que el caucho era mucho más preciado que el oro. Algunos cálculos hablan de diez millones de muertos y casi otras tantas amputaciones.
Cuando en 1876, Leopoldo II de Bélgica creó la Asociación Internacional Africana y financió luego la expedición de Stanley al río Congo (1879-1884), se estaban poniendo las bases para una de las mayores tragedias de la humanidad. Al principio, tanto Europa como los Estados Unidos apoyaron lo que creyeron que era una misión humanitaria y civilizadora. Pero en realidad se estaba permitiendo que uno de los peores monstruos de la historia, diese rienda suelta a sus ansias de riqueza sin que nadie supiera lo que estaba de verdad ocurriendo en “el corazón de las tinieblas”: el exterminio cruel de los habitantes de la región. Sólo cuando comenzaron a surgir textos de denuncia, la opinión pública empezó a ser consciente de la realidad. La obra sigue todos los pasos, desde las expediciones de Stanley, otro psicópata armado con un látigo, hasta el reflejo desordenado de Joseph Conrad, que no supo expresar lo que vio sino en una novela, El corazón de las tinieblas, y un personaje, Kurtz, cuyo temperamento satánico es más una cocina a partir de los ingredientes temperamentales de los oficiales que regentaban puestos a lo largo del río que una invención del escritor. Stanley, la forma en que se conquistó y colonizó, los sobornos a periodistas y embajadores para compensar las denuncias, los engaños a misioneros y la odisea de la construcción de vías de ferrocarril y barcos a vapor… todo eso está contenido en el libro, en un orden cronológico y con una forma de expresarse que convierten a Adam Hoschild (Nueva York, 1942) en uno de los grandes cronistas de todos los tiempos.
Si quieren leer un libro imposible de soltar, agárrense fuerte a este El fantasma del rey Leopoldo. Y descubran uno de los crímenes de lesa humanidad, por codicia de un loco, que jamás se hayan cometido. Stalin o Hitler, sus compañeros de viaje, se parapetaban detrás de un fallido concepto de estado o de raza. Leopoldo no dispone ni siquiera de una careta para disfrazar su vergüenza.

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