Presentación hijos de caín
Esta es la pregunta:
¿Por qué la mayor
parte de la gente no se suicida?
Siendo, como somos, herederos de la marca de Caín, la que se
supone que nos señala como condenadamente sucios, la que nos designa como
miembros de una gran capitulación, ¿por qué nos empeñamos en mantener el delirio
de que existe un buen motivo para
mantenernos con vida?
¿Por la confianza en el destino?
¿Por la fe en un Dios benévolo?
¿Por considerar que no somos nuestros
propios amos, que nuestra vida no nos pertenece?
¿Por ilusión o por esa artimaña a la que conocemos como esperanza?
¿O, lo que sería más comprensible,
por simple y puro miedo?
En realidad, me temo, por ninguna de estas razones. Ninguna de
ellas es lo bastante buena para que optemos por desterrar el suicidio.
Los verdaderos motivos para seguir viviendo son, a la hora de la verdad, mucho
más contundentes que estos, mucho más irreprochables:
No nos suicidamos porque nos gustan
las natillas, porque una vez bailamos agarrados a un perfume de fresa en una
verbena de pueblo, porque los niños juegan en los columpios.
No nos suicidamos porque el próximo
sábado iremos a merendar a casa de Javi o de Luis, porque no hemos terminado de
ver la película que dejamos en el DVD, porque nuestro hermano pequeño lloraría.
No nos suicidamos porque si lo
hiciéramos no podríamos renovar el bono del gimnasio ni pedir un kilo de peras
conferencia en la frutería.
No nos suicidamos porque sabemos
que existen los paisajes, y porque esa expresión del deseo que son los sueños,
nos alcanza de vez en cuando a las tres de la madrugada para azotarnos con una
emoción dulcísima.
Y porque el sol, que acaba de asomar tras el horizonte, y con él las nubes blancas, todavía no está sometido al control del mercado
financiero.
Dicho de otra manera: seguimos vivos porque incluso en la
derrota, o sobre todo en la derrota, tenemos la convicción de que existe la
belleza.
Incluso en su ausencia, sabemos que la naturaleza palpita, y nosotros con ella. Pues somos naturaleza. Somos, como ella,
nostalgia, y somos enigma.
Y en los mejores momentos, nos damos cuenta de que también somos dignidad. Eso es lo que nos
indica cada átomo de nuestra anatomía durante la contemplación del mar o cuando permitimos a nuestra
mirada perderse en el valle.
Dignos de la naturaleza.
Esa sería la fuente de la verdadera riqueza, esa sería la pauta
sobre la que trazar nuestro valor. Una regla mucho más humana que la que
estamos acostumbrados a utilizar, que es el trabajo, o al menos ese trabajo ligado al mercado, a la producción, al dinero.
Ahora bien, si anulamos el trabajo como vara de medir, y teniendo
en cuenta que uno tiene derecho a no creer en Dios, ¿cómo podríamos valorar la
vida humana? ¿Acaso no tenemos ninguna valía que sea realmente nuestra,
nada que resuma en un grado mucho más práctico los motivos para no suicidarse?
A riesgo de parecer cursi, voy a acogerme a la palabra amor.
El ser humano también es el producto generado por un trabajo, al
que llamamos amor:
A todos nosotros nos han limpiado y
peinado, e incluso a muchos nos pretendieron adornar con pachulí.
Nos han protegido contra las
enfermedades y nos han curado con mercromina.
Nos han besado.
Nos han alimentado y nos han
regalado el sabor de las natillas que nos ayuda a combatir el suicidio.
Nos han enseñado a guarecernos en
tiempo de tormenta y a mantenernos a flote.
Han lavado las sábanas en la que
nos meamos una noche y nos han consolado, y se han reído con nuestras
estupideces y con nuestros chistes.
Al final, resulta que el amor es un trabajo, en el que
interactúan los cuerpos, cuya expresión máxima es el cuidado, son los cuidados.
Lo que nos deja atónitos, es darnos cuenta de que esos cuidados,
que son bondad, que son belleza, unidos a la risa, a los juegos, a la lealtad y a
la pasión, no basten para vencer a
las tiranías. Ni siquiera a la tiranía del mercado.
De ahí que en los peores momentos nos sintamos tentados a pensar
que el mal es un hecho o una fuerza mucho más real que el bien. Todos creemos
que una caricia debería bastar para torcer el rumbo de un planeta presidido
por la muerte, que es la peor forma de injusticia.
Rebelarse contra esta corriente que nos lleva es una locura. Y la locura bien puede ser una
forma de bendición.
Por otra parte, sea cual sea el destino del mundo, tome este el
aspecto que tome, siempre habrá locos.
Unos locos que en sus acciones están divulgando que tantas
formas de injusticia, incluida la muerte, permanecen activas, al
tiempo que proponen cómo lucir mejor el estandarte contra ellas.
En realidad, se trata de tipos que reparten linternas con
las que alumbrarnos en la oscuridad.
Frente a ellos, frente a los hijos
de Caín que bucean, escalan, se lanzan desde la estratosfera, o han
buceado, escalado y se han lanzado desde la estratosfera, se encuentran quienes
aguardan al espectáculo del Apocalipsis
con un deseo contenido:
Los que consideran que el
Apocalipsis es la única película que les queda por ver desde su sofá, los
que ya se hicieron fotos agotando todos los rincones de las guías turísticas, los
que ya bebieron desde un matarratas hasta el champán más aristocrático.
Los que necesitan un pretexto como
ese, la inminencia del fin del mundo, o gritar que el mundo es una mierda, para
justificar que ya pueden volver a fumar, que pueden ser unos canallas, que les
está permitido irse a un club de carretera, que pueden faltar a la
responsabilidad con sus compañeros de trabajo o con su familia.
Que incluso pueden cometer un
crimen como respuesta a alguno de los verdaderos motivos que impulsan a los
criminales: que no le salió bien la lazada del zapato, o que el nudo de la
corbata quedó torcido, o que había una mancha de mahonesa en el pantalón, una
mancha que descubrió demasiado tarde, cuando recibía a su primer cliente,
cuando ya no disponía de tiempo para mudarse.
La pregunta, pues, es ésta:
¿Por qué los
protagonistas de este libro no se suicidan?
Conscientes de que pertenecieron a la congregación de los locos
de la linterna, ahora les pesa el conformarse con aguardar al Apocalipsis mirando
a través de la ventana.
Pero ellos, como tantos otros de los que estamos aquí, eligen vivir porque en el último
segundo, maldita sea, justo antes de
dar el brinco hacia los búfalos de la noche, se dan cuenta de que no les apetece nada morirse solos.
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