El baile de la victoria
Antonio Skármeta
Premio Planeta 2003
Editorial Planeta
Barcelona
Octubre 2003
376 páginas
La ternura del planeta
Si el título de un libro es el rostro con el que se
le conoce, podríamos preguntarnos cuál es el doble sentido que parece tener El baile de la victoria: por una parte
hemos descubierto que ese baile de la
Victoria se corresponde con unos episodios del relato, aquellos en que la
adolescente protagonista, a quien gusta que a su nombre –Victoria- se le
anteponga el artículo la para hacerlo
más contundente y así compensar su frágil imagen, reclama o llora o lucha por
su sueño de bailar en un teatro importante una coreografía basada en unos
versos de Gabriela Mistral; pero, por otra, hemos de suponer que Skármeta ha
pretendido confundirnos con una rúbrica que roza la metáfora política, pues al
fin y al cabo nos encontramos en un Chile ya victorioso de la dictadura, que ha
dejado una resaca infame, y que está adaptándose a eso que alguien llama
democracia, un Chile en que cada persona tiene que luchar por ajustar su
pequeña historia a las pretensiones de normalidad, a una calma que debe
sobreponerse en lo cotidiano diez años después del final de los episodios
sucios y oscuros. Y ese baile interior, en el que el individuo combate por
seguir siendo él mismo, fiel a sus sueños que son los que les dan una razón
para seguir viviendo (en el caso de Skármeta, fiel a la narrativa pura), roza
constantemente con las cicatrices y asperezas con que la crueldad arañó el
pasado de los habitantes del país. Porque dado que es imposible dejar de ser
nuestra propia memoria, parece sugerir Skármeta, la auténtica victoria pasa por
querer superar los desencuentros y ser capaz, por ejemplo, de escribir este
libro; es muy probable que esa sea la función de esta novela, sobre todo si
tenemos en cuenta que en la obra anterior del autor chileno ya se leían las
pequeñas vidas de sus personajes incrustadas en momentos anteriores de la
historia de su patria. Baste como ejemplo de este baile y esta victoria
aquellos argumentos con que los ladrones se convencen de la bondad de su robo,
al estilo Robin Hood, pues la producción del dinero del que piensan apoderarse
surgió de alguna manera de las celdas de tortura. Si bien queda declarado y
dibujado el escenario de la novela, Santiago de Chile, y el año reciente en que
se desarrolla, estos datos se limitan a aparecer aquí y allá, respetando el
universo de Skármeta, al igual que se mencionan los mimbres con que se tejió la
mitología de la lucha social chilena: Víctor Jara, Violeta Parra, Neruda, el
grito “el pueblo unido jamás será vencido”, la Cantata de Santa María de
Iquique, y hasta Baltasar Garzón. Da la impresión de que todo esto es parte del
mobiliario, porque lo verdaderamente importante es la historia de amor y
maduración que tiene lugar entre los dos jóvenes protagonistas.
Para no complicarse la existencia y dejar el trabajo
facilito al lector, Skármeta recurre a una estructura lineal y cronológica:
comienza presentando a los protagonistas, poniéndolos en la situación que dará
lugar a la trama, introduciendo poco a poco a los secundarios que en su mayor
parte serán ayudantes del héroe, y recurriendo a capítulos de secuencias
paralelas cuando las vidas de los protagonistas no coinciden en escena. Además,
la forma de visualizar la acción se aproxima, tal vez en exceso, a lo
cinematográfico, de ahí los perfiles de los personajes, tan estereotipados; se
diría que Skármeta ha estado pensando en la adaptación de la novela a la gran pantalla,
hasta el punto de llegar adjudicar a uno de los protagonistas el rostro de un
actor: el ladrón viejo será Federico Luppi. Sin ningún recato, recurre a
lugares comunes que sitúan al lector rápidamente frente a unos seres que no
tiene necesidad de conocer, porque los reconoce inmediatamente; de ahí
subterfugios como el de presentar al asesino acompañado constantemente por
perros sarnosos, idea carente de novedad, pero que todos sabemos desde hace
tiempo que funciona. Al igual que funcionan esos tópicos de caracterización
psicológica, como el que nos encontramos de entrada en el primer capítulo, en
el que para significar que el joven protagonista es muy inteligente se le
enfrenta a una jugada de ajedrez.
Para continuar con su particular lucha por conseguir
una lectura sencilla, con el fin de que nigún lector quede excluido de una
pieza como ésta, la mayor parte de la novela está resuelta en diálogos, técnica
en la que Skármeta demuestra ser bastante competente: los protagonistas hablan
con naturalidad y de forma que ninguna de las frases parece contener
información gratuita; las intervenciones son cortas, y cuando se alargan un
poco más es para contar a medias algo referido al pasado, unas noticias que el
lector irá conociendo y con las que podrá construir las pequeñas historias de
cada protagonista; se utiliza una filosofía sentenciosa, de andar por casa; la
acción avanza, dado que la situación al final de cada diálogo no es la misma
que al principio, y la novela va leyéndose deprisa porque la escasez de
acotaciones agiliza el texto. Por otra parte, el recurso al diálogo queda
justificado por la proximidad del narrador con los protagonistas, incapaz de
despegarse de su piel.
Ahora bien, resulta muy difícil no criticar este
planteamiento de la novela, no atacar directamente su línea de flotación: el
joven protagonista es un muchacho de veinte años del que conocemos su afición a
pasear en soledad junto a la orilla del rio, antes de ser preso, que fue
sodomizado por el alcaide de la cárcel y por alguna otra persona, y cuyo padre
le odia; a la muchacha, de diecisiete años, la conoce en la calle, y vamos
descubriendo que es huérfana de padre, que su madre depresiva no la echa de
menos, que es aficionada a visitar cines porno y que ha sido expulsada del
liceo; y de Vergara Grey, el ladrón viejo y sabio, se nos dice que está de
vuelta de la vida, que lo único que le interesa es recuperar lo que le quitó la
cárcel, es decir, su esposa, su hijo y su dinero. Ninguno de los tres tiene
verdadera familia, y todos sufren alguna forma de repudio social y vital. La
cuestión, entonces, es: ¿alguien podrá creerse que en realidad unos seres así
de marcados, sufrientes, muertos de hambre a los que no les queda sino
confiarse a sus perrerías o a la buena suerte, entablarían diálogos largos con
desconocidos o gente que conocen hace bien poco, conversaciones en las que
llegan a introducir confesiones personales, en las que ocasionalmente pugnan
por sacar a su contertulio de escena a base de frases brillantes? ¿No temen a
cosas como la traición? Mucho me temo que esta historia requiere otra
construcción para que resulte verosímil, más pegada a la realidad, que es la
forma en que el lector llegará a identificarse con los personajes. Tal y como
se presenta, el lector asiste con frecuencia a una obra de teatro, y la
diferencia entre leer una novela y una obra de teatro es que mientras que a la
primera se le exige ser creíble porque es la realidad misma (afirmación válida
incluso para géneros como la ciencia ficción), la obra del teatro no deja de
ser una función, una representación de la realidad. Por eso, y por una trama
fácil de prever, esta novela que trata sobre la impotencia, sobre la pelea
contra la derrota, no produce la tristeza que cabría exigirle, esa que deja al
lector con las ganas de seguir luchando por encontrar una razón para vivir
cuando cierra el libro.
Es predecible que se achaque a Skármeta, no sin
motivo, haber escrito una novela juvenil; los datos son claros: unos
secundarios de buen corazón, nobles dentro de su miseria, que terminarán
ayudando por lealtad; un asesino que se vende, en una referencia a la traición
de Judas, por treinta días de libertad que le suponen poder echar treinta canas
al aire (hay que ver cómo está degenerando el mal); una trama que no carece de
agujeros como la velocidad con que la protagonista enferma y se recupera;
golpes de efecto tan adolescentes como el contraste entre el amor a la poesía
demostrado por la chica (con el que no se puede estar más de acuerdo), y la
consiguiente secuencia en una sala X en lo que sin duda es el momento más
intenso de la novela; una maduración, producto de la cercanía de la muerte, que
lleva al muchacho a cambiar su concepto de dignidad, de la venganza pasa al
perdón; los golpes de efecto con que pretende cerrar cada uno de los cincuenta
capítulos; la búsqueda final de una lágrima fácil; un estilo que por evitar lo
críptico cae en su contrario, lo evidente... Todo junto supone que el autor nos
esté pidiendo un acto de fe en la consistencia de su narrativa propio de un
lector inexperto. Y ése es el defecto de la literatura llamada,
peyorativamente, juvenil.
Eso sí, Skármeta escribe con una sonrisa, y trata a
sus personajes con toda la ternura del mundo.
Publicado en Lateral
No hay comentarios:
Publicar un comentario