El placer de contemplar
Joaquín
Araújo
Ediciones
Carena
Barcelona,
2015
102
páginas
Material rodante
Gonzalo
Maier
Minúscula
Barcelona,
2015
113
páginas
El árbol
John
Fowles
Traducción
de Pilar Adón
Impedimenta
Madrid,
2015
104
páginas
Tres
cánones del amor
Durante
la visita a este territorio que llamamos planeta Tierra, al territorio orgánico original, al que suman átomos y
átomos de naturaleza, el viajero con alma de gran rey sólo puede atenerse a una
norma de convivencia, y esta es hablar el idioma del silencio. Y como bien sabe
Joaquín Araújo (Madrid, 1947), el
silbo de los pájaros en la madrugada es más silencio que el silencio unívoco de
lo insonoro. Para no desmoralizarse en un terreno de ruidos, Joaquín Araújo es
consciente de que el equivalente al silencio de las auroras, el equivalente
creado por el hombre, es la poesía. Algo que no necesariamente tiene que venir
envasado en verso. Hay poesía en las películas de Kim Ki Duk, por ejemplo. Una vez eliminada de la ecuación cualquier
tipo de fritanga de vehículos a todo trapo, ruido de sables en las pantallas o
neones de colores imposibles que tapan la codicia de la caja registradora,
queda la reseña del silencio, que es a lo que está dedicado este libro, El
placer de contemplar (Ediciones
Carena), estas breves páginas escritas por Joaquín Araújo, en forma de
prosa, o de aforismo o de haiku, hablan de la luz y los ojos como un mismo ser.
Y del bosque como fuente de reconocimiento de los espacios de silencio. Habla
de la otredad, es decir, de nuestra conciencia de que también somos los otros,
de ahí la abundancia de aliteraciones que recrean sonidos de la naturaleza: los
que todos escuchamos cuando escuchamos el silencio. Somos nosotros y nuestro
exterior inmediato, somos uno y el universo. Somos hedonistas en el sentido en
que el egoísmo implícito en el hedonismo ayuda a recrear la pasión, gracias a
la cual la vida cobra sentido. Para Araújo la pasión es sensibilidad, una
manifestación activa de la contemplación que equivale a actividad, a actitud.
Su forma de contemplar, de escuchar, tiene mucho de todo lo bueno que esconden
las enseñanzas que atravesaron la ruta de la seda para venir en paz desde
oriente.
Aunque
si Araújo nos muestra la versión del hombre sereno, casi anciano, el joven
escritor chileno, Gonzalo Maier (Talcahuano, 1981),
compone en su tan breve como excelente Material rodante (Editorial Minúscula) una joya del
extrañamiento de la juventud. El narrador no enfoca a mundo para destilar
poesía, sino que se centra en el microcosmos desde el que debería extraer
conclusiones acerca de lo que es el mundo. Se supone que la experiencia propia
es extrapolable, aunque dicho atrevimiento peque de solipsismo. Es un joven que
proviene de las antípodas quien viaja, a diario, en un tren en el que nadie
habla el idioma que le hace ajeno. Así es como el narrador se transforma en un
gran observador. Y su capacidad le lleva, inevitablemente, al spleen moderno, al reflejo de la
angustia de lo cotidiano, esa de la que no somos capaces de sentir la más
mínima traza de tan integrada como está en nuestros pulmones. El tedio es
tiempo, o la conciencia de que existe el tiempo, su transcurso, su viaje. Y
esta emoción da pie a un texto que toma la forma de flujo de conciencia, a una
digresión que deja de ser conciencia para ser una suerte de erudición de lo
inútil: todo se borrará porque nuestros caprichos son intrascendentes porque
casi no existimos.
El
narrador se mimetiza, para adoptar el valor más preciado de todo viajero. Y
cuando se mimetiza se autoevalúa bajo la premisa de reconocer qué película
trata de representar. Observa abrazando una lata de cerveza para concluir que
el neón y el capitalismo son una pareja perfecta, que en cada parada hay una
máquina que vende, que el apocalipsis está a la vuelta de la esquina, una
conclusión a la que han llegado todas las generaciones desde que existe
registro narrativo, aunque sea oral. Todos hemos talado los árboles para luego
echar de menos el bosque. Y al caer en la cuenta percibe que revive una
sensación vieja que olvidamos de vez en cuando; mientras tanto se produce la
espera, que es un deporte psicológico de largo aliento.
Así
se ve acompañado por gente que son lugares comunes, que dan vueltas a la página
del diario o miran el paisaje con cara de pavo: una aspiración hermosa por lo
ingenua. Como por ejemplo esa mujer que trabaja en el banco y se arrepiente de
su decisión, y el arrepentimiento la empuja a sentirse sola y ridícula. Y así
un día tras otro, en un viaje urbano repetido que huele a polvoriento libro de
rezos.
Abandonando
a la gente, John Fowles (Leigh-on-Sea, 1926 - Lyme Regis, 2005) persigue al bosque como entorno metafórico en
el breve pero preciso texto titulado El árbol (Impedimenta). Ya no hay personas ni entornos
urbanos. Ahora lo presente comienza siendo la memoria. Desde los árboles de la
infancia, unos manzanos que su padre mimaba en un terreno ajeno a la
fertilidad, el arcilloso jardín de una casa incrustada en la urbe, hasta la descripción
de un paseo por el bosque, donde repite sensaciones que podrían resumirse en
una intensa tranquilidad inocente. El contrasentido de aquellos árboles da pie
al nacimiento de la pasión por la historia natural, por el campo, por el
reflejo de sus bondades que cada vez que añora le hacen retornar a los
senderos. Y así Fowles va desgranando las virtudes de la naturaleza, cuyo gran
emblema son los árboles que crean diversos tiempos, desde el denso y abrupto,
al calmado y sinuoso. Pero nunca mecánico, nunca monótono. Como si resultó ser
su vida viajando por varias ciudades, en las que siempre se sintió dominado por
la sensación de exilio cotidiano.
De
modo que la relación que establece con la naturaleza se aleja de los valores
científicos. Destila una cierta fitosociología, un término que probablemente el
autor desconozca, una palabra espantosa que nos aleja de la preciosa
inutilidad, del acontecimiento, del placer estético. Fowles incluso vincula su
relación con la naturaleza, con los árboles, a la que mantiene con la
literatura, otra preciosa inutilidad. Y en ninguno de los dos casos se arrima a
la solución por lógica, por ciencia, por el mismo motivo por el que considera
que un manual sobre sexo jamás será un ars
amoris. Pero sí descubre, como por casualidad, que en los anales de la
narración el bosque estaba presente. Significaba aventura y significaba
búsqueda. Para pasar siglos más tarde por la misma oscuridad por la que
transcurrieron tantas cosas en la Edad Media. Hasta llegar al hombre de ciudad.
Y una ciudad geométrica hará gente geométrica, en tanto que una ciudad
inspirada en el bosque hará seres humanos, nos advierte. Al igual que nos advierte
de que la verdadera amenaza que puede traer este milenio en el que ya estamos
inscritos, radica en nuestro creciente desapego emocional e intelectual de los
espacios naturales.
El árbol es un
bello texto sobre la memoria y los pequeños viajes, que son los paseos, que no
debería pasar desapercibido.
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