Evasión en el monte Kenia
Felipe Benuzzi
Ed. Xplora
2014.
Mientras
el sol rueda por las laderas camino del crepúsculo, de la hermosura que precede
a los miedos de la noche, cada canto de una chicharra, cada sílaba del viento,
cada pincelada malva en el vientre de la nube, es el mundo entero. El pintor
que ama el mundo desea la luz hasta en el vientre apagado de los objetos. El
amante interpreta la pasión tanto en la tierna brisa como en el ojo del huracán
que arrastra los barcos contra los arrecifes. El aventurero, que con su coraza
se reconoce en el viaje o en la montaña, cree que lo desconocido es un dios:
una pisada en suelo incierto, un rugido entre las ramas de un sotobosque
cerrado, el hambre y la sed que empujan a escarbar la tierra y la nieve con los
dientes.
Ellos
han encontrado ese relámpago que les ha transformado en inmortales durante un instante.
A continuación vendrá el perfume de la consunción, la fragancia que se asemeja
al auténtico y sosegado olvido. Pues existen dos tipos de olvido: el falso, que
te hará permanecer en la fermentada memoria de la erudición, embalsamado con
parafernalia, solemnidad, cátedra.
Y
luego está el olvido auténtico, que es el que nos relega al descanso.
En
el segundo grupo están los libros felices, los libros que una vez leídos
quedaron en la memoria sensorial de algo que llamaremos dicha.
Allí
está El enamorado de la osa mayor, de
Sergiusz Piasecki, La línea de sombra, de Conrad, algunos cuentos de Buzzati, la mejor novela de Stevenson, Los traficantes de naufragios. Y, por supuesto, cada página de Chejov. Todos hemos agradecido leer
estas obras, porque durante un tiempo dieron un sentido tal vez estético a
nuestros calendarios. Porque son libros felices.
Y
entre esas obras está la creación se llamaba Virgilio. En La Eneida,
el protagonista emprende una aventura épica. La vida no le sale al paso. Es
Eneas quien corre tras ella y para saberse vivo recurre a la proeza.
Confundir
esta Evasión en el monte Kenia con la
felicidad de La Eneida es un
atrevimiento y una hipérbole. Entre otras razones, porque en una época en que
ya el cine se había convertido en el gran medio narrativo, relatar una epopeya
en verso hubiera resultado un anacronismo y una indulgencia.
“Cuéntame, Musa, las causas;
ofendido qué numen o dolida porqué la reina de los dioses a sufrir tantas penas
empujó a un hombre de insigne piedad a hacer frente a tanta fatiga”.
Este
es uno de los primeros versos de la empresa de Eneas. Y es el que nos separa de
la hazaña de Felice Benuzzi, Giovani
Balleto y Vicenzo Barsotti. Ninguna musa intervendrá en la narración. La
literatura, por fin, es cosa de los hombres. El siguiente verso, nos remitirá a
la unión entre una aventura y otra:
“¿Tan grande es la ira del
corazón de los dioses?”[1]
Para
Virgilio, todo mal, todos los abismos, todo lo monstruoso, todo aquello que se
escapara al dominio de lo que los hombres pudieran manipular con sus manos, con
su ingenio, tenía un origen divino, mágico.
Pero
Benuzzi, Balleto y Barsotti, tal vez por haberse ya quebrado el mundo gracias a
la ciencia o por haber aprendido que sólo el crucifijo no obedece a las leyes
de las disciplinas que se gestan en los laboratorios, no pueden atribuir sus
desdichas a un panteón repleto de celos, ira, codicia y caprichos. Cautivos en
un campo de guerra, en 1943, no muy lejos del monte Kenia, deciden escapar con
el único propósito de alcanzar su cima. Como Eneas, ponen tanta astucia como su
hambre y su agudeza les permiten para lograr su propósito. Al igual que Eneas,
durante la ruta tropezarán con millones de formas de miedo. En lugar de los
cantos de las arpías, será la intuición de unos ojos de leopardo. Cualquier
brutalidad similar al Maelström quedará sustituida por la soledad nocturna que
obliga a no cerrar los ojos. No habrá un cíclope, pero no les abandonará la
fiebre.
Y
así ellos también sienten y confiesan el miedo. Y uno se pregunta si, al fin y
al cabo, el miedo no es lo mismo que los dioses. O si la génesis del miedo no
es la misma que la génesis de los dioses. Por lo tanto, para ellos ascender al
monte Kenia equivale a derrotar a los dioses, porque equivale a derrotar al
miedo.
“A pesar de todo es una lucha
agradable; ya que mientras dura, el tiempo vuelve a ser algo valioso”.
Las
frases no pueden resultar más libres, y por tanto más inestimables. Son obra de
Felice Benuzzi, el narrador de este libro épico. Nada de lo que es propio del
que quizás sea el primer gran género literario, la épica, le es ajeno a
Benuzzi: elaborar un plan psicológico, sobrevolando las desdichas de la guerra,
en el que no sólo aprecia la fortaleza física de sus compañeros, sino también
la lealtad. Porque la lealtad quizá sea la virtud de los hombres que en
cualquier escala de valores hay que colocar en la cumbre. Y a la lealtad, añadía
el entusiasmo y la paciencia.
Y
por último nos topamos con la ilusión por la fantasía, dado que son conscientes
de la provisionalidad de la hazaña que se proponen acometer: dormir, soñar, ser
libres durante el sueño, despertar. Regresar a eso que conocemos como realidad.
Y, mientras tanto, mientras dura el sueño, vivir el camino a través de los
detalles que salen al paso, y que llenan nuestros días, aparentes
insignificancias, verosímiles exactitudes. Porque en eso consiste el camino de
la aventura, en los detalles y no en la frívola cartografía. Y esos detalles
determinan un acto de voluntad que, en medio de esta inercia que es el diluvio
de calamidades en que a veces se convierte el mundo, nos hacen hombres libres.
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