jueves, 25 de enero de 2018

EVASIÓN EN EL MONTE KENIA

Evasión en el monte Kenia
Felipe Benuzzi
Ed. Xplora
2014.


Mientras el sol rueda por las laderas camino del crepúsculo, de la hermosura que precede a los miedos de la noche, cada canto de una chicharra, cada sílaba del viento, cada pincelada malva en el vientre de la nube, es el mundo entero. El pintor que ama el mundo desea la luz hasta en el vientre apagado de los objetos. El amante interpreta la pasión tanto en la tierna brisa como en el ojo del huracán que arrastra los barcos contra los arrecifes. El aventurero, que con su coraza se reconoce en el viaje o en la montaña, cree que lo desconocido es un dios: una pisada en suelo incierto, un rugido entre las ramas de un sotobosque cerrado, el hambre y la sed que empujan a escarbar la tierra y la nieve con los dientes.
Ellos han encontrado ese relámpago que les ha transformado en inmortales durante un instante. A continuación vendrá el perfume de la consunción, la fragancia que se asemeja al auténtico y sosegado olvido. Pues existen dos tipos de olvido: el falso, que te hará permanecer en la fermentada memoria de la erudición, embalsamado con parafernalia, solemnidad, cátedra.
Y luego está el olvido auténtico, que es el que nos relega al descanso.
En el segundo grupo están los libros felices, los libros que una vez leídos quedaron en la memoria sensorial de algo que llamaremos dicha.
Allí está El enamorado de la osa mayor, de Sergiusz Piasecki, La línea de sombra, de Conrad, algunos cuentos de Buzzati, la mejor novela de Stevenson, Los traficantes de naufragios. Y, por supuesto, cada página de Chejov. Todos hemos agradecido leer estas obras, porque durante un tiempo dieron un sentido tal vez estético a nuestros calendarios. Porque son libros felices.
Y entre esas obras está la creación se llamaba Virgilio. En La Eneida, el protagonista emprende una aventura épica. La vida no le sale al paso. Es Eneas quien corre tras ella y para saberse vivo recurre a la proeza.
Confundir esta Evasión en el monte Kenia con la felicidad de La Eneida es un atrevimiento y una hipérbole. Entre otras razones, porque en una época en que ya el cine se había convertido en el gran medio narrativo, relatar una epopeya en verso hubiera resultado un anacronismo y una indulgencia.
“Cuéntame, Musa, las causas; ofendido qué numen o dolida porqué la reina de los dioses a sufrir tantas penas empujó a un hombre de insigne piedad a hacer frente a tanta fatiga”.
Este es uno de los primeros versos de la empresa de Eneas. Y es el que nos separa de la hazaña de Felice Benuzzi, Giovani Balleto y Vicenzo Barsotti. Ninguna musa intervendrá en la narración. La literatura, por fin, es cosa de los hombres. El siguiente verso, nos remitirá a la unión entre una aventura y otra:
“¿Tan grande es la ira del corazón de los dioses?”[1]
Para Virgilio, todo mal, todos los abismos, todo lo monstruoso, todo aquello que se escapara al dominio de lo que los hombres pudieran manipular con sus manos, con su ingenio, tenía un origen divino, mágico.
Pero Benuzzi, Balleto y Barsotti, tal vez por haberse ya quebrado el mundo gracias a la ciencia o por haber aprendido que sólo el crucifijo no obedece a las leyes de las disciplinas que se gestan en los laboratorios, no pueden atribuir sus desdichas a un panteón repleto de celos, ira, codicia y caprichos. Cautivos en un campo de guerra, en 1943, no muy lejos del monte Kenia, deciden escapar con el único propósito de alcanzar su cima. Como Eneas, ponen tanta astucia como su hambre y su agudeza les permiten para lograr su propósito. Al igual que Eneas, durante la ruta tropezarán con millones de formas de miedo. En lugar de los cantos de las arpías, será la intuición de unos ojos de leopardo. Cualquier brutalidad similar al Maelström quedará sustituida por la soledad nocturna que obliga a no cerrar los ojos. No habrá un cíclope, pero no les abandonará la fiebre.
Y así ellos también sienten y confiesan el miedo. Y uno se pregunta si, al fin y al cabo, el miedo no es lo mismo que los dioses. O si la génesis del miedo no es la misma que la génesis de los dioses. Por lo tanto, para ellos ascender al monte Kenia equivale a derrotar a los dioses, porque equivale a derrotar al miedo.
“A pesar de todo es una lucha agradable; ya que mientras dura, el tiempo vuelve a ser algo valioso”.
Las frases no pueden resultar más libres, y por tanto más inestimables. Son obra de Felice Benuzzi, el narrador de este libro épico. Nada de lo que es propio del que quizás sea el primer gran género literario, la épica, le es ajeno a Benuzzi: elaborar un plan psicológico, sobrevolando las desdichas de la guerra, en el que no sólo aprecia la fortaleza física de sus compañeros, sino también la lealtad. Porque la lealtad quizá sea la virtud de los hombres que en cualquier escala de valores hay que colocar en la cumbre. Y a la lealtad, añadía el entusiasmo y la paciencia.
Y por último nos topamos con la ilusión por la fantasía, dado que son conscientes de la provisionalidad de la hazaña que se proponen acometer: dormir, soñar, ser libres durante el sueño, despertar. Regresar a eso que conocemos como realidad. Y, mientras tanto, mientras dura el sueño, vivir el camino a través de los detalles que salen al paso, y que llenan nuestros días, aparentes insignificancias, verosímiles exactitudes. Porque en eso consiste el camino de la aventura, en los detalles y no en la frívola cartografía. Y esos detalles determinan un acto de voluntad que, en medio de esta inercia que es el diluvio de calamidades en que a veces se convierte el mundo, nos hacen hombres libres.




[1] En traducción de Rafael Fontán Barreiro. Alianza Editorial. Madrid, 1986.

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