El uso de las ruinas
Retratos
obsidionales
Jean-Yves
Jouannais
Traducción
de José Ramón Monreal
Acantilado
Barcelona,
2017
136
páginas
Hubo
un tiempo en que todos quisimos ser Borges. Contra el viento de la maldición,
ese que le denunciaba por preferir el orden a la justicia, quisimos escribir
como él, hablar como él, saber todo lo que él sabía. Y además ser justos. Al
fin y al cabo, Goethe fue quien premio enunció esa predilección por el orden. Y
Borges apenas mostraba otra opinión política que no fuera la de que creía en
las personas, no en los estados. Galeano contestó que nada hay más ordenado que
un cementerio. La pregunta, aquí y a ahora, frente a este libro que nos hará
disfrutar de la lectura como no lo hacíamos desde aquella Historia universal de
la infamia, es si las ruinas, incluidas las del cementerio, son orden o caos.
Son justicia o tristeza. Porque la tristeza no es, necesariamente, un mal
sentimiento. Sobre el sentido de las ruinas, sobre su significado, se asienta
ese punto de moral que hace de este sucesor de Borges, Jean-Yves Jouannais
(Montluçon, 1964) un autor con más literatura que el maestro. El razonamiento
surge de una aporía. La obra literaria de Borges, como la de Bolaño o la de
Vila Matas, a quien se le rinde tributo explícito en este libro, se asienta
sobre la literatura. Antes de él, había bebido directamente de la vida. Borges,
o Bolaño, sustituyen a la literatura por la literatura: beben de quienes
bebieron de la vida.
Jouannais
retoma el pulso a la apuesta y confiesa su tributo a las ruinas. Una vez que en
literatura todo está creado, parece decir, prestemos atención a las ruinas de
la literatura, a lo que queda de ella, que es el terreno no explorado. El uso de las ruinas es un libro
meditado, con la intención expuesta desde la primera línea, y tan exquisito
como fue la obra que ahora es ruina. Y José Ramón Monreal se está convirtiendo
en uno de los traductores que mejor reescriben en nuestro país.
Las
ruinas son una metáfora de la nostalgia por el tiempo que nos hubiera gustado
vivir. En este caso, eso sí, desde la platea, dado que en su mayor parte son
paisajes después de la batalla. Son un hermoso cadáver: “una promesa de
resurrección ligada a un sustrato (…) un sueño violentamente desvirtuado del
romanticismo, consistente en manipular (…) a los espectros de una gloria
desvanecida en el escenario de un teatro futuro, teatro esperado, casi deseado,
que sólo podrá edificar la muerte”. De este modo, Jouannais nos obliga a
repensar las ciudades o los monumentos que conocemos y se mantienen en pie por
su potencial como ruinas. Frente a la costumbre del turista o del viajero de
reimaginar las ruinas, pensando en su pasado, cuando estuvieron entero, se nos
empuja hacia la paradoja de imaginar lo que se imaginaría uno que sería la
ciudad si contemplara las ruinas. Un fabuloso juego de engaños y espejos: las
ciudades serían más bellas si las recreáramos. Serían un espectáculo equívoco.
Jouannais
no deja espacio de la historia por recorrer: Babilionia, la Alemania de la
postguerra y Londres bombardeado, el paso de las tropas de Napoleón, las
increíbles historias de la China clásica, la tercera guerra púnica, el imperio
otomano, Tombuctú y su leyenda, Polonia como tierra de paso y conflicto, los
castillos franceses y cualquier delirio de grandeza que se ve expresado no en
la obra que construyeron los personajes que aparecen en el libro, sino en la
obra que destruyeron. Y cada uno con distintas motivaciones para transformar un
hábitat en ruinas, desde la resistencia numantina al romanticismo idiota; desde
el uso (o antiuso) militar hasta la sangrienta historia de Stalingrado o
Cartago; desde la autodestrucción hasta el lucimiento de ingenios bélicos;
desde la fuerza que hace falta para desviar un río que diluya una ciudad, hasta
la Zona Cero de Manhattan. Los personajes son tan intrigantes como magnéticos.
Ahí está Julio César montando una guerra para poder escribir sobre ella, Víctor
Hugo paseando o Klemperer, un filólogo, prestando atención al detalle de los
papeles de plata con que los aliados engañaron a los antibombarderos alemanes,
tal y como lo describe en su obra maestra LTI.
La lengua del tercer imperio. Y todos ellos, el adivino y el especialista
en reconstrucción, el destructor y el nostálgico, llenos de unos complejos de
los que Jouannais no se atreve a dar fe. Eso es materia para intelectuales, no
para la literatura.
Fuente: Culturamas
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