El hombre de las dos patrias
Tras las huellas de Albert Camus
Javier
Reverte
Ediciones
B
Barcelona,
2016
170
páginas
La
pregunta a la que cabría contestar, o buscar respuesta, es si cada hombre posee
una madriguera. Ese lugar donde se siente seguro cuando caen bombas sobre el
asfalto o sobre la conciencia. Ese lugar en que cree vivir sin trampas, sin
engañarse, sin preguntarse si ese bienestar lo consigue a través de la memoria
del biberón o de la amnesia. Un sitio donde te crees que eres héroe porque
chillas contra la injusticia, pero ese grito no se distingue del silencio o
apenas rasga con su murmullo más allá de la tapa de alcantarilla que separa la
madriguera del exterior. Donde da igual cómo se defina uno políticamente ante
la lluvia de hierro y neutrones, porque lo que se ha de valorar son los actos
de su pasado. Esa patria que justifica lo que uno es, lo que uno fue, será,
estará siendo día tras día, y lo justifica con bastante dureza, al menos para
el individuo, como para considerarse buena persona siempre, incluso durante las
pesadillas.
Javier Reverte
(Madrid, 1944) abandona sus largos viajes para embarcarse en una pequeña
expedición que le lleve hasta los orígenes, es decir, la infancia, de Albert Camus. Leer a Camus y sentir
admiración por su obra es inevitable. Pero hasta nuestro tiempo han llegado
testimonios diversos de sus cualidades humanas, dudas sobre su generosidad,
sobre su valentía, incluso sobre su buena educación. Al igual que concluye
Javier Reverte, lo que nos queda como auténtico de él es su obra, y ahí es
donde resulta incuestionable, noble, honrado, crítico, justo. Lo bastante
atractivo como para embarcarse en un ferry rumbo a Orán y Argel para visitar
las casas donde habitó, el liceo en que se graduó, las calles por las que
jugaba. Y tratar de descubrir de qué empaque estaba hecha la madriguera de
Camus, o como lo enuncia Reverte en el título, una de sus patrias. La otra, ya
lo sabemos, fue la Francia que se recuperaba de una guerra en la que se acogía
a toda la bohemia y a toda la filosofía.
Reverte
nos descubre unas ciudades postapocalípticas, sucias, feas. Una Orán que se
asemeja a la España de 1939, una Argelia que apenas asoma la nariz tras el
decenio negro que supuso la guerra. Las zonas urbanas dan la impresión de estar
a medio construir o a mitad de su plan de derribo. Decadentes, a lo que se
parecen es a un basurero. Pero, como viene siendo habitual en sus últimos
libros, Reverte descubre un nuevo amigo, un Cicerone al que querer. En este caso
será un argelino con aspecto facineroso y corazón entregado a su fidelidad y su
trabajo. Él será su principal contacto con un paisanaje de eminente corte
masculino. Excepto en una ocasión, todas las personas con quien intercambia
palabras son hombres. Eso, en mayor medida que sus enunciados describiendo lo
que encuentra, da la medida del país que visita. Pero Reverte nunca se detiene
en ese detalle; no se plantea el género de su contertulio, sino que trata de
hallar algo de poesía en el alma de la gente que va conociendo. Con frecuencia,
mientras bebe una cerveza, una afición que también se ha hecho marca de la
casa.
Reverte,
como siempre, no tiene ningún pudor en meter las narices en todas partes y
luego pedir perdón. Pero el cuadro ya está dibujado. Y lo que destaca, por
ejemplo, de la Cashbah de Argel, es que se trata de un lugar de
contradicciones. Y por tanto uno de los lugares favoritos para que Reverte
rompa suelas. Mientras dicta entre páginas algún dato histórico, o el mismísimo
cautiverio de Cervantes, Reverte no cesa en volver a Camus, al Camus que
apreciaba a los hombres libres, aunque fueran hombres desterrados. De ahí sus
constantes reflexiones y acuerdos con el autor de El extranjero en temas que atañen a la justicia, a la igualdad, a
la libertad, al mal, a la literatura o a la violencia. Y reclamar que ser un
hombre libre es rechazar a la vez ejercer el terror y padecerlo.
Fuente: La línea del horizonte
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