El fin del “Homo Sovieticus”
Svletala
Alexiévich
Traducción
de Jorge Ferrer
Acantilado
Barcelona,
2016
643
páginas
“Así
fue el socialismo y esa es la vida que tuvimos”. Y luego resistimos una
descarga eléctrica de muchas horas de lectura, una droga que nos imposibilita
separarnos de esta obra maestra de la crónica, del reportaje, del periodismo,
de la narrativa, del ensayo, de la historia, de la literatura, del reflejo de
la vida. “No solíamos hablar de ella antes. Pero ahora que el mundo ha mutado
incontrovertiblemente, aquellas vidas nuestras interesaar a todos, no importa
cómo fueran, eran las vidas que nos tocó vivir”. Duras, en ocasiones
siniestras, siempre puro realismo social y puro realismo emocional. Vidas
arañadas por la guerra o por conflictos tan graves como la guerra: la miseria,
la violencia, el hambre, el látigo, el frío extremo, el desgarro de la marginación
o de la separación de los seres queridos, que es otra forma de perder la vida.
Porque solo existe una forma de morir, pero son innumerables las maneras en que
uno puede perder la vida, y todas ellas supone brutalidad. Porque no hay nada
más brutal que vivir contra las aristas y las púas de una existencia
aferrándose a la mera necesidad animal de seguir respirando. “Siempre ha
atraído ese espacio minúsculo, el espacio que ocupa un solo ser humano, uno
solo… Porque en verdad, es ahí donde ocurre todo”. Sí, Svletana, la vida de un
hombre es la de toda la humanidad, la que pisa hoy la tierra, la que la pisó
ayer, la que la pisará mañana.
Esta
obra maestra recorre todas las generaciones del siglo XX y parte del XXI en
países de la antigua unión soviética. Desde la Primera Guerra Mundial a la
xenofobia moscovita. Porque, como en todas las crisis, la culpa se le atribuye
a los refugiados, a los inmigrantes desahuciados, a los que arañan cualquier
puerta mientras desfallecen, para pedir un jornal de hambre a cambio de limpiar
letrinas. En ningún momento, ni con el controvertido estalinismo, ni con el
auge del falso imperio de la Unión Soviética representado en unas bodegas
repletas de misiles nucleares, el “Homo Sovieticus” ha sido libre. No existe
libertad mientras exista la falta de las necesidades básicas para una sola
persona, la falta de comida, de un lecho, de abrigo; y también de cariño y de
aire libre. Y mientras exista el miedo. “La libertad es no haber conocido jamás
las palizas, aunque no viviremos lo suficiente para ver a una generación de
rusos que no las conozca, porque los rusos no comprenden la libertad, necesitan
del cosaco y del látigo”. Y más adelante: “La libertad, en fin, es llevar una
vida en la que uno no tenga que preocuparse por la libertad”. Y en los países
que componían la Unión Soviética, a lo largo de estos cien años de historia,
Por uno u otro motivo, “cuanto más se hablaba de libertad, cuanto más escribíamos
la palabra, más rápido desaparecían de los escaparates de los comercios el queso
y la carne, la sal y el azúcar”.
Esa
última expresión ya no es de la autora. Ya es parte de uno de los testimonios.
Al igual que en las obras que hemos visto publicadas anteriormente, sobre
Chernóbil, sobre las heridas de la guerra en los veteranos o en las mujeres,
Alexiévich desaparece como interlocutora. Pero está siempre presente, con una
objetividad que deja sobre el tapete todas las dudas. Su estrategia es muy
sencilla: “Usted no aparta los ojos como hacer todos”, le comenta una de sus
entrevistadas. Ni aparta los ojos ni guía sus discursos con preguntas. En
cierto modo, les ofrece un momento de terapia del que salimos con más dudas que
certezas. Tal vez el comunismo no fuera un mal cimiento político, pero su
versión soviética sin duda dio más dolor que beneplácito. Mucho más. Porque
Alexiévich no le vuelve la cara al dolor, por muy extremo que este sea. Y para
ello no le importa charlar en la cocina, como es costumbre entre los
soviéticos. Desde allí conocían el mundo y en buena medida no les resultaba tan
trágico, hasta que pudieron poner en marcha otra de las herramientas básicas de
la libertad, que es la imaginación. Llega un momento en que cada uno se plantea
la cuestión de “¿qué sucedería si…?”. Y entonces no solo narran sus biografías,
sino que en esa narración va todo el socialismo emocional, el realismo social,
la distopía que no ha dejado de ser este territorio. No ha existido, al
parecer, ninguna época que no fuera miserable, tanto para los que perdieron las
batallas como para los que creen que las ganaron. Porque siempre está presente
el hambre y el injusto reparto de la riqueza. La injusticia que se graba hombre
a hombre en la memoria colectiva, hija de la guerra, capaz de aniquilar lo que
de humano abrigaba mucha gente. Capaz de arrojar al vecino contra el vecino. Y
mientras tanto, iluminados políticos se han paseado como figurantes por las
pasarelas de los periódicos. Unos con regímenes de terror, otros como estrellas
del cambio. Pero ellos son un efecto colateral y una maldición.
Alexiévich
vuelve una y otra vez a las delaciones, a las torturas, a la gente que se
cuestiona si existe algo sagrado, a quienes no creen en la patria y a quienes
les inculcaron que sin patria, sin patria geográfica, no existe valor moral que
valga. No importa la edad de la gente a la que va a buscar, dado que siempre se
trata de gente que ha vivido. Porque vivir depende de la intensidad de
sentimientos, aunque estos arrasen los veintiún gramos y conviertan en ceniza
el aire dentro de los pulmones. De tal manera, que a lo que nos enfrentamos al
animal que existe dentro de cada hombre. Un animal desatado en unas extrañas
verborreas, producto de la casualidad de poder expresar lo que callaron. Y
saber que su testimonio podría ayudar a alguien. La literatura de Alexiévich es
la literatura de la empatía: lloramos, sufrimos, pasamos hambre con ellos, y
con ellos sentimos que es momento de rebelarnos. Pero también que nuestras
fuerzas, la energía de cada uno, puede no ser suficiente, puede estar
apagándose. No siempre tenemos el arrojo suficiente para seguir adelante.
Alexiévich consigue que cuando recibamos la noticia de la muerte de uno de sus
entrevistados, nosotros también fallezcamos un poco con él.
Fuente: Culturamas
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