El turista desnudo
Lawrence
Osborne
Traducción
de Magdalena Palmer
Gatopardo
Madrid,
2017
275
páginas
En
el último libro de Paul Theroux, El último tren a la zona verde, se
dedican cuarenta páginas, las últimas, a una especie de epifanía: la
transformación, la revelación del viajero que de repente entiende que ya ha
viajado. Lo complicado, sobre todo en el caso de Theroux, es comprender eso por
encima del condicionamiento. Al fin y al cabo, sus viajes y sus libros de
viajes han sido su vida, su pasión, su alegría. Durante esas páginas, da cuenta
de una rendición, y a los setenta y cinco años se repite a sí mismo que tiene
que haber otras vidas, otras pasiones, otras alegrías. Tal vez sean las páginas
más interesantes de la obra de Theroux. Pero en ese sentido, un escritor como Gabi Martínez, que también comenzó
liándose la manta a la cabeza para emprender viajes y convertirlos en
literatura, ya se había adelantado: Voy
es una obra algo vanguardista que versa sobre esa epifanía. Theroux decide no
amarrarse más al deseo de no envejecer. Gabi Martínez nos explica que después
de sumar muchos miles de kilómetros, viajar es una repetición y cambia de
proyecto literario. En este libro extraordinario, El turista desnudo, Lawrence
Osborne parte de viaje tras sufrir o iluminarse o lo que sea que le sucede,
tras ese cambio: “El mundo entero es una instalación turística y el
desagradable sabor a simulacro se eterniza en la boca”. Sí, viajar es siempre,
a su juicio, una forma más o menos sofisticada de turismo. Porque ya no queda
nada exótico.
Es
cierto que, al margen de los polos y las grandes alturas, donde apenas viven
bacterias en estado catatónico, el resto del planeta ha sido cartografiado por
los viajeros y luego por los turistas. Ya solo quedan los turistas: “Queremos
una experiencia nueva…, pero también queremos que esté mercantilizada, que
pueda comprarse con dinero…”. Y así llega a la misma conclusión que los otros
escritores: “en la vida del pacífico cronista de viajes (…) se produce un punto
de inflexión, cuando el mundo que se ha pateado durante media vida empieza a
parecerle irreconocible. Quiere marcharse, pero no sabe a dónde”. Ese punto de inflexión equivale a lo que los religiosos
llaman epifanía. Pues bien, al contrario que Theroux, Osborne coloca esa
premisa en el prólogo. Y armado con ella se
lanza a un viaje que sigue el trazado de los primeros Grand Tours ideados por los británicos: Dubai, Calculta, Islas
Andamán, Bangkok, Bali y Papúa Nueva Guinea.
Papúa
Nueva Guinea es el único rincón donde él considera que sigue existiendo algo de
exotismo. Y será lo exótico lo que
distinga al viajero del turista. De aquí surge un maravilloso libro de
viajes, que contiene todos los prejuicios de la mejor anglofilia, incluida la
intromisión antropológica. Pues los antropólogos fueron, en conclusión de
Osborne, los últimos viajeros. Margaret
Mead o Claude Levi-Strauss no
cesan de aparecer mentados en el libro. Los antropólogos, como él, pretenden viajar al mundo perdido a la par
que viajar al pasado, algo que, explica Osborne, se reconoce por el sabor a
sordidez que uno siente. Osborne parte de una clásica estructura de relato de
viajes: la cronológica. Pasa por un Dubai absurdo, grotesco, cómico, un
derroche de estupidez. De Calcuta apenas puede sentir otra cosa que no sea el
caos, que desdibuja hasta los edificios coloniales. En las islas Andamán no
consigue entenderse con nadie, las conversaciones flotan como si cada palabra
contuviera un concepto diferente entre los interlocutores. En Bangkok busca el
turismo sexual, pero no el clásico, ese que se asemeja a la prostitución, sino
el filón de una nueva forma de turismo que se está explotando allí, como es el
cambio de sexo a bajo coste; sorprende, por ejemplo, que sean iraníes quienes
más lo practican: hombres que se operan para ser mujer. Bangkok, lo reconoce,
es hortera, pero también es una ciudad con más posibilidades de ser libre que
las que se les supone a las europeas. De Bali refleja la Disneylandia hindú y,
finalmente, se instala en Papúa Nueva Guinea, junto con tres acompañantes, para
encontrar, por fin, la sorpresa, paisajes
que no formaban parte de su mentalidad.
La
mentalidad de Osborne, todo hay que decirlo, es muy británica. Los británicos
fueron quienes conquistaron Egipto para el turismo y quienes inventaron el
ecoturismo, por ejemplo, o al menos eso asegura. Por otra parte, lo confiesa en
más de una ocasión, es un gran
hedonista, amante de los placeres que se hallan en las ciudades. “Puta
naturaleza”, llega a exclamar cuando las olas del mar no le dejan dormir. Esa
mentalidad es romántica, reaccionaria (en el sentido de que piensa que las
cosas estaban mejor antes que ahora) y un tanto rebelde. Así es como se siente:
como si siempre llegara tarde a lo que
debería haber llegado. Excepto en las últimas páginas, donde relata a forma
de dietario su estancia entre la etnia escogida en Nueva Guinea, los Kombai, de la que deduce que el estudio
de campo de los antropólogos es un fastidio. No podía ser otra la conclusión
del hedonista. Pero antes y durante esa etapa, con cierta semejanza a El antropólogo inocente, nos ha dejado
un puñado de uno de los mejores libros de viajes que se han publicado en la
última década.
Fuente: La línea del horizonte
No hay comentarios:
Publicar un comentario