En solitario
James Salter
Traducción de Concha Cardeñoso
El Aleph
Barcelona, 2005
220 páginas
16 euros
A mediados de los años setenta, y por encargo de
Robert Redford, James Salter escribió un guión cinematográfico basado en la
vida de Gary Hemmings, un escalador de gloria tan merecida como efímera. Se
trataba de un joven beat-nik, un
bohemio de las alturas que improvisó un rescate inverosímil en una de las
grandes paredes del valle de Chamonix, en invierno y accediendo en un tiempo
récord a los moribundos, secuestrados por la montaña, escarpando la vertiente
más difícil. Unos años más tarde, Hemmings desaparecería en las profundidades
del tiempo y el espacio, en los huecos del mundo de los que había venido. La
película proyectada por Redford nunca llegó a realizarse, y Salter aprovechó el
material para escribir esta novela, una narración en la que la montaña es
metáfora de la vida que uno quiere elegir, frente a la que se le impone, y que,
además, contiene un valor didáctico al introducir al lego en el lenguaje, la
técnica y el mundo del alpinismo. Porque Salter escribe para que le leamos.
El mensaje, arriba expresado, surge directamente de
la secuencia pendular y no acumulativa que es la estructura de la novela; los
episodios se suceden en rigor cronológico, alternando los lances heroicos en la
montaña, en los que el protagonista supera cada vez metas más difíciles, con
hechos o batallas cotidianas, la mayoría relacionadas con el rastro de mujeres
que ha ido dejando en su vida. Rand, nombre que aquí toma Gary Hemmings, se
lanza a vivir entre las montañas, ocupando una tienda y manteniéndose a dieta
de paquetes de galletas durante el invierno, escalando en verano la cara norte
del Dru, conociendo a una chica, escalando el Eiger, volviendo al amor y al
peligro de ser padre, encarando las paredes en solitario y participando en el
rescate, y pisando tierra urbana. Finalmente, un fracaso en la ascensión al
espolón Walker, encontrándose fuera de forma, unido a la noticia del accidente
de su mejor amigo, le empuja a dar por terminada su vida alpina y regresar a un
hogar que nunca estuvo en el núcleo de la vida que eligió, la del vividor
vehemente. El episodio final, tras su naufragio conviviendo con los ritmos de
la ciudad y de la gloria, plantea cuál es la verdadera lucha.
Salter escribe sin apenas complicarse la vida, como
quien está haciendo cualquier otra cosa, excepto en momentos claves como la
descripción épica del Dru: “oscuro, con líneas negras que caían como lágrimas,
un templo babilonio derrumbado por los siglos, las columnas y pasadizos
desgajados, los enormes fragmentos cayendo desde miles de pies de altura hasta
estrellarse en las lajas de la base...”. Este es el ambiente donde Rand
encuentra su equilibrio interior, un ambiente tan especial que incita a la
amistad a desarrollarse en apenas minutos, como ocurre durante la primera
escalada que lleva a cabo con un tipo al que le enseña cómo detener la caída
sobre una pendiente de nieve, y que éste no ejecuta cuando llega el accidente
pese a las indicaciones de Rand:
“-¿No me oías? –gritó Rand, acercándose presuroso.
“-Te oía, claro –dijo, levantando la mirada-. Te
oía. Me dije, es mi amigo.
“-¿Qué?
“-Mi muy querido amigo –dijo Love.”
Puede que esta enseñanza sea lo mejor de esta
novela, la consideración de que “algo semejante a la amistad surgió entre ellos
en medio del verdor del bosque, la tierra fragante de lluvia y el aire puro y
sereno.”
Fuente: Culturas/Tribuna
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