miércoles, 31 de enero de 2018

LA CORONACIÓN DEL EVEREST

La coronación del Everest
Jan Morris
Traducción de Esther Cruz
Gallo Nero
Madrid, 2015
257 páginas



Por mucho que uno se ponga una corona regia, una medalla de un premio Nobel o de un récord alpinístico, somos casi idénticos a la mosca del vinagre. A esa conclusión llegaron los científicos que descifraron el genoma. Aunque a la hora de la verdad, nuestros actos no son iguales a los de las moscas, ni siquiera son iguales entre sí. No es lo mismo una proeza en sepia protagonizada por pasión al alcanzar la cumbre de una montaña, que una victoria contra un gigante en el valle de Elah, porque el tramposo de David poseía un arma capaz de matar a más larga distancia que la musculatura de Goliat. En la épica del alpinismo, esas aventuras que ya solo podemos añorar en los tonos apagados de la melancolía, no había rivales a los que asesinar. Pero sí motivos para trepar a lo más alto.
Jan Morris (1926), todavía James Morris cuando escribió este texto, antes de su cambio de sexo, los describe en La coronación del Everest, que es, tal vez, el mejor relato de una gran expedición que se haya escrito nunca. Al menos el mejor en lo que se refiere a experiencia literaria. Morris mide perfectamente los pasos que debe dar en su narración, cuándo debe posponer el desenlace, cuándo debe mantenerse al margen como observadora, cuándo debe comparar esa experiencia con la que había vivido en sus años urbanos, cuándo debe incidir en la personalidad de cada miembro de la expedición que en 1953 ascendió, por primera vez al monte Everest. Todo con un estilo limpio, pero atractivo, sin renunciar a la metáfora o a la comparación para enriquecer el texto. Morris fue un literato que acompañó a la expedición, un periodista sin apenas experiencia en montaña, lo cual no le impidió trepar hasta el Campo III, incluso un poco más arriba, y hacerse a la idea de lo que supone la vida del montañero. Da fe de corresponsal, pero también de los sonidos, las visiones, los esfuerzos y la potencia necesaria, producto de la pasión.
¿Por qué ascender al Everest? ¿Porque está ahí? Morris sugiere que si esa respuesta de Mallory tuvo lugar fue para evitar que nadie volviera a preguntarle. A fin de cuentas, el monte estaría ahí a la semana siguiente. Pero acalla a los inoportunos asistentes a las ruedas de prensa sin dejar atrás un poco de misticismo. Hillary, la segunda persona por la que Morris demuestra más admiración, tras el sherpa Tenzing, dijo que escalaba por diversión. Un motivo inobjetable, honrado y simple. Aunque uno puede preguntarse qué es la diversión.
Para Morris parece ser la carrera por evitar que otro corresponsal transmita la noticia del éxito de la expedición antes que él. Ese motivo da empuje a la narración, junto con la épica perdida y la conciencia de estar participando de una epopeya que no volverá a repetirse.
Mención especial para los amantes de la montaña merece el párrafo en el que Morris reflexiona sobre las razones de los montañeros: “Creo que su razón para escalar es parte orgullo, porque no se atreven a admitir debilidad; parte ambición, porque la cálida caricia de la gloria envuelve a todo escalador exitoso, aunque únicamente llegue a alcanzar una cima menor y poco reputada, solo y sin honores; parte esteticismo, porque su deporte los lleva a sitios preciosos; parte misticismo, porque se regodean sensualmente en un desafío espiritual; y parte masoquismo, porque en realidad disfrutan de las incomodidades que atraviesan (…). Entre estas razones, era la última la que me parecía más convincente conforme luchábamos por subir la montaña”.

Y nosotros con ellos. Porque Jan Morris consigue que el lector sea partícipe de la aventura, porque Jan Morris sabe lo que es la épica, pero también sabe lo que es la literatura en pleno estado de ebullición.

Fuente: La línea del horizonte

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