El valle feliz
Annemarie
Schwazenbach
Traducción
de Juan Cuartero Otal
La
línea del horizonte
Madrid,
2016
173
páginas
“La
luz ya está recorriendo el cielo, inmensamente alto, sin estrellas, sin
campanas, sin incienso”. Ese es el recorrido de la literatura del ángel
desolado, que es como Thomas Mann calificó a Annemarie Schwazenbach (Zurich,
1908 – Sils, Engandina, 1942). Ahí está presentes los tres sentidos sobre los
que se construye casi toda la literatura: la vista con un cielo negro, el oído
con su silencio, y el olfato que no percibe ninguna fragancia. Y ese será el
tono que desplegará, como banderas al viento de la nostalgia, en esta obra, El valle feliz, donde la felicidad se
identifica con la tristeza, con una despedida que se demora, que nunca termina
de producirse: “¿O es que quieres contar tu dolor para conmover el corazón de
la gente y conseguir una sentencia benévola?”, se interpela a sí misma hacia el
final del libro, cuando no sabe cómo ponerle fin, porque el libro sucede en el
tiempo de la memoria, y ese, bien lo sabemos, es una sucesión permanente de
sensaciones. Como las que percibimos por la vista, por el oído y por el olfato.
Aunque si uno tuviera que elegir, diría que Schwazenbach es en primer lugar
auditiva. Pero detrás de la sensación vendrá la emoción, que se gesta como si
brotara la lluvia en sus entrañas, para luego, por fin, remitirnos a la imagen.
Al fin y al cabo, Schwazenbach recorre el mismo camino que los sueños: primero
atraviesa nuestro cuerpo el sentimiento, y luego lo asociamos a una imagen
onírica. De ahí que las enunciaciones de los sentidos, que no cesan, sean
siempre presentimientos, premoniciones. Al igual que las evocaciones, traen
aquí, al presente que es la escritura, lo lejano. Escribir es para ella una
tortura y un alivio. Ambos se hacen presentes en nuestras vidas de múltiples
maneras, así pues, debemos afrontarlos: “Unos debería elegir sus enemigos igual
que sus objetivos: de acuerdo con las fuerzas de que dispone”, reflexiona.
Con
el objetivo de facilitar los azotes de la memoria, pues El valle feliz no es el cuaderno de campo de su visita a Persia, a
lugares de la actual Siria, sino un libro íntimo a partir de aquel viaje,
Schwazenbach crea una segunda voz que aparecerá a mitad del libro. Es una voz
que tiene algo de profeta, pues alude al amor perdido sobre una tierra en la
que vertió sus sentidos, sus razones, sus creencias, sus ilusiones. Una tierra
que se caracteriza por la paradoja inhumana de ser un lugar arqueológico, un
oficio que ella desarrolla allí, sobre antiguos asentamientos, pero sobre la
que viven pueblos en constante emigración. Así pues, de alguna manera Schwazenbach
se refugia abrazando la nostalgia y un espíritu anárquico. Es una persona que
rechaza lo que representa la ley y el orden. Una persona cuyo consuelo es la
belleza. Y cuya maldición es el arrepentimiento. Vierte lágrimas en el desierto
mientras pasa sed.
Existe
algo de lirismo autocompasivo, sí. Posiblemente merecido y verdaderamente bien
justificado, que impone el tono del texto. En ocasiones, cuando acude a lo más
cotidiano de su experiencia, nos hace recordar obras como Los alimentos terrestres, de André Gide. Pero ese tono obedece a la
tristeza que supone la búsqueda de su identidad, cuestionarse por qué fue más
feliz allí que en ningún otro lugar que hubiera pisado. Y ella sabe que nadie
puede bañarse dos veces en el mismo río, que por mucho que regrese, no
recuperará ese sentimiento de plenitud.
De
esta manera, a Schwazenbach le queda su prosa poética para seguir luchando
contra su aliento. Lamenta la soledad en el desierto, que es precisamente el
escenario simbólico de la soledad. Pero sabe que es allí donde debe someterse a
un acto de bautismo, a una ceremonia en la que renazca. Aunque ignora cómo
ejecutar dicha ceremonia. De hecho, lamenta esa difusa frontera entre la
religión y la espiritualidad. No quiere encerrarse en la primera, pero ansía
que cada célula de su cuerpo sea algo más que pura biología. Schwazenbach
escribió un libro de viaje diferente, pues por encima de todo, está el alma.
Hablar de otra cosa, es volver la espalda al universo.
Fuente: Revista de letras
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