Huellas
Tras los pasos de los
románticos
Richard
Holmes
Traducción
de Guillem Usandizaga
Turner
Madrid,
2016
346
páginas
Es
hora de sacar a los santos de las hornacinas y comenzar a venerar al padre, a
la hija y al espíritu humano. Las vidas de los grandes artistas, de los poetas,
de los escritores no son, en último término, tan extraordinarias en comparación
con las de los demás, con las nuestras. Esa idea está presente en toda la obra
de Richard Holmes (Londres, 1945), alguien que eligió la biografía como género
literario, pero capaz de mantenernos en vilo durante la lectura de la vida de
los otros por su sinceridad literaria. Las construcciones de sus obras no
tienen nada que envidiar a la estructura de la novela negra, su prosa está a la
altura del mejor Stevenson, y las reglas para segmentar y dosificar el interés
vital podría firmarlas Tolstoi. Porque, al fin y al cabo, es consciente de su
cometido: conocer los detalles con cierto alcance hace de cualquier vida un
relato extraordinario, lleno de dramatismo, tensión y vueltas de tuerca
inesperadas. El sufrimiento y el heroísmo no es potestad de los famosos. Lo
único que precisa cualquier persona, es saber expresar el triunfo, la
desesperación y todas las etapas que caben entre ambos. La desventaja de quien
se ha merecido una biografía escrita es que ya carecerá de intimidad. Podremos
entenderle, pero le habremos invadido, aunque en la invasión tengamos que
utilizar la artillería de la imaginación.
Este
Huellas, que es un libro delicioso,
es un ensayo sobre cómo construir una biografía, al tiempo que reproduce trozos
de biografía de cuatro personas. En concreto, cuatro trozos en los que se
embarcan en un viaje. Un Holmes que ya ha vivido sus sueños de biógrafo nos
narra cómo perseguía, a su vez, los sueños de los biografiados, manteniendo
siempre la sana melancolía de quien no sabe si podrá volver a disfrutar de
aquellos momentos. Su prioridad es mantener el interés, aunque sea a costa de
la cronología y la digresión. Así pues, Homes elige como centro de interés de
cada uno de los tres capítulos la educación sentimental. Una biografía es un
sentimiento, acompañado por su séquito de sentimientos monaguillos. Para ello,
nos relata sus propias experiencias intentando reproducir los viajes, o llegar
a los lugares donde llegaron Stevenson con su burra paseando por Francia, el
París que vio e hizo crecer a Mary Wollstonecraft, la costa italiana donde
Shelley no consiguió apartar el sol de la tristeza, o los paseos del maniático
y genial Gerard de Nerval por los alrededores de París, en lugar de elegir sus
viajes a Oriente que, de todas formas, siempre están ahí, definiendo un
carácter. Holmes va, ve, oye y se hace a la idea, en condiciones, de lo que
vieron y oyeron ellos. O lamenta no conseguir alcanzar esa cima. Con lo cual,
está cuestionándose la labor del biógrafo, su objetividad imposible y la
inevitable masa que utiliza para rellenar los huecos con lo humano, pues lo
divino de los personajes ya está en las enciclopedias. Holmes no lee biografías
para documentarse: acude a la fuente original. De manera que aquí, aunque
aparezcan los cuatro autores con toda su potencia, desarrolla la construcción
de lo que narra al tiempo que va narrando.
En
el viaje de Stevenson se impone el tono amable. Las ensoñaciones de Stevenson y
de Holmes se funden con reflexiones sobre la identidad y la moral, que terminan
por ser una misma cosa. Como no podía ser de otra manera, se centra en la
alegría de vivir, en la atracción por los principios ascéticos, en la
ingenuidad y en la magia de la noche y el aire libre.
El
capítulo dedicado a la activista Wollstonecraft surge del puente que existe
entre sus ideales y los de los jóvenes de mayo del 68. París es también una
pesadilla, no solo la ciudad del amor. Durante su estancia en la capital
francesa, Wollstonecraft coincide con una etapa en la que la imaginación se
enfrenta a la industrialización. Los asuntos políticos ya son públicos y por
tanto Wollstonecraft debe definirlos como corresponsal. Al tratarse de alguien
sincero, no puede dejar de tomar partido. El resto, ya lo conocemos.
Aunque
nos resulta más familiar la Italia de un Shelley que parece andar persiguiendo
el fracaso para poder presumir de él. Shelley viaja al Mediterráneo en plena
crisis, para así sentir que hace algo por cuidarse, que interviene en su propia
vida. Durante este capítulo, Holmes se propone resolver si aquéllos fueron años
de felicidad para el poeta inglés. Pero no llega a ninguna conclusión.
Desconoce si las relaciones con la gente crearon auténticos vínculos de amor o
se quedaron en el platonismo. La poesía de entonces de Shelley tampoco ayuda a
definir: las palabras son simbólicas, pero polisémicas. Damos por supuesto que
Shelley se atiene a lo sublime y a lo clásico, por lo que Holmes lee su obra en
las Termas de Caracalla. Hasta que todo termina sin acabar emocionalmente,
debido a la enfermedad de Mary Shelley.
El
dibujo que hace de Nerval es chocante: dado que está al borde de la locura, o
tal vez con los dos pies ya dentro de ella, el extravagante escritor que
pretendía epatar siempre es una gota de agua en una ciudad en transformación.
Será en los viajes a Oriente donde creamos reconocerle mejor. Pero en París,
pretendiendo destacar, lo que consigue es integrarse. Todo el mundo quería
epatar entonces. Así pues, Holmes propone un viaje al interior de su mente y de
su memoria. A la lucha por mantener la cordura y a los arrebatos de cólera. Y
encuentra pasajes reveladores. Pero, ¿son exactos? Al final, a imitación de
Nerval, a Holmes no le queda más remedio que dialogar consigo mismo. Y así, en
buena medida, es como se construye este libro, uno de los de más grata lectura
que se han publicado en mucho tiempo.
Fuente: Culturamas
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