El paisaje habitado
Carlos
Muñoz Gutiérrez
La
línea del horizonte
Madrid,
2015
88
páginas
“Todo
paisaje contiene una amenaza externa a él, insalvable, incombatible, que nos
exige una acción constante, un esfuerzo permanente, un trabajo sin fin y sin
descanso”, afirma Carlos Muñoz Gutiérrez
(Madrid, 1963) en la introducción a esta recopilación de ensayos sobre el
paisaje y los paisajes. La afirmación contiene la principal declaración de
intenciones del autor: partir de la idea de que el paisaje es paisaje cuando el
hombre le concede ese grado o esa virtud. La polémica está servida desde la
primera acotación. Muñoz Gutiérrez se expresa con más rotundidad que duda, afirma
las consecuencias de sus reflexiones. Y estas son de carácter antropocéntrico.
Como ejemplo más claro está la inclusión del cementerio en el índice de
paisajes, cuya principal características es que significa contingencia de vida,
conciencia de la muerte como sólo se agarra a la nuca del ser humano. O los
jardines y parques, que son antipaisaje, que ejemplifican estados de ánimo. O
la del infierno, que es un paisaje fruto de la fantasía de los hombres. Y
también la frecuencia con que recurre a estudios científicos quien posee un
grado de erudición superior al de la mayoría de sus probables lectores. Muñoz
Gutiérrez se expresa con densidad, como si condensara el pensamiento.
“El
hombre habita el mundo construyendo, representando o imaginando paisajes”. Se da,
por tanto, la figuración de que el paisaje es narrativo, pues genera emociones,
y puede transmitirse entre personas como antes se enviaban tarjetas postales.
“Quizá, la tentación humana de representar paisajes nazca del inconsciente
convencimiento de que la batalla que hemos emprendido contra el devenir del
mundo está perdida”. Se da por supuesto que nuestra existencia es una batalla y
el mundo el enemigo. De ahí que, al contrario de lo que resultaría más fácil de
suponer, el paisaje contenga tiempo para Muñoz Gutiérrez, en tanto que el
territorio no. Algo con lo que no estaría muy de acuerdo un corredor de
maratones de montaña.
Aunque
es con la ciudad con quien comienza sus ensayos. Con el lugar que “a lo sumo”
es el paisaje que habitamos. Una afirmación que reduce bastante el contenido
urbano, que sabe contrarrestar cuando afirma que también se trata de una
comunidad de lenguaje en el que se comparte un sentido de justicia. Su
inspiración a la hora de tratar la ciudad es la deconstrucción de la misma, dado
que apoya humanizarla. Sobre el desierto destaca la figura del nómada, que es
quien da sentido al escenario simbólico de la nada. Se trata del espacio de lo
absoluto, que es tanto como decir de la religión, un lugar cuya topología se
basa en acontecimientos. El estudio sobre el bosque presenta una de las
paradojas que jalonan este libro: tras preguntarse por qué los árboles no van
más allá de su linde, la explicación la encuentra en las ciencias que estudian
el subsuelo, es decir, donde no hay paisaje posible. En cualquier caso, es por
excelencia el lugar donde topamos con más vida, no solo la que protagoniza la
acción de los habitantes reales del bosque, sino también la de los seres
imaginarios en los que necesitamos creer: las hadas, los duendes. La cueva, por
su parte, nos retrotrae a lo salvaje de nuestros padres, al lugar donde
encontraron protección y desde el que partieron a la conquista de la
naturaleza. Pero al mismo tiempo es un lugar terrorífico. Del río destaca que
es, junto con el hombre, el principal transformador del paisaje, “la fuerza
transformadora de la quietud”. El escenario mítico viene representado por la
isla desierta, un lugar donde será posible renacer; su carácter mítico destaca
por representar la idea de una soledad cósmica, pura, sanadora: el refugio del
náufrago que podemos ser en cualquier instante. Sorprende la aparición de los
animales como paisaje, aunque es cierto que la mera aparición de un animal en
movimiento transforma un lugar en algo más que una estampa. Muñoz Gutiérrez
sostiene, además, que estamos en la obligación de hablar por ellos. Y es que es
la vida que se mueve la que da sentido a un paisaje, aunque el movimiento sea
el de la mirada, porque, al fin y al cabo, entender la presencia del trozo de
mundo como paisaje, como centro de contemplación o de acción y no como hábitat,
es algo propio del hombre. Lo cual da sentido al denso antropocentrismo de
estos ensayos.
Fuente: Culturamas
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