jueves, 11 de enero de 2018

EL COLOSO DE MARUSI

El coloso de Marusi
Henry Miller
Traducción de Carlos Manzano
Edhasa
Barcelona, 2014
252 páginas

La semilla de la poesía

Cuando después de los años uno vuelve al lugar en el que nació el sentido primero de la palabra poética, se encuentra allí a unos seres herrumbrosos, con las mismas sandalias y sin fuerzas suficientes para levantar otro vuelo. Los jóvenes de cabellos ensortijados que escuchaban a Sócrates, hoy son mendigos, picaros, vividores sin escusa y generosos en la pobreza. Ese lugar iniciático al que voló hace años, está ya desaparecido. Así y todo, embriagado por la memoria, la ruina y la decrepitud se imponen en el sueño, porque sobre los seres varados sigue rigiendo un cielo azul permanente, que se impone en los sentidos para arrasar cualquier emoción que no sea la de la felicidad sin germen ni visos de destrucción. Cuando uno viaja si quiere ver algo, lo va a ver, aunque sea la dicha en medio del mundo que agoniza que conoció dos décadas antes o que creyó conocer al idealizar la historia que le contaron. Al fin y al cabo no estamos hechos únicamente de átomos; también las historias nos componen.
Lo más llamativo de este Henry Miller (1891 – 1980) que viaja a Grecia, es que negándose a cualquier otro reflejo, se empeña en que debe de permanecer viva la sinceridad. Empeñado en demostrar que la ingenuidad del pueblo griego es pureza, la única pureza que puede equipararse a libertad, Miller viaja hasta Grecia porque allí, se obliga a creer, debe seguir existiendo la poesía. Grecia es para él algo más que un país. Grecia es una metáfora de lo que fue Grecia. Invitado por Lawrence Durrell en un tiempo de preguerra, todo lo que le saldrá al paso será cautivador, hasta llegar a embriagarse de Grecia, del pueblo griego. Miller se deja llevar por las sensaciones y las emociones, sin que en ningún momento el libro atraviese por una reflexión posterior que recomponga un sentimiento que no sea la nobleza de lo conocido a lo largo del viaje. Miller escribe con las tripas: por instantes se propone edificar una razón espiritual, pero cae en la vehemencia de denunciar la sociedad que hemos creado, artificial, ingrata, tramposa. Una sociedad de la que reniega, la que le construyó en sus años anteriores en Estados Unidos, en Francia, en Inglaterra. Sin alejarse de los arquetipos, Miller, que se desplaza siempre con un Cicerone, escribe un texto hiperbólico, solipsista y bipolar. Consciente de su papel como intelectual, lucha por expresar su hedonismo, sus sensaciones directas, rehuyendo de sesudas reflexiones, sin importarle caer en la esquizofrenia.

Esa Grecia que visita es nueva para él, pero ya es antigua para la humanidad. En Grecia nació nuestra civilización, y esto que ahora sufrimos no puede considerarse ya civilizado. Hasta el punto que el analfabetismo o el anclaje que ata a una familia a una tierra donde se cultivan las aceitunas negras, son la mayor expresión de humanidad que uno puede hallar. Grecia, en ese sentido, es la dicha. Pero este libro no puede separarse de otra de sus obras, Big Sur, donde Miller vive una experiencia semejante sin salir de su país. En Big Sur Miller viaja a las regiones pobres de los Estados Unidos y se da de bruces con la pobreza del trabajador, con la libertad del hombre que comparte su terrón de pan con el viajero. Al igual que en Grecia: “cuanto más humilde es el empleo de un griego, más interesante me parece este”. Miller ve lo que quiere ver. La suerte que tenemos quienes le leamos es que eso que quiere ver sigue teniendo validez, sigue siendo la intención de convertirse en la voz de la poesía y de los pobres, de la belleza y de la denuncia de la falsa borrachera de dicha que supone adquirir un nuevo frigorífico. La luz es sagrada para él. Como lo es el romanticismo de la pobreza y su dignidad y su ilusión. El problema es que al cabo del tiempo, esta postura en cierta medida es como la caridad: da carta de naturaleza a la desventura.

Fuente: Quimera

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