El azar y el destino
Viajes
por Latinoamérica
Cees
Nooteboom
Traducción
de Isabel-Clara Lorda Vidal
Siruela
Madrid,
2016
251
páginas
La
historia del azar
Durante
un encuentro en un programa de radio, en el que Bertrand Russell cotejaba sus
opiniones religiosas con un alto cargo de la iglesia protestante, el ministro
de Dios, cansado de las refutaciones, una a una, del filósofo a todos los
argumentos históricos que han probado la presencia de un creador, llegó un
momento en que echándose el peso de toda la fe a las espaldas, conminó a
Russell: “Entonces”, dijo, “¿usted cree que todo esto es obra del azar?”
El
azar. La suerte, el destino. La invitación a responsabilizar al filósofo más
popular, y sensible, del momento a verter al espacio la idea de que detrás de
tamaño invento no hay ningún plan. Que el Big Bang fue el choque fortuito de
dos electrones o algo por el estilo. Hay que ser valiente para pensar que las hermosísimas
imágenes que graba el telescopio Hubble y el amor entre adolescentes que se besan
apoyados en un coche es fruto de la casualidad, de la buena o mala fortuna.
Russell
respondió con holgura: “No veo por qué no”.
Esa
idea, la del azar como plan que da consistencia al universo, es probablemente
la más consistente. O los termiteros y las supernovas son obras del azar, así
como la muerte de un motorista y la bandada de estorninos que traza lacerías en
el crepúsculo, o no hay muchos otros dioses que valgan. Y el trazo del azar a
lo largo del tiempo, que también es obra de los hados sin nombre, es lo que
llamamos destino. Conocemos el destino de los protagonistas del pasado. Y sobre
esa certeza, Cees Nooteboom (La Haya, 1933) traza sus viajes por Latinoamérica
desde que el mundo era joven.
Siruela
recoge en un volumen esas cuantas tierna imprecisiones, como diría Borges, que
desde los años cincuenta ha ido escribiendo el gran escritor holandés,
enamorado, entre otras muchas cosas, de la lengua que en España conocemos como
castellano y en el extranjero como español, porque no siempre coincide, a pesar
de que nos entendamos con tanta facilidad. Eso siempre que consideremos que
entendernos es descifrar las frases de los otros.
Nooteboom,
inquieto desde la juventud, comenzó por embarcarse en un barco carguero para
viajar a Surinam, todavía colonia holandesa, enamorado de la melena de una
belleza tropical. Ya en los primeros textos, juveniles y con cierta falta de
aplomo, demasiado envarados para no perder la intención, se apunta a ese
escritor viajero que luego se iría desarrollando, hasta crear un estilo propio.
¿Qué caracteriza el estilo del eterno candidato al premio Nobel? En primer
lugar, como se comprueba en su evolución, una aproximación a la poesía en
prosa. Pero da la sensación de que pretende no caer en el terreno poético, en
un lirismo que roza la descripción, pero que inevitablemente existe, pues en su
conjunto lo que más refleja es lo que le entra por los sentidos. Sin embargo,
cierta contención coloca al lector en una distancia intermedia en la que cabe
todo el mundo. Esa distancia es, necesariamente, la del hombre solo. Apenas
cabe lugar para la interacción con otros viajeros, pero sí algo con la gente
del lugar. Sobre todo en su etapa más juvenil, en Surinam, en Bolivia, aunque
es casi nula en México e incluso durante la travesía en que dobla el Cabo de
Hornos.
La
soledad buscada hace de él un viajero un tanto desconsolado. Y, por otra parte,
nos da la impresión de que se trata del único viajero que en los años ochenta,
por ejemplo, se adentraba en los alrededores de Oaxaca o Puebla sin guía
turístico. El viajero solitario se detiene con ahínco en los detalles, en las
escenas que son lo contrario a la postal. Aquí y allá, en los momentos
precisos, Nooteboom demuestra brillantez en los símiles en que se apoya para detallar.
Por otra parte, a medida que crece como escritor, las pequeñas disquisiciones
históricas se incrustan en los descansos a los que se ve obligado, por crecer
también en edad, ya que su pretensión es la de ser un viajero en movimiento.
Esas disquisiciones toman como punto de partida, frecuentemente, la historia o
lo que conocemos como historia, eso que se refleja, sin ir más lejos, en los
murales de Rivera. Es en su paso por México donde más se justifica el título de
esta selección de textos: repetimos, para Nooteboom la historia es una de las
manifestaciones del azar. Y su fruto se conoce como destino. Si lo es para el
universo y para el individuo, también lo será para los países y las etnias. Aunque
en ciertos lugares, como Bolivia, esa historia que conduce al destino sea una
maldición. En su paso por este país, en la década de los sesenta, encuentra
siempre motivos para una revolución popular. Pero no sólo es ahí donde la prosa
casi poética de Nooteboom está al servicio de la denuncia y a favor de los
desfavorecidos. Esa inquietud es la que le hace plantearse las playas de Brasil
como una farsa en contraste con las favelas.
Nooteboom
introduce en el libro poesías escritas sobre la marcha en las que se reflejan
idénticas inquietudes a las que mantienen las crónicas en movimiento. Son
licencias, momentos de reposo, aliento necesario para el viajero fatigado de
tanto mirar la parte de atrás del mundo de las postales turísticas, donde está
escrito el azar de la historia de la gente.
Fuente: La línea del horizonte
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