martes, 23 de enero de 2018

ESCRITOS SOBRE LA CIUDAD

Escritos sobre la ciudad
(y alrededores)
Manuel Cruz
La Catarata
182 páginas

Corazón de hormigón

Si coincidimos en señalar el estilo de un escritor como el exceso de estilo, Manuel Cruz (Barcelona, 1951) no entraría dentro de los grandes prosistas o, para ser más exactos, de los prosistas exuberantes. Pero si el estilo es la claridad de ideas reflejado en la facilidad de expresión, ocuparía uno de los lugares privilegiados en el podio. Porque con frecuencia es más complicado ser un gran divulgador que un gran innovador formal. Porque esa distinción de la academia y del bachillerato, que separa forma y fondo, es algo irreal, dado que continente y contenido son lo mismo. Nadie ha sido capaz de reformar un poco una de las dos percepciones sin modificar otro tanto la otra. Esa es la gran virtud de Manuel Cruz como escritor: la claridad de ideas, es decir, ser un buen pensador, tener un estilo lúcido.
Escritos sobre la ciudad (y alrededores), su último volumen, recoge textos publicados en diversos periódicos y revistas en los que la figura de la ciudad deja de ser tal, para transformarse en el panorama completo, en el decorado y el corazón de los artículos. El libro se divide en dos bloques, el primer de ellos contiene las editoriales que Manuel Cruz redactó durante los años que dirigió la revista Barcelona METRÓPOLIS. La segunda parte reúne artículos variados, aunque siempre vinculados a la cosa pública.
Es el segundo bloque el más fácil de leer, el de mayor actualidad y el más heterogéneo. Al fin y al cabo, la expresión “cosa pública” la utiliza el propio Cruz para definirlo. Y pocos sustantivos hay más ambiguos y de más amplio espectro que cosa. Desfilarán por estas páginas las reflexiones sobre mayo del 68, la virulencia de la crisis, el afán independentista, los cambios en la universidad, el funcionariado y la lucha de clases, los escalones generacionales o el fin de la historia. Además de las que atañen a la ciudad de forma más directa, las que reflexionan sobre el gobierno de la polis, sobre la ética en política. En una primera lectura, uno se pregunta cuáles son esos alrededores de la ciudad que, en teoría, reúnen esta compilación. Hasta que cae en la cuenta de que ciertas virtudes y ciertas enfermedades son muy características de esa sociedad, la contemporánea, en la que lo que no es ciudad es espacio cercado por la ciudad o por la materia que excreta la ciudad, como las autopistas y carreteras. Este es el caso de los nacionalismos, casi inexistentes entre el campesinado del Tercer Mundo, más hermanado con el resto de campesinos que con sus patriotas de las grandes urbes. O los sueños de los jóvenes, que buscan la naturaleza, la playa, debajo de los adoquines. O la altanería que da la supuesta experiencia de la senectud frente a la altanería de la energía de los adolescentes. Por no hablar de todo lo que sea miedos: temores a los cambios y temores a la permanencia. Como si no existieran, ya, las estaciones. Esos son los ejes sobre los que gira esta segunda parte del libro.
Es, sin embargo, la primera, en la que se define o se intenta definir a la ciudad. A partir de la consideración de que ciudadano es, a estas alturas, un sinónimo de hombre (excepto, cabe señalar, en lugares como el Sáhara o el Tíbet, sobre los que no versa este libro), Cruz identifica ciudad con sociedad y con cultura. “Es el espacio de la socialidad”, dice. Para luego pasar a puntualizar que esta socialidad solo puede ser desgarrada, dolorida. Y al mismo tiempo, contribuye a la construcción del pensamiento urbano, un ideario lleno de unos artefactos preconcebidos, demasiado respirados como para no considerarlos tópicos. Tomando a Barcelona como epítome de ciudad, Cruz la representa como un ser orgánico, con vida autónoma y casi alma. Aunque esta construcción, como la de los sueños, se debe en buena medida a la expresión de un deseo. Ese optimismo urbano que confiesa, y que llega hasta el punto de ver que existe un futuro en un lugar caracterizado por el eje producción-consumo, se ve empañado por la enumeración de las demasiadas maldiciones que le van surgiendo al paso. Cruz habla de la tradición, de la desigualdad, de la falta de equilibrio, de los conflictos compartidos que hacen a todas las ciudades asemejarse, de la dificultad para aspirar a lo que se cree que se tiene derecho, de la angustia sin remedio. Constata el fracaso de un mundo que estalló y que nos dejó a todos buscando a tientas en medio de la nada, carentes hasta de utopías, y que estamos en condiciones de echar por la borda la vida del planeta. Menciona la marea de desesperación, lo injusto del mundo caótico, el descrédito. Sostiene que se impone reconsiderar por entero el proyecto de vivir juntos. “Sin ética no hay política, solo politiquería”, dicta, glosando a Francisco Fernández Buey. Estas son algunas de las maldiciones que escribe, porque su relación con la ciudad, al igual que cualquier relación de amor, es un conflicto entre la realidad y el deseo. Porque parece que no cabe una defensa pura e incondicional de la ciudad, a menos que uno sea adicto al dolor ajeno o a la taquicardia. Aunque la vía de escape, la bocanada de aire fresco, como también expresa Cruz, es que lo más importante de las ciudades no es el lugar físico, sino las personas.
Cabe preguntarse, tras la lectura de estas meditaciones, cuáles son los límites de la ciudad, hacia dónde puede llevarnos. Ahí están fenómenos como el 15-M, con su tierna reivindicación del ágora, del espacio público como lugar de encuentro y debate. Algo que solo ha podido tener lugar en la ciudad. Pero también nos damos de bruces con los sucesos del 11-S, un terror que, también es cierto, sucedió debido a la metamorfosis de la sociedad en una ciudad inmensa.

Fuente: La línea del horizonte


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