Hacia el trono de los dioses
Herbert Tichy
Traducción de
Francisco Payarols Casals
Altaïr
Barcelona, 2012
280 páginas
23 Euros
Herbert Tichy (Viena, 1912 –
1987) contaba poco más de veinte años cuando emprendió un viaje a la India y
sus países limítrofes (Tíbet, Afganistán, Birmania…), que duraría algo más de
un año. Corría la década de los treinta, el período entre guerras en la azotada
Europa. Y sin tener en cuenta estos dos datos, resultará complicado leer sin
enfado una buena parte de este libro, Hacia
el trono de los dioses. Porque en su primera mitad está trufado de la
mentalidad de la época, de la necesidad de que la colonización se justifique a
sí misma en los momentos en que ve derribarse el mundo hasta entonces
construido sobre falacias. Y esas falsedades tienen que ver con la división
cultural, con las diferencias que convierten a una parte en la élite, en una
especie de oligarquía étnica. Ese es el pecado que comete Tichy durante el
relato de su incursión por tierras indias y afganas cabalgando una moto, en
solitario. Y además con un exceso de conciencia de haber protagonizado la
aventura que él mismo ha querido inventarse. Y de haberlo hecho con el afán de
ser el protagonista de su relato, la narración de una forma de aventura, de
viaje, que tenía los días contados, que es la incursión en el que más tarde se
llamaría Tercer Mundo. Tichy se otorga a sí mismo el derecho del explorador:
quien descubre un territorio puede interpretar las costumbres de sus
habitantes. Así, el yo narrador del viaje es un aventurero porque vive como
vive el otro. Y el otro es el raro, el sujeto de observación del aventurero o,
por utilizar una de las palabras más odiosas del diccionario, el pintoresco. De
esta forma, Tichy se convierte en las anécdotas que le suceden.
Tichy
se niega a renunciar a su condición de patriota. De ahí que reconozca sus
esfuerzos por “vivir” la tierra a la que acude, en lugar de dejarse llevar por
las emociones. De tal forma que a lo lardo de esta primera parte, el libro se
convierte en un buen documento que retrata no ya un viaje, sino toda la
mentalidad de una época: “¡Adiós, prodigiosos afganos con vuestras ciudadelas y
fusiles! Sois mucho menos peligrosos, con vuestros corazones infantiles, que
los políticos y los técnicos de movilización guerrera de occidente, que tan
bellos discursos suelen pronunciar.” Tichy presume de ser un pionero. Es, a
pesar de las fatigas y sufrimientos del viaje, un burgués de vacaciones,
alguien que, sin mencionarlo, utiliza el concepto de cultura primitiva para
referirse al otro, un viajero con soberbia: “Amábamos la vida tanto más cuanto
más grande y peligrosa se nos presentaba”. Leyendo la primera mitad del libro,
uno valora la importancia que tuvo, años más tarde, Edward Said, sobre todo con su estupendo tratado Orientalismo, que tan bien le hubiera
venido conocer a este primer Tichy. Y también uno no puede dejar de preguntarse
si es imprescindible el sentido de aventura en un libro de viajes, si no aporta
más literatura, por ejemplo, el extrañamiento que el arrojo.
Pero
he aquí que de repente Herbert Tichy abandona la adolescencia y se transforma
en un adulto. Se deshace de la moto y elige las botas de montaña. Renuncia a su
espíritu solitario y se hace acompañar por los hombres del Himalaya. Tras un
paso por Birmania, que le purifica gracias a la sonrisa de sus habitantes,
Tichy marcha en dirección al Tíbet y a las grandes cumbres. Y aquí, en esta
peregrinación, el joven con pretensiones intelectuales se humaniza. De repente
los otros ya dejan de ser extraños y pasan a ser personas con las que es
posible convivir, a quienes puede querer. Los otros dejan de ser sujetos que
debe interpretar, para convertirse en sus amigos. Tichy se ve en la necesidad
de acudir a la humildad y simular ser uno de ellos, y llega a enamorarse del
territorio. Tal vez esto tenga que ver no sólo con la distancia mucho más
cercana con que se relaciona con la gente, sino también con la que marca el
método de desplazamiento, renunciando a la mecánica para volverse un peregrino,
un vagabundo. Nada tiene que ver lo que transmite su paso por los puertos de
montañas afganos, rodando a toda pastillas y quemando gasolina, con las
fabulosas páginas, que rezuman épica, en las que afronta la conquista de un
pico de más de siete mil metros con medios más bien insuficientes. Ya no hay
altanería, ya no existe la fiebre por ser el mejor, por buscar el
reconocimiento. Ahora Tichy es el hombre que trepa por la montaña, y en esa
lección de supervivencia no cabe nada semejante a la arrogancia. Sólo por ese
cambio de tono, por ese descubrimiento que un joven austriaco, afectado por la
situación de su país y del mundo, hace de la verdadera esencia del viaje, que
en nada se distingue de la esencia de la vida, merece la pena leer este libro.
Porque de los mejores libros uno sale distinto a como entró.
Hacia el trono de los dioses es un libro de
iniciación, es una demostración de que para saberse vivo, es imprescindible
conservar el deseo de aprender. Y después, ir aprendiendo.
Fuente: Quimera
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