La ciudad de las
desapariciones
Iain
Sinclair
Taducción
de Javier Calvo
Alpha
Decay
Barcelona,
2015
284
páginas
En castellano, nada viene del latín nulla
res nata, es decir, “ninguna cosa nacida”. Iain Sinclair (Londres, 1943)
posee un proyecto literario en el que detalla todas las cosas de apariencia
nacida pero no son nada. Lo cual significa que a lo que más se pueden parecer
es a la basura. Y no es por culpa de que sus gafas estén sucias o, como aparenta en momentos, porque tenga pus en los
ojos. La falta está en la furia de poderes económicos que destrozan un lugar
habitable, un lugar donde la gente podría conocerse, que es lo que le dota de
humanidad, en un caos faraónico exterior e interior. Un caos programado, valga
el oxímoron, para borrar la memoria, no sólo la histórica, y proyectar
fortalezas faraónicas. Esta recopilación de textos se une en un nexo de
denuncia, a partir de los recorridos del autor como paseante por Londres. Ese
nexo es el que le otorga un cierto aire de novela de situación al tiempo que de
novela itinerante. La labor de editor de Javier Calvo es encomiable, pero mucho
más lo es su traducción. Sinclair es uno de esos escritores que no se permiten
un descanso, un desfallecimiento en su prosa; cada frase debe superar en
potencia a la anterior. De esta manera su lenguaje está en función del más
difícil todavía: Sinclair es existencialista, pero también participa del
realismo sucio, mostrándose no como un poeta o un narrador, sino como un
intelectual empeñado en desentrañar la paradoja del azúcar que pudre los
colmillos y las dentaduras blancas y perfectas.
La ciudad es sus detalles, en los que se
detiene y que le llevan a asociaciones de una erudición extraída desde el
principio de los tiempos. Se comporta como un psicogeógrafo que identifica el
mal ancestral que unifica el mundo. Cada referencia simbólica es más terrible
que la anterior. Sus obsesiones por los perros como entes maléficos o por la
inutilidad esculpida en el planeta de las grandes obras, trasladan a los
habitantes, que ya no son personas, de Londres cualquier tipo de monomanía
neurótica. Especialmente a quienes gestionan la ciudad, psicópatas que no
vigilan las consecuencias. Viajar con él por Londres es viajar con la
claustrofobia más luciferina a cuestas: es imposible despegarse de lo
posmoderno vacuo, de la rareza presuntuosa, de los sucesos atroces, de la
decrepitud donde no ha crecido nada que mereciera la pena y ya ha caído en la
más absoluta decadencia, en el deterioro: “me muero de ganas de que la maleza
lo invada todo”, llega a confesar, deseando el postapocalipsis.
Esta revisión patética de las calles, violenta,
dándose de bruces con lo antipoético bien pudiera ser no sólo una denuncia;
sino también un miedo. Como si Sinclair no escribiera partiendo de sus deseos,
sino de su pánico. Su memoria vaga libremente sorprendiéndose a sí misma con
las asociaciones transformadas en un lenguaje forzado y potente, estrangulado,
pero de una calidad que casi ningún autor contemporáneo iguala. Fiado a esa
forma de mirar, Sinclair se transforma en un visionario al margen del mundo
literario, uno de esos que ayudan a ser infeliz, pues llegando a esta punto de
no retorno considera que debemos adaptarnos a esa injerencia de la infelicidad,
dueña ya de una ciudad psicótica y ridícula por voluntad propia. Nos vemos
abocados a interactuar con las mentiras, con el odio, con el desdén, pero
también con el afán de ser mejores, para lo cual, sugiere, es lícita la
mentira. En este paseo de un hombre confuso entre la confusión, la clave para
descifrar el mensaje es la mierda mercantil incrustada en la antropología
urbana. Pero William Blake o Thomas de Quincey nos ayudan, con su mordacidad, a
hacer de este paso por Londres una experiencia literaria, una literatura de
altísimo nivel que convive con la Mitología del Mal.
Fuente: Quimera
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