domingo, 8 de octubre de 2017

TODA UNA VIDA

Fuente: Culturamas

Toda una vida
Robert Seethaler
Traducción de Ana Guelbenzu
Salamandra
Barcelona, 2017
139 páginas

Si en Seda, de Alejandro Baricco, la expresión de libertad venía representada por el viaje, el viaje lírico, en Toda una vida, que comulga en buena medida con Seda, son las montañas, paisaje que simboliza el aire libre y también el misticismo. A lo alto de las montañas han subido monjes, profetas y Jesucristo para pronunciar su sermón de las bienaventuranzas. En los valles florecieron monasterios y pagodas, y en las laderas, en las cuevas, se refugiaron los anacoretas, los gurús y mucho antes los hombres de las cavernas, que dejaron su impronta en las paredes. Esa es la montaña en la que vive Andreas Egger, la montaña por excelencia, la montaña alpina, la de los bosques y cimas nevadas, el protagonista de esta bella novela. A lo largo de las breves páginas que ocupa el relato, no solo asistimos a su vida, en una sucesión de apuntes, seleccionando los momentos más significativos en nuestro paso por el mundo, aquellos que nos distinguen de los peces: la amistad, el cariño, la pérdida, la guerra, la transformación, la destrucción, la adaptación y, por encima de todo, el tiempo. Junto a Egger, el protagonista de la fábula es el tiempo, que corre a una velocidad a la que nos resulta imposible adaptarnos.
Enamorado del paisaje, Egger, lisiado desde niño, se convierte en un experto conocedor de la montaña y el valle donde habita. No precisa de más mundo, porque en cada amanecer, en cada paseo, encuentra un detalle precioso que justifica seguir viviendo. Ama y se casa, trabaja en una empresa que tala el bosque, sin saber lo que está destruyendo, y luego construye los teleféricos para una estación de esquí. Deja de ser cazador para ser un empleado. Y parte de la montaña se deforma, hasta el punto que una anomalía creada por el hombre destroza su vida. La imposibilidad de regenerarse le lleva a querer alistarse en los batallones nazis para ir a combatir al frente ruso. Su edad y su físico le impiden acudir en primera instancia pero, ya sabemos, el ejército del Reich tuvo que utilizar a todo lo que tenía dedos suficientes para apretar un gatillo. Pasó meses en un campo de concentración y regresó a su tierra. El entorno sigue siendo rudo, muy rudo, pero las condiciones van mejorando a medida que va llegando el dinero del turismo. Sus habilidades le sirven para ganarse la vida ejerciendo de guía, pero reniega de la otra parte que podría conseguir: la sensación que da es que no quiere soltar esa parte de su pasado, en la que se alumbraba con velas y dormía sobre lechos de paja. Y así se produce el contraste entre lo que desea ser y el mundo, que no entiende.

Para el lector, la dificultad de adaptarse a unos tiempos que corren vertiginosos es una metáfora de su mejor momento. Todos tenemos un instante precioso del que no nos gustaría haber salido. Egger fue maltratado en su infancia en los Alpes, cuando le adoptó su tío. Pero recibió la bendición de un breve amor, lo suficientemente fuerte como para conservar la ilusión de que algún día regresará ese sentimiento tan intenso. En cierta medida, ese instante es una maldición, porque sabemos que jamás retornará algo semejante. Pero la costumbre animal de seguir respirando nos obliga a vivir con el deseo, no con la realidad. De eso trata esta breve novela.

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