Tierra de campos
David
Trueba
Anagrama
Barcelona,
2017
405
páginas
Desde
que se publicó Mientras agonizo,
cualquier recurso a la revisión de una vida durante la conducción de un
cadáver, rinde pleitesía a la mejor novela de Faulkner. En este caso, David
Trueba (Madrid, 1969) elige un coche fúnebre que atraviesa el páramo que es la
tierra de campos, la estepa de Castilla, donde un músico revisa su vida
acompañado por un féretro y un chófer ecuatoriano. La promesa hecha al padre un
año antes, cuando falleció, la cumple al estar preparado para ella: llevar su
cuerpo hasta el pueblo donde nació, una aldea de festejos taurinos y tapas de
callos en la barra del único bar. Pero el sentido del viaje es la defunción
metafórica del narrador, el hijo. A la hora de revisar su vida, está dando por
concluida la preciosa inutilidad de la misma. Por eso necesita repasar cada etapa
de la misma.
En
la primera parte, Cara A, pues nuestro narrador será músico, se da cuenta de la
infancia y adolescencia. El atractivo está en la identificación: en realidad el
personaje principal y sus amigos o ligues, son casi idénticos a los de cualquier
persona de clase media que coincida con la generación de David Trueba, la
generación del Boom, la generación que ahora ocupa la mayor parte de los cargos
de responsabilidad del país, la generación donde era imposible perder de vista
la existencia de otros miles o millones de niños de tu edad. Es un capítulo
escrito con mucho oficio y que se lee con facilidad. Interrumpido por algún
alarde de imaginación, pero que sigue las reglas que han cimentado, en los
últimos años, autores tan respetables como Ignacio Martínez de Pisón. En lo
único que se distingue el protagonista del resto de su generación, es en que él
sí logró conquistar su sueño, que era poder vivir de la música, ser un cantante
reconocido, aunque no de primera línea. La mayoría descubrieron, con la
madurez, que era más cómodo ser almacenero en un laboratorio de universidad,
que aspirar al premio Nobel de química.
La
Cara B se divide y rompe la secuencia cronológica. Por un lado, el narrador
aterriza en el pueblo de su padre, donde él también corrió y jugó entre las
gallinas, incluidos los juegos sexuales, y que es una representación de la
decadencia: la España vacía, pero que se niega a modernizarse. Un mundo
reaccionario y sin ilusión, de rencores invencibles y croquetas monumentales en
las mesas a la hora de la cena. Y por otro está el recuerdo de su vida de
adulto, un éxito a medio gas como cantante, que le permite vivir, pero no
despuntar, como refleja el hecho de que Serrat le eligiera de telonero. A lo
que se añaden los capítulos amorosos. Sobre todo, Japón. Allí será donde
conozca a una muchacha que toca el violonchelo que será el amor de su vida.
Mientras atendemos a la decadencia ya coagulada del pueblo, asistimos al
desastre en que sus decisiones van convirtiendo la vida en pareja. Está esa
parte del destino que no podemos elegir, y también la suerte que nos hacemos.
El interés es muy diferente a la Cara A, menos amable, más fatigoso, porque los
adultos deben atenerse a demasiadas leyes, a demasiados paradigmas, a demasiada
tradición, que es contra la que está escrita esta novela.
Fuente: Culturamas
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