miércoles, 20 de noviembre de 2024

EL HOMBRE NUEVO

 

El hombre nuevo

Grigore Dumitrescu

Traducción de Rafael Pisot

Omen

Madrid, 2024

239 páginas

 

 


¿Es posible describir el horror sin utilizar adjetivos? El escritor rumano Grigore Dumitrescu nos demuestra que sí. Pero nos lo demuestra con un dolor que si a los lectores les resulta impactante e incómodo, para el autor debió ser como arrojarse a un abismo sabiendo que no hay suelo al fondo, que no cesará de caer. Treinta años después de su detención y estancia en el centro penitenciario de Piteşti se atreve a intentar describir lo que supuso esa experiencia. El texto resultante es demoledor, seco, apurado, inhumano. Si como persona debió convencerse, a cada segundo, de que merecía la supervivencia, como escritor es consciente de que reflejar lo vivido debe ser suficiente como para justificar que tiene derecho a seguir respirando. A lo que nos enfrente Dumitrescu en El hombre nuevo es a la tortura. Sin que sepamos si existe una auténtica razón, se ve encerrado en un gulag rumano, en el año 1948, donde se experimenta con los presos creando entre ellos a los torturadores. De hecho, el término torturador se repite constantemente a lo largo del libro, y por la actitud que describe de quienes llegan a ese extremo, habla de una psicopatía en su más alto grado, de sadismo extremo, de violencia primaria: golpe y sangre, golpe y sangre. Los presos reciben palizas constantemente, sin justificación, y se nos expone con un estilo sencillo y directo. Lo que nos lleva a cuestionarnos qué sentimientos se le cruzan por el corazón y la piel al autor mientras rememora estos hechos. No se interna en nada semejante a una interpretación o afectación psicológica. Y tampoco concede ni una sola palabra a calibrar que ahí afuera, o dentro del cerebro de alguien, existe o puede existir algo parecido a la poesía. Todo lo que sabemos acerca del sufrimiento y el conocimiento de los personajes debemos deducirlo de los hechos descritos. La sinceridad de Dumitrescu es brutal, intentando no involucrarse ni involucrarnos afectivamente más de lo necesario, tratando de mostrarse como el escritor con menos intenciones de manipular que ha pisado el planeta.

La sensación, sin embargo, pudiendo ser claustrofóbica no lo es. Dumitrescu se permite de vez en cuando salir de la cárcel con su memoria para adentrarse en la Rumanía de los años cuarenta, expuesta a un régimen dictatorial cuyos fundamentos, sabemos hoy, de no haber resultado tan crueles serían una caricatura. Las referencias a la vida política y social que se imponía bajo pesadas botas de mando que nos habla de cómo se va instalando un sistema sociópata, de la ambición de poder por el poder. Son esos los instantes en que abandonamos el encierro, pues por lo demás se nos muestra ese paréntesis de la vida sin ofrecernos ni un antes ni un después personal, humano en el sentido en que es humana la amistad, por ejemplo. De lo único que se trata, a la postre, es de aguantar, de darse a uno mismo la orden de que no debe permitir que su alma se quiebre. La pregunta, ante el horror en el que se reincide, es ¿cuánto tarda la mejor en romperse el alma mejor asentada?

No hay historias secundarias, no hay, casi, ni siquiera una historia principal: es un libro trenzado a base de momentos que pretende mostrarnos cómo podemos enfrentarnos al miedo. Aunque el autor haya necesitado de treinta años para acopiar el valor suficiente para encontrar las palabras y seleccionar los episodios, en lo que alguno estaría tentado a catalogar como una terapia. Pero el libro es dudosamente terapéutico, no se trata de literatura que cauteriza: se trata de testimonios que advierten. Y esa sensación no nos lleva a las lágrimas, que es lo que nos ayudaría a comprender el sufrimiento. De ahí ese malestar que genera la lectura, que es un hallazgo literario que desconocíamos que fuera posible conseguir.

lunes, 18 de noviembre de 2024

EN LA MONTAÑA

 

En la montaña

Diego Enrique Osorno

Anagrama

Barcelona, 2024

370 páginas

 



La infancia consiste en la espera del momento en que encontremos la isla del tesoro. Ese sueño se guardará en algún lugar de los pulmones y de vez en cuando, con alguna buena bocanada de aire, volverá al córtex frontal para recordarnos quienes deberíamos seguir siendo: el niño con derecho a arribar a la playa de palmeras dispuesto a vivir la mejor de las aventuras con el mejor de los premios. El resto del tiempo, la mayoría de nosotros llevamos una vida a ras de existencia. Pero otros seguirán convencidos de que ese sueño puede ser tan real como el deseo de cambiar el mundo. Rebelión viene de unir el prefijo re, que marca un movimiento en sentido contrario o el incremento de intensidad, y el sustantivo bellum, que quiere decir guerra. El tesoro de la rebeldía no se puede detectar por ningún escáner en ninguna frontera, no podrá jamás ser arrebatado al que lo posea. En algún momento hemos podido sentir que esa isla del tesoro todavía existe, que el sueño se actualiza gracias a algún grupo que se asienta en las plazas a protestar en silencio o a un movimiento armado, como el levantamiento de miles de indígenas mayas que protagonizó el Ejército Zapatista de Liberación Nacional en 1994. El niño que juega a encontrar la isla del tesoro también tiene que empuñar armas, aunque se parezcan más a un palo de escoba, para combatir a los piratas. Siendo adulto, imagina que las que llevan los miembros de EZLN son de plástico, para así mantener vivo el sueño.

El impulso a reencontrarse con este movimiento es muy natural, y un cronista de oficio, como Diego Enrique Osorno (Monterrey, 1980) siente que debe responder a él a lo largo de muchos años. Este libro comienza a construirse hace veinte años y se decide a tomar forma cuando un grupo de zapatistas se embarca en una travesía que les traerá a Europa, donde confían en que explicando una revolución que sorprendió al mundo, se extienda la llama. Osorno se sube al barco, aunque deberíamos más bien decir que en ningún momento se bajó de él. Cuando comienza reconociéndolo dentro de un contexto de crónica global de México, en los últimos años, nos lo expone como parte de un país sometido a diversos impulsos, a diversas presiones. El movimiento zapatista es una buena razón para revisar buena parte de lo más significativo que ha afectado al país. Osorno pasará a mostrarnos los fundamentos del EZLN a través de las voces de varios de sus dirigentes, antes de embarcarse en la travesía que refleja, sobre todo, también mediante las voces de quienes la protagonizan.

El conjunto el libro es un documento muy valioso para ponernos al día acerca de un levantamiento que supuso grandes cambios en el modo de vida de mucha gente, habitantes de Chiapas, y que todavía sigue activo. La postura desde la que nos lo expone Osorno es la del mejor cronista, la de quien se implica pero permite que sea el lector en que saque las conclusiones. Hay que seguir dando fe de los movimientos que sueñan con cambiar el mundo y permitir que la lectura sea, a su vez, una dedicación activa. Mientras uno lee En la montaña, no cesa de hacerse preguntas sobre los valores que deberían estar vivos y cómo deberíamos activarlos para mejorar, aunque solo sea un poco, la vida de los demás.

miércoles, 13 de noviembre de 2024

LA IMPOSTURA

 

La impostura

Zadie Smith

Traducción de Eugenia Vázquez Nacarino

Salamandra

Barcelona, 2024

477 páginas

 

 


Un espectador debe ser un documento el blanco, alguien dispuesto a registrar sin prejuicios y a partir de ahí, llegar a conclusiones o que lleguen a conclusiones quienes tengan acceso a lo que se ha observado. El principio se complica cuando nos damos cuenta de que el mundo es coral, muy coral. Tratar de descifrar una vida es una labor ingente, pero intentar descifrar todas y todos los lazos entre ellas, es una tarea inmensa. Tal vez ese sea el origen de la moral, y más en concreto de la moral pública, que nos coloca el suelo bajo los pies y que, en ocasiones, no deja de ser un padecimiento. Desde luego lo es en el caso de Eliza Touchet, la principal protagonista de esta novela de Zadie Smith (Londres, 1975), de la que se nos dice que es arisca, un poco severa, ingeniosa, alguien a quien la ira le resulta tan natural como respirar. Y la veremos navegar en un Londres lleno de prejuicios, el del siglo XIX, donde se debate, por ejemplo, la práctica de la justicia frente a la práctica de la caridad. O la realidad frente a la novela.

La impostura (The Fraud, es su título original en inglés) es una novela histórica que parte de un farragoso juicio en el que un carnicero de habla cockney, de Australia, defiende ser un aristócrata, y reclama sus privilegios y su fortuna como tal. Eliza Touchet es un ama de llaves de un novelista venido a menos, que asiste a un juicio cuya notoriedad se expande hasta dar pie a una locura populista alrededor: la multitud de partidarios del demandante está formada por oficinistas, maestros de escuela, disidentes de todo tipo, tenderos, capataces, doncellas, cocineros e institutrices. Mientras tanto, asistimos a la vida de los personajes con los que Touchet comparte sus días, entre los que destaca William Ainsworth, el novelista en decadencia que prepara una boda rápida con una criada, más joven que sus hijas, a la que acaba de dejar embarazada. Ainswotrh ha escrito una novela ambientada parcialmente en Jamaica, ambientándola a partir de un folleto de propaganda de 1820, cuando gran parte de Inglaterra podía engañarse a sí misma creyendo que la abolición del comercio trasatlántico de esclavos equivalía a la abolición de la esclavitud. Dado que la mayor parte de la novela está compuesta en diálogos, esto dará pie a intervenciones que reflexionan sobre creación literaria, que se intercalan con otras que tienen más sentido, pues lo que está siempre presente es las dudas que genera no tener una opinión formada acerca de lo que es la verdad: cabe preguntarse por qué los personajes y acontecimientos ficticios son facsímiles de aquellos sobre los que se inspira, o se trata acerca de las controversias sociales siempre tamizadas por la religión, conservadora, que debe convivir con cierta la ética del progreso.

Pasearemos por un Londres más cosmopolita de lo que hasta ahora habíamos imaginado en esa época, en un viaje que tiene una estructura por momentos confusa. Smith nos traslada libremente por el tiempo en una serie de capítulos cortos, en ocasiones muy cortos, en los que no existe, eso sí, ninguna frase aburrida. Smith tiene muy en cuenta aquel comentario de Paul Valéry advirtiéndonos contra esas narraciones llenas de frases tipo la marquesa salió a las cinco. Tal vez ese espíritu creativo de la propia Smith de nuevas dimensiones a momentos como ese en que nuestro escritor dice no comprender el aprecio de nuestra protagonista, futura escritora, por una obra como Middlemarch, sin aventuras, sin dramas, sin asesinatos. Pero se trata de una obra sin fallos, sin debilidades. Y frente a ese mundo, va apareciendo aquí y allá Jamaica, como un misterio del que nos llega algún testimonio acerca de la esclavitud y el sufrimiento, anclándonos, de vez en cuando, a los asuntos que son menos triviales.

La impostura es un retrato de sociedades en pleno cambio, a la vez que un retrato de las ambiciones frustradas a través distintas personas, para el que Zadie Smith crea a un personaje antológico, una mujer que interviene, pero cuya principal cualidad es la inquietud por estudiar a la humanidad.


Fuente: Zenda

 

miércoles, 6 de noviembre de 2024

ALIENTO, OJOS, MEMORIA

 

Aliento, ojos, memoria

Edwidge Danticat

Traducción de Damiá Alou

Consonni

Bilbao, 2024

237 páginas

 



Uno emigra creyendo que la solución está ahí, lejos, en el destino, que el lugar el al que se dirige tiene mucho en común con el cielo. Pero cuando sale de casa deja atrás la pelota de trapo y la cajita de cartón con soldados de plástico que le acompañaron en la infancia. En realidad, uno deja atrás la infancia. Para salir de la pobreza, mucha gente se ve obligada a saltarse todas las etapas que supone ir madurando, saltarse la pubertad y los besos adolescentes entre los coches, para afrontar la vida del adulto sin otra nostalgia que no sea la de echar de menos caminar descalzo sobre la arena de la playa o los guijarros del patio de la escuela. El lamento es no haber tenido derecho a surcar los años de juventud dejando una estela blanca, con lo que los recuerdos no nos ocasionan tristeza sino desgarro. Nada queda de hermoso, ni siquiera la esperanza de que la mejora económica de la vida suponga una vida más feliz.

Eso le sucede a la protagonista de Aliento, ojos, memoria, que parte de Haití siendo muy jovencita y vigilada por su madre. La obsesión de la madre, su vigilancia, se centra sobre todo en la virginidad. Para poder salir de la atmósfera tóxica, apenas cumplida la mayoría de edad se enamora de un hombre mucho mayor que ella, con el deseo de que todo salga bien. La novela de Edwidge Danticat (Puerto Príncipe, 1969) fue publicada originalmente en 1994, y Consonni la rescata en un momento en que el debate sobre migración está candente. Hay una propuesta de carácter político en la obra, la de decirnos que no hablamos de un fenómeno, que hablamos de migrantes. Y que las vicisitudes suponen violencia real, violencia en la carne y en los sentimientos. Danticat nos lleva por la vida de esta mujer, Sophie Caco, presentándonos al personaje en varios momentos de su biografía, los más significativos. Pero en las elipsis también hay sucesos, también hay cambios, porque ha habido sufrimiento, el que arrastra consigo por las tradiciones y el que resulta de las dificultades de la integración. Danticat no intenta aprovecharse de la ventaja sentimental que la historia podría ofrecerle, y elige dirigirse a nosotros haciéndonos testigos, y eso que está dando voz a la protagonista, que es quien nos habla. La verdad es que la implicación demasiado emocional nos aturdiría, porque bastante duro es ir guardando cuentas de los acontecimientos. Eso nos lleva a admirar a la narradora, a la protagonista, y a ir conservando la esperanza de que sabrá conducir su propia vida. El anhelo de belleza que debe tener toda obra artística, en este caso se nos muestra al desnudo, es decir, con mucho anhelo. Ese es, posiblemente, el gran acierto de esta novela.

martes, 5 de noviembre de 2024

CARNICERO

 

Carnicero

Joyce Carol Oates

Traducción de Núria Molines Galarza

Alfaguara

Barcelona, 2024

417 páginas


 


Nadie va a dudar, a estas alturas, de la solvencia de Joyce Carol Oates (Lockport, Nueva York, 1938) como novelista. Siempre firme, siempre profesional, siempre manteniendo el pulso narrativo. Pero, además, sabe elegir causas y poner su profesionalidad a disposición de los lectores, que pueden entregarse a sus novelas eligiendo la carga de profundidad que quieren imprimirle a la lectura, desde la tensión propia de un thriller hasta la revelación de insólitos comportamientos humanos, tan aborrecibles como el que nos trae aquí, en este Carnicero, en esta obra magnética. Oates elige la biografía de un médico del doctor Silas Weir, que en el siglo XIX llega a dirigir un hospital psiquiátrico para mujeres y a empeñarse en unas investigaciones que relacionen la anatomía con la locura. Pero para llevar a cabo esas investigaciones, y sus consecuentes curas, Weir dispone de los medios más sanguinarios que uno se pueda imaginar. Hemos titulado esta reseña utilizando la palabra bisturí, pero Weir no dispone de herramientas tan nobles y se vale de cucharas o agujas de punto, para abrir vaginas o perforar oídos. Su intención es pasar a la historia como un grande, como uno de los médicos más relevantes que han paseado por el mundo, generando una especialidad que llama ginopsiquiatría, un nombre grotesco que nos indica que existen vínculos entre el útero y la histeria, por ejemplo.

Nos encontramos en una época y un lugar donde los pudores son muy diferentes a los contemporáneos, como lo son los conocimientos científicos y los desarrollos éticos. Aun así, destaca la inhumanidad del personaje central, del que Oastes no escatima detalles y que, además, le da voz, para permitirnos leer como si fuera un verdadero intento de avance cada una de sus crueles intervenciones, a veces no aptas para lectores con estómagos delicados. Este personaje es conflictivo, siniestro, egoísta, vanidoso, sádico, esclavista en contra de su educación, y padece una suerte de efecto rebote sobre el síndrome del impostor: pretende ser reconocido por sus méritos, por encima de todo, debido a unos profundos traumas y complejos que apenas quedan apuntados en las primeras páginas del libro. Además, padece una obsesión por la carne y la mente de las mujeres que le convierten en un sociópata y hasta en un asesino. Pero está convencido de que la mujer es una especie de animal doméstico a la par que salvaje, o al menos las mujeres que a él le rodean. Hasta que una de ellas, una irlandesa albina, sordomuda, le lleva a hacer temblar esos principios, en los que no existe nada parecido a una moral, que pretende imponer por encima de las dudas que la presencia humana pueda generar.

Nos resulta más sencillo comprender a un exorcista que a este personaje, convencido de que la demencia habita en los defectos físicos, y es, por tanto, operable. Oates elige al hijo del médico como editor de la historia, y es responsable tanto de la introducción como del epílogo. En realidad, este hijo tendrá una parte activa que le generará la necesidad de armar el libro. Podríamos hablar de recurso para el relato, que en su mayor parte lo configura la crónica del médico, pero dada la relación que el hijo tendrá con algún otro personaje, se nos antoja que los vínculos son mucho más estrechos. Son pocas las ocasiones en que se interrumpe la voz del médico para facilitarnos un poco la mirada exterior, hasta que al final será el relato de la mujer albina el que nos explique que no solo el lector es consciente de la crueldad y la locura. Debemos advertir que apenas hay respiro en la novela, que funciona como una pesadilla y que, al igual que tantas magnéticas pesadillas, seremos incapaces de abandonar una vez comenzada la lectura.


Fuente: Zenda

sábado, 2 de noviembre de 2024

LA CIUDAD

 

La ciudad

AA.VV.

Nórdica

Madrid, 2024

134 páginas

 



Cabe conocer los nombres y también conocer las virtudes. Los nombres son fáciles, las virtudes son tan poco consistentes como una duda. Si hablamos de botánica, podemos decir que no hay rosa sin espinas, no hay planta curativa que no contenga una cantidad suficiente de principio activo que pueda ser utilizada como veneno. En lo que atañe a las ciudades, el análisis es mucho más complicado: demasiada gente depende de ellas, como se depende de cualquier droga que es tóxica si subimos la dosis, y que produce ansiedad si dejamos de tomarla un solo día. Es fácil de entender un testimonio de amor a la naturaleza, pero más complejo, si es que existe, el de amor a la urbe. ¿Qué es lo que podemos decir sobre ella, sobre el lugar en el que habitamos la mayoría de nosotros? Podemos hablar de hábito, por ejemplo. Aunque lo que más caracteriza a una ciudad es que la gente no se conoce. Ni siquiera se saluda. En cierto sentido, se puede afirmar que existen los cuerpos, pero no las personas.

Este volumen recoge nueve escritos que se reúnen entorno a nueve ciudades, nueve testimonios de muy diversa índole, pero todos ellos centrados en espacios donde se reúne demasiada gente: Nueva York, Río de Janeiro, Praga, Ciudad de México, Jerusalén, Roma, Bombay, París y El Cairo. Son ciudades paradigmáticas, no urbes pequeñas, ni medianas. Son agrupaciones de millones de personas y millones de toneladas de hormigón y asfalto. Y eso, suponemos, imprime carácter. Pero el interés literario de la recopilación está en la versatilidad creativa que puede brotar desde la ciudad. Zadie Smith defiende lo contradictorio que puede resultar Nueva York, asegurando que sus habitantes no son escoria y entendiendo la agrupación humana como un principio social y organizador en la que «los vínculos se forman y disuelven con una fluidez tan vertiginosa como la fuerza que son capaces de mostrar durante su breve existencia». En la ciudad, reconoce, es posible convivir sin verse. Clarice Lispector escribe una carta a partir de un engaño o un desengaño amoroso, donde se cuestiona si debe alejarse de la ciudad; aquí entendemos que nuestras situaciones están vinculadas al lugar, tal vez en exceso. La Praga de Bohumil Hrabal es kafkiana, es decir, contiene un punto exacto de demencia como para no entenderla ni rechazarla. Su texto nos va mostrando gente que se sale de lo que consideramos normal: «Todo se deforma en la goma de la perspectiva», termina por decir. Valeria Luiselli recuerda un México que amenaza destruirse. El poema de Najwan Darwish sobre Jerusalén versa sobre la invención, lo no natural, que es la propia poesía y la propia ciudad, aunque a estas alturas demos por sentado que lo natural es que ambas existan. Igiaba Scego se centra en la vida de migrantes somalíes para tratar sobre lo que no acostumbramos a ver cuando visitamos Roma. Saadat Hasan Manto vuelve a unir pobreza y dignidad para mostrarnos la vida de una mujer en Bombay. El texto sobre París es de Philippe Jaccottet y nos remite a un instante de pureza. Radwa Ashur escribe sobre su propia biografía y la vincula a la historia de su ciudad, El Cairo, para explicarnos por qué necesita seguir escribiendo.

El conjunto es un hermoso libro sobre el espíritu de la ciudad, un libro que tiene algo de homenaje, algo de reconciliación y algo de denuncia. Y, como siempre en las ediciones ilustradas de Nórdica, editado con muchísimo esmero.

miércoles, 30 de octubre de 2024

EL ARCHIVO DE LOS SENTIMIENTOS

 

El archivo de los sentimientos

Peter Stamm

Traducción de José Aníbal Campos

Acantilado

Barcelona, 2024

145 páginas

 



Cuando la realidad no funciona, uno debe inventarse otra. Se suele llamar fantasía a este tipo de ficción, pero si no alcanza el grado de esquizofrenia, a lo que está ayudando, en última instancia, es a sobrenadar en el guirigay que llamamos realidad. No es obligatorio vivir fastidiado porque la realidad nos acose. Pero lo que tampoco es aconsejable es que nuestra reacción a las agresiones del exterior consista en encerrarse tras la puerta de la casa, lo cual constituye una agresión contra uno mismo. O, como comienza haciendo el protagonista de El archivo de los sentimientos, optar por la seguridad de los papeles inanes que uno tiene que resolver en la oficina llena de probos burócratas. Este hombre representa la abulia generalizada en la que nos refugiamos, como si se tratara de líquido amniótico, para sobrevivir. Esa vida gris, ya lo sabemos, responde a las inquietudes que se han venido representando en las obras que nos hablan desde el existencialismo urbano. Una de las características principales de este tipo de obras es que no hay síntomas de felicidad. Nuestro protagonista es un solitario que se explica muy bien a sí mismo: «me muevo, pero parece que no avanzo». En su juventud tuvo un amor en París, algo que va apareciendo en su memoria, ocupando más espacio a medida que avanzamos en la lectura, hasta que nos damos cuenta de que revive para torturarse un poco, porque sabe que el tiempo pasado no se recupera. Y lo afronta como lo hacen los clásicos del existencialismo: «—Primero, me sorprendió. Luego, me sorprendió lo poco que aquello me importaba.»

Pero la crisis de la mediana edad es parte de la realidad, del exterior, y se impone: «Sólo tenía cuarenta y cinco años, pero en el fondo me había resignado a la idea de que mi vida no me depararía nada nuevo». ¿Recuperar un viejo amor dormido es algo nuevo o es algo viejo? No importa. De lo que se trata es de darse cuenta de que aún tiene oportunidades para reengancharse a la vida, aunque no deje de contener un fondo de tristeza: «Hoy, junto al río, me vi pensando que en los momentos más felices de mi vida siempre estuve solo.»

Peter Stamm (Weinfelden, 1963) construye un personaje sereno, pero que ha arrojado la pasión de su vida. El objetivo es comentarnos, con sosiego, que la vida sin pasión es menos vida. Y lo hace con mucho oficio, con conocimientos de la condición humana y creando un ambiente de clase media en el que casi cualquiera de nosotros podría verse identificado. Una lectura muy recomendable.

¿CÓMO RECORDAR LA SED?

 

¿Cómo recordar la sed?

Nona Fernández

Minúscula

Barcelona, 2024

80 páginas


 


La extraña interrogación con que se titula esta obra es creación de Chris Marker: «Nos recordamos / reescribimos la memoria / como se reescribe la historia. / ¿Cómo recordar la sed?». No es casualidad que Nona Fernández (Santiago de Chile, 1971) elija como epígrafe los versos del francés, a quien se le atribuye la invención del documental subjetivo: el detonante para comenzar a escribir es que se cumplan cincuenta años del golpe militar en Chile, pero las intenciones confesas serán la traslación de impresiones. Nada de referencias de carácter más o menos histórico, más o menos periodístico. De lo que se trata es de transmitir que la vida, nuestra vida, ha cambiado. Y eso sólo se puede hacer emocionalmente.

Este texto breve busca la conciliación interior a través de un carácter poético, el que se le puede atribuir a la memoria cuando busca la conciliación para quien la ejercita serenamente. Se comenzará con un montón de preguntas acerca de las intenciones que puede tener quien pone en marcha un mecanismo tan humano para garantizar la transmisión de un hecho social: ¿Cómo se escribe la historia? De entrada, a partir de ciertas imágenes, que nos enfrentan a la destrucción y al desastre. Vemos el Palacio de la Moneda convertido en un fantasma y se nos habla de destrucción sin arrojarnos odio. Estamos frente a un lamento, eso que nos indica cuál es la ruta por la que camina la tristeza. Hemos visto documentales y hemos leído libros, hemos seguido el rastro de las fotografías y hemos charlado con mucha gente. Pero ¿cómo se organiza toda esta información y cómo debemos valorar las voces? Y, sin embargo, no dejamos de tener testimonios haciendo remolinos dentro de nuestra cabeza. Y junto a esos testimonios, están las buenas ideas, como la que nos dictaba que se abrirán las grandes alamedas. En buena medida, este ¿Cómo recordar la sed? participa del espíritu de la canción protesta, como un heredero tranquilo y orgulloso, hasta el punto de cuestionarse si la historia no tiene también silencios y qué significan éstos.

El 11 de septiembre de 1973 supuso un antes y un después que afecta a un territorio más extenso que el propio Chile, pero aquí no se trata de hacer un análisis geopolítico, de volver a denunciar a los Chicago Boys o de hablar de desaparecidos y asesinados. ¿Quién nos da la llave de la historia? A la hora de la verdad, nuestra historia es como nuestra memoria, es breve y no tiene fin, por mucho que aparente tener un inicio. Por todos lados se esparcen trozos de escombros, como los del Palacio de la Moneda que van apareciendo aquí y allá a lo largo de este texto. Por otra parte, está la voluntad y está el deseo, que intervienen en la interpretación de la historia, esa que comienza por la construcción de un relato. De ahí el fortísimo respeto que Nona Fernández quiere transmitir siendo delicada en sus explicaciones y contundente en sus dudas, con las que inicia cada uno de los cortos capítulos en que divide el libro: «¿Dónde se ubica lo que no pasó?», llega a cuestionarse. «¿Cómo podemos narrar la historia sin que se nos venga encima?», se pregunta, antes de reflexionar acerca de la constitución que sigue dirigiendo la vida de los chilenos, marcando la sensibilidad o el punto de vista, según sus palabras.

Apenas conocemos fracciones de algunos sucesos, y a pesar de ello creemos ser conscientes de conocer, de saber historia o la historia que nos afecta. Por eso es tan importante orientarse a través de las preguntas y concluir, sin que la conclusión sea definitiva, que «No recordamos, escribimos la memoria como se escribe la historia».

viernes, 25 de octubre de 2024

LOS LÍMITES DE LA CIENCIA

 

Los límites de la ciencia

Javier Argüello

Debate

Barcelona, 2024

81 páginas

 



La ciencia es amor para unos y dolor para otros. Hay quien piensa que intenta acaparar toda la humanidad y, lo que es más tremendo, todo el universo, y hay quien opina que lo que hace es desmenuzarlo. La ciencia nos habla de lo que nos toca sin que mencione lo que nos atañe. La ciencia es lo principal para descubrir en qué consiste el oficio de vivir. Uno puede opinar sobre ella una cosa y toda la contraria al minuto siguiente. Y eso sin ejecutar el paso previo, que es definir en qué consiste la ciencia. Posiblemente sea un tema sobre el que se pueda crear mucha literatura, pero primero habría que definir en qué consiste la literatura. En un momento de esta ponencia de Javier Argüello (Santiago de Chile, 1972) comenta que lo que nosotros entendemos por literatura es algo que se limita a poner en palabras el verdadero contenido de la literatura, que está en la vida. Ahí afuera convive la literatura con la física. Esa combinación da pie a este pequeño ensayo, creado tras la visita del autor a la Organización Europea para la Investigación Nuclear, con su acelerador de partículas de veintisiete kilómetros, en Ginebra.

Pero la principal preocupación de Argüello en todo esto es el papel protagonista de la belleza. Al fin y al cabo, no será otra cosa lo que nos llevemos de este mundo en el instante en que nos disponemos a saltar al otro lado de la tumba: aquellos momentos en que sentimos belleza justificarán todo lo que hemos sido. Una de las cuestiones que de algún modo justifican el empuje de estas páginas, es descubrir si la belleza está en la oscuridad o en la luz. Y de esa duda saldrán los mejores pensamientos y los sentimientos más queridos. Es muy probable que se encuentre en los dos lugares, y también en todos los grises intermedios, porque la belleza tiene también mucho que ver con el protagonista, que también es espectador, que es quien la percibe. Argüello habla sobre los límites, sobre la exploración, sobre lo desconocido (incluso sobre Dios y los dados), con facilidad, sabiendo que no va a descifrar enigmas, pero sí a ayudarnos a seguir el camino, a despertar curiosidad y saber que esta no tiene por qué ser inquietante. Los límites de la ciencia es un libro pacífico en el que se nos recuerda que la emoción de la belleza procede de las cosas buenas por las que merece la pena seguir luchando.

miércoles, 23 de octubre de 2024

LA ISLA DESNUDA

 

La isla desnuda

Lola Nieto

La Caja Books

Valencia, 2024

282 páginas

 

 


«En Japón, la vibración de las palabras crea el mundo». A mitad de libro, Lola Nieto (Barcelona, 1985) se decanta por esta expresión que bien podría ser la que resume el espíritu del libro. La isla desnuda es un homenaje a Japón, a la vez que una declaración de esa increíble virtud que es la de reconocer que apenas uno entiende alguna cosa de entre los millones de sucesos que le rodean. Y esas pocas cosas que Nieto alcanza a entender tienen que ver con algo más que los sonidos de las palabras, a las que da un valor artístico y emocional muy alto, porque se refugia con frecuencia en la etimología para dar sentido a lo que escucha, a lo que lee, a lo que se habla. La etimología es un recurso explicativo, aclarativo, que define de forma que se va enriqueciendo nuestro lenguaje, y con él nuestras sensaciones. De hecho, será el sentido emocional de las palabras japonesas, a las que resulta más complicado rastrear etimológicamente, el que nos indique por qué Lola Nieto viaja a Japón: para encontrarse con esa forma de poner el propio corazón al desnudo que es, o puede ser, la poesía.

Enamorada de la cultura que nutre esa parte del mundo Nieto elabora un dietario que surge de lo que carece de explicación, al menos si intentamos explicar una cultura a través de los parámetros de otra. Allí donde no llegan los antropólogos o los etnólogos, deberían intentar llegar los poetas. «Fui a Japón a perder», confiesa. Y es que a medida que uno avanza en la lectura de estas piezas, a veces tan pequeñas como un aforismo, va descubriendo que lo que la autora transmite, con éxito, es la sensación propia de extrañeza, de extrañeza de vivir, de la extrañeza que surge al preguntarse uno qué es esto que ha vivido. Y es entonces cuando brotan las debilidades de la autora, que confiesa sin rubor, porque no pueden ser más humildes y más sensatas: las leyendas, los perdedores, los antihéroes o las paradojas. Sí, también las paradojas, como las que contiene el budismo, que es capaz de hallar la paz en ellas: «Se me ocurrió pensar que quizá fui a Japón para aprender a cuidar tranquila del sufrimiento», o «escribo para perder / y tocar la ternura».

Aunque a veces la fragmentación da la sensación de tender hacia el nerviosismo, como si la escritura fuera necesaria para tranquilizarse, lo que se impone es cierto deseo de espiritualidad. «¿La música sana o enloquece?», dice en una de las primeras páginas, poco antes de hablar de la «charla diaria con las heridas», que es una buena forma de definir un dietario emocional. Cuando uno entra en debate con los fantasmas, tanto los que ha ido incorporando desde su pasado como los que le salen al paso en las nuevas experiencias, llega un momento en que habla para sí desde esos instantes que están entre el sueño y la vigilia; Lola Nieto ha sido capaz de captarlos y quedarse ahí, y desde esa extrañeza mostrarnos cómo nos afecta la experiencia de un viaje, en qué consiste eso que conocemos como viaje interior. De hecho, a medida que progresa, vamos conociendo más sobre ella o, para ser más exactos, ella se va conociendo un poco mejor. En realidad, descubre las formas de la música —interior y exterior— que le ha acompañado durante el viaje, esa que le lleva a la admiración cultural, que es lo mismo que intentar comprender, que es lo mismo que el aprendizaje: resolver, aunque sea a escala nanométrica, un poco más esa pregunta acerca de quiénes somos.


Fuente: Zenda

lunes, 21 de octubre de 2024

LOS PONIS DE LOS CONFINES DE LA TIERRA

 

Los ponis de los confines de la Tierra

Catherine Munro

Traducción de Manuel Cuesta

Errata Naturae

Madrid, 2024

236 páginas

 



Tomamos por un milagro la posibilidad de encontrar nuestro lugar en el mundo. No sabemos bien si es porque desconocemos cómo buscar o porque no existe, cuando, seguramente, para reconocerlo, si llegamos a él, lo que necesitemos sea tener el ánimo en calma. La única certeza que tenemos es que la taquicardia nos indica que donde nos encontramos en ese momento no es un buen sitio. «Lo único que quiero es mirar am i alrededor y estar contenta con lo que veo», escribe una amiga a Catherine Munro, la autora de este hermoso libro sobre los beneficios de encontrar el paraje que responda a nuestra música interior. Claro que para ello, lo mejor es reconocerla. Se trata de conocerse a uno mismo: «Sentía la presencia del tiempo: la antigua raza de ovejas que pacían en esas tierras, las personas que las criaban y las entendían, los pájaros, el océano y las focas, eternos, cotidianos y misteriosos… Era consciente de mi cuerpo, de estar fluyendo en consonancia con la naturaleza, con una asombrosa ausencia de tensión».

En las islas Shetland, Munro encuentra la bondad. Es un lugar en el que los habitantes tienen siempre las puertas abiertas para que cualquier vecino entre a saludar. Es un lugar donde importa la tribu, donde se hace patente la solidaridad. Es un lugar donde no es preciso luchar por ser bueno, porque ese beneficio brota solo. De hecho, si nos atenemos al testimonio de Munro, no nos queda más remedio que preguntarnos ¿cómo va a ser malo el mundo si existen los ponis de las islas Shetland?, ¿y el viento y las ovejas? Allí se encuentra la cura para la ansiedad. Allí se equilibra lo salvaje de modo que quede compensado con la condición humana. De hecho, allí se crea alma y recordemos aquella frase del psicólogo Jung: «Hacer alma es nuestra única forma de salvarnos». Lo que pretende Munro es mostrarnos que la salvación es posible. Es tan poco y es tan grande. Y la única forma de aprender es viviendo, adaptándose, como se adaptan los seres que habitan las islas que adora Munro, de una manera natural y acorde a la convivencia, nada que ver con lo que entendemos por domesticación. Cabe añadir, además, un apego por la solitud. Munro va a traer vida, pero apenas sabremos nada de su pareja. El sueño de solitud se quiebra a la vez que se cumple, pero no pasa nada malo, nada sucede fuera del territorio del amor. Lo que también importa, por supuesto, es poder compartirlo: «Las historias pueden crear un sentimiento de hogar, de apego; pueden hablarnos de quiénes somos y de quiénes queremos ser».

 

TE VI MARCHAR

 

Te vi marchar

Robert Richardson

Traducción de Teresa Lanero

Errata Naturae

Madrid, 2024

150 páginas

 

 


La pregunta que intentaremos responder, durante la lectura de Te vi marchar, es si la compasión puede ser traducida a palabras, si el intelecto humano es lo bastante bueno como para interpretarla. Robert Richardson (Milwaukee, 1934 – 2020) recurre a tres gigantes para hablarnos sobre cómo afrontar una pérdida: Thoreau, Emerson y William James. Cómo respondieron a las pérdidas más grandes de su vida, reza el subtítulo de la obra en inglés. No se trata sólo del duelo, pues este es una elaboración psicoemocional propia, sino también de cómo reintegrarse a la vida, conseguir que nuestra actuación sobre la piel del mundo sea sincera, completa, y no una sencilla farsa. Porque cuando uno ha sufrido la pérdida más grande que puede sucederle, cualquier acontecimiento le parecerá teatro frente a la inmensidad de sus sentimientos. De lo que nos hablará Richardson a lo largo de este libro breve será del aprendizaje emocional: «La muerte como un aparte ineludible de la vida y la aceptación de que, a cierto nivel, no hay muerte». Integrar la muerte, aprender a convivir con ella es una manera de anular su parte negativa, el terror que produce, la impresión a tierra quemada, a paisaje después de la batalla, que se le atribuye.

Se nos advertirá que en el ensayo nos vamos a encontrar con las propuestas habituales: viajar, leer, estar en la naturaleza, rodearse de amigos, recurrir a la escritura (de un diario, de cartas), pero que lo que nos mostrará no será a través del comentario, sino e la biografía, de los hechos, de un método documental que «tiene como objetivo ofrecer una conexión personal, incluso empática —más que imparcial, crítica o sentenciosa— entre el lector y el personaje». Esta es la gran incorporación que encontramos en la obra, alejadísima de los libros de autoayuda al uso. Aunque, eso sí, se recurre con frecuencia a una de las palabras que actualmente se utilizan con demasiada frecuencia y en demasiados casos, corriendo el riesgo de vaciarla así de su contenido: resiliencia. Hablamos de una capacidad de adaptación, pero que no puede ser pasiva. De ahí que Robertson se centre en los momentos más significativos de la vida de estos tres hombres, los instantes en que sus decisiones los llevan al cambio.

«La regeneración, no mediante Cristo sino mediante la naturaleza, es el gran tema de la vida de Emerson y le llegó como respuesta a la muerte de su joven esposa Ellen. Emerson se sirvió entonces del lenguaje de la redención, de la regeneración y de la revelación, unos términos que ahora cambiaríamos por “resiliencia”», nos dice sobre el primero de ellos. En cuanto a Thoreau, se centra en cómo encuentra un concepto de vida desindividualizada y llega a creer en ella: «El individuo puede morir, pero sus elementos constitutivos no. Se subsumen en nuevas formas vitales y siguen viviendo», de esta manera, en un sentido comunitario podríamos decir que no existe la muerte y «esta convicción resulta, paradójicamente, una fuerza poderosa para la resiliencia individual». Más compleja podría llegar a ser la conclusión referida al caso de William James, para quien «en realidad, no estás en el mundo, tú y el mundo sois lo mismo». Si en el caso de Emerson la pérdida es la de su esposa, y en el de Thoreau la de su hermano, en el de James será una especie de amor platónico, un ideal, lo mejor de lo posible, y así enfrenta a la muerte como un acto de amor, de lucha entre la realidad y el deseo, «resistencia autogestionada del yo frente al mundo», define.

A la hora de la verdad, un libro como este Te vi marchar nos plantea una gran duda, la de si somos lo bastante buenos como para ser mejores a partir de una gran pérdida. Aunque sólo sea por este planteamiento merece la pena afrontar esta lectura.


Fuente: Zenda

lunes, 14 de octubre de 2024

LOS VULNERABLES

 

Los vulnerables

Sigrid Nunez

Traducción de Mercedes Cebrián

Anagrama

Barcelona, 2024

200 páginas

 



Hacia el final de esta obra, Sigrid Nunez (Nueva York, 1951) afirma que «Hoy en día, el escritor me parece cada vez menos un artista creativo y más un político: siempre evasivo, obsesionado con la interpretación». Estamos frente a un libro saturado de reflexiones acerca de la creación literaria, en el que las citas son frecuentes, pero aparecen de modo que a lo que nos incitan es a buscar la obra de la fuente de la que llegaron, la obra de novelistas, cuentistas y poetas, los que más han influido en la literatura de la propia Sigrid Nunez. Como novela, pues es así como se nos presenta, Los vulnerables podría ubicarse dentro de ese pequeño subgénero que son las novelas de situación: el confinamiento obliga a la convivencia de unas pocas personas que de otro modo raramente se hubieran relacionado, no cabe buscar tramas. A estas personas cabe añadir un loro, animal cuyo simbolismo revela las intenciones metafóricas de la autora: se trata de un ave silvestre, que también ha aprendido a convivir con los humanos, y es capaz de reproducir sonidos que imitan la comunicación, lo cual nos lleva a preguntarnos hasta dónde llega la capacidad natural de comunicarse.

Frente a estas dudas acerca de la comunicación, Nunez desarrolla una obra que en su mayoría sucede dentro de la cabeza de la narradora, que parece compartir buena parte de las filias y fobias de la propia Nunez. Hablaríamos de autoficción si el término no nos incomodara tanto como incomoda a la autora: «Una lección objetiva sobre la autoaceptación y cómo sentirse cómodo con quien eres» es un principio que da la sensación de estar reñido con eso de reinventarse y justificar en la invención al personaje que creas, generalmente a favor del que narra. En ese sentido, debemos elogiar la sinceridad con que comienza la obra, creando al personaje que más nos importa, al narrador, en una presentación que nos habla de una personalidad diletante, digresiva, culta y preocupada por el hecho de pensar. De hecho, hasta los momentos de diálogo se construyen, en la narración, como si fueran parte de este monólogo que ella mantiene, lleno de dudas, lleno de instantes de aprendizaje. Y mientras construye sus pareceres, en constante modificación, va relatando algunos de los instantes más significativos de su pasado. Todo está en función de un objetivo muy claro: desvelar, hasta donde pueda con sus limitaciones, en qué consiste la condición humana. Y sin perder de vista que la condición humana es un océano, cuya única tabla de náufrago sobre la que navegar se construye con los restos que quedan de uno después de poner su corazón al desnudo.

«No soy supersticiosa, No creo en los espíritus. Y, sin embargo, el consuelo era real». La cita nos sirve para acercarnos a las intenciones de la autora, que son también sensoriales: estamos frente a alguien que no es que no sepa discernir entre pensar y sentir, sino que cree que probablemente se trate de la misma cosa. Se observa la realidad, que en este caso es lo que tenemos a nuestro alrededor, con sensibilidad, para luego buscar las palabras y reproducirlas escribiendo. En realidad, Sigrid Nunez se nos está mostrando como alguien que necesita ser diletante, culta, digresiva y que necesita pararse a pensar, a sentir o a explicar los sentimientos. Se nos está definiendo en qué consiste el impulso creativo y para ello se vale de los contrastes, pues convive con alguien muy diferente, en el aspecto generacional, a ella, remitiendo, constantemente, a la condición humana en tanto que somos seres sociales, somos personas cuando nos relacionamos. Esto hace de la obra un libro hermoso.


Fuente: Zenda

viernes, 11 de octubre de 2024

ÁRIDA

 

Árida

Antonio Tocornal

Traspiés

Granada, 2024

175 páginas



 

Son muy escasos los libros que te incitan, una vez acabados, a volverlos a empezar. ¿Qué demonios acabo de leer? Es una pregunta que sucede muy de vez en cuando, y que puede reflejar que nos encontramos ante un bodrio o ante la densidad mágica y algo cruel de Pedro Páramo. Juan Rulfo escribió una obra magnética que nos deja un extraño poso, el de pensar que no existe otro libro semejante en toda la historia de la literatura, otro libro que nos afecte de esa misma manera. No será sencillo volver a encontrar Comala, con sus muertos habitando el territorio, porque no encuentran la manera de aprender a morir y no hay forma de salir de ese entorno. La deuda que tiene este Árida con la obra maestra de Rulfo es evidente, tanto que su autor, Antonio Tocornal (San Fernando, Cádiz, 1964) la confiesa en uno de los epígrafes de entrada, donde la conversación entre dos personajes nos habla de la tristeza del lugar.

La deuda no lastra a la obra, porque todos sabemos que no hay autor sin lecturas previas, que no existe el autor que no esté enamorado de otros libros, que no hubiera deseado escribir obras que llevan décadas, o siglos, circulando. Árida es un territorio lejano y fronterizo, un lugar que crea sus propias leyes, que nada tienen que ver con nuestra realidad, y cuyos vínculos con lo verosímil alcanzan hasta el territorio donde nos encontramos con lo onírico. También con lo salvaje, con la ley del más fuerte, con la desidia y con la sed, esa ausencia de agua que termina por crear el territorio fantasma. Entramos al entorno a través de voz del personaje que eligió quedarse allí, y que nos lo presenta como el antónimo de lo romántico: no hay nada parecido a buenas sensaciones en el abandono, en la vejez, que no nos sugiere ningún sentimiento decente. En realidad, estamos frente a la maldición, a un destino demasiado potente, contra el que nada tuvieron que hacer los personajes que intentaron poblarlo.

La obra se monta sobre varias voces consecutivas, alternadas por la última guardiana del lugar, en las que existe deseo de desplazamiento, bien hacia Árida o bien para largarse. Lo que se impone es la descripción, la cartografía emocional y casi etnológica, en la que descubrimos que hubo un amo y muchos condenados en vida, mucha plebe. Los desplazamientos sobre los que se nos habla, que son huidas, pueden remitirnos al último, al desplazamiento hacia el más allá, pues estos seres no pueden estar vivos. O al menos cabe señalar que su única liberación será la muerte. Hay un lenguaje común, el que crea la atmósfera de Árida, que convive con ese intento de cada personaje por crear las frases de una forma un poco diferente a sus contemporáneos. La novela está escrita con sumo cuidado y contiene toques de advertencia, como los contiene, por ejemplo, La carretera, de Cormac McCarthy. Es desoladora, y en esa desolación es donde se encuentra su magnetismo, que merece la pena conocer, viajar a él como lector.

lunes, 7 de octubre de 2024

THEODOROS

Theodoros

Mircea Cărtărescu

Traducción de Marian Ochoa de Eribe

Impedimenta

Madrid, 2024

644 páginas

 



Al final de tu vida puedes acariciar el liquen húmedo de una piedra y pensar que ese tacto contiene todo lo que ha merecido la pena. Puede que el universo quepa en un gesto, pero difícilmente en una palabra. Para volver a narrarlo, es preciso tener la sensación de que uno ha de inventarse todo, crear desde cero, con los instrumentos de la narración, que son todas las palabras y todas sus posibles combinaciones. No bastan siete días para dar forma a toda la Creación y uno se pregunta si será suficiente con el relato de una vida que ha contenido casi todos los gestos. Theodoros nos habla de la vida de acción de alguien que ha conocido todos los pecados, y participado de muchos de ellos, de alguien que forma parte de la tribu de los seres malditos, aunque la maldición pueda parecer, por momentos, una gracia del Destino.

Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956) elige comenzar la novela en la misma época en que tenían lugar las grandes exploraciones del siglo XIX, cuando no estábamos inventando el mundo, pero sí creándolo para nosotros, los europeos, a través de los extraños relatos de viajeros. El mundo cambiaba porque la expansión de lo conocido nos hablaba de cuánto desconocemos, de las infinitas posibilidades de vida que jamás se nos habían ocurrido antes. Y así nacen muchos espíritus fetichistas. La vacuna contra ese fetichismo será la religión, aquella que ya está asentada, la que viene regida por una iglesia que ha lo largo de siglos ha ido imponiendo unas leyes que nada tienen que ver con la ampliación del mundo. Este conflicto es parte del estilo que recorre la novela, y da lugar al juego del destino, que ya ha sido escrito, y a la impresión de crepúsculo que lo empaña.

Lo que se impone, lo primero que debería ser reseñado, sin embargo, es la voz del narrador que elige Cărtărescu. El cuento largo, larguísimo, que es la vida de nuestro personaje lo vemos desde el punto de vista de alguien que se lo está relatando a él mismo. A medida que avanzamos en la lectura nos vamos dando cuenta de que esa voz, que habla en segunda persona del singular, lo hace porque de alguna manera está fiscalizando al protagonista. Pero no únicamente a él, sino también a todos los trozos de planeta por los que ha ido circulando, y que trazan un mapa del universo conocido y que se está abriendo: Constantinopla, Jerusalén, Saba, es decir, Etiopía, Grecia, el Danubio, el Nilo… El conocimiento y la afectación de los sucesos que suceden intentan abarcar la creación de todo un nuevo mundo. La novela es, en buena medida, descubrimiento, el que hacemos a través de la mirada de un narrador que, iremos dándonos cuenta a medida que Cărtărescu introduce pistas, tiene motivos para ser omnisciente, pues ha sido testigo de todo desde una posición privilegiada. A pesar de lo cual, su descripción de un mundo entero es caótica, exhaustiva, sí, pero caótica, como si las piezas del puzle que intenta montar no pudieran encajar, porque, a la hora de la verdad, cada una procede de una caja diferente. Recorremos el planeta sin croquis, sin cartografía, como debe ser cuando uno se lo va inventando y, como sucede en buena parte de la obra de Cărtărescu, obedeciendo a las mismas leyes que obedecen los sueños y la magia: «Pues rara vez son las cosas de este mundo como las ven nuestros ojos de carne, que se dejan engañar con mucha facilidad», sostiene uno de los personajes en uno de los escasos momentos en que el narrador les permite usar su propia voz. Aunque en alguna ocasión lo hace con nuestro protagonista, a través de las cartas que dirige a su madre, en una de las cuales podemos leer: «Pienso incluso a veces que también estos son un invento de mi mente febril, pues ya no sé qué existe y qué no existe».

Este personaje, Theodoros, necesita que alguien le vaya explicando quién es, qué es lo que le ha construido. Y de eso se encarga nuestro narrador en una suerte de contrapsicoanálisis: yo te cuento tu historia, que tiene la estructura de un itinerario, a ver si así te entiendes. Y esta historia va conteniendo crueldad y lo oscuro, el horror y los placeres, con una densidad tal que sin un estilo intencionadamente barroco, lo barroco con su gran imaginación se imponen. No podía ser de otra manera, porque conviene un espíritu impetuoso a una existencia tan sufrida y gozada, de manera que Cărtărescu nos lleva a galope por ella con facilidad, con sus conocimientos enciclopédicos puestos en función de una llamada seria de atención al lector, que sabe que hay que contar una vida, con todo su contenido y a toda pastilla, porque esa vida se apaga. Y que nosotros, por el efecto hipnótico que siempre contienen las obras de Cărtărescu, no podemos evitar la tentación de seguir y seguir conociéndola.