Océanos sin ley
Ian Urbina
Traducción de Enrique
Maldonado
Capitán Swing
Madrid, 2020
623 páginas
Transcurridas más de doce
horas por la bahía de Halong, entre las islas flotantes verdes y de una piedra casi
dorada, nadando con medusas, visitando cuevas, navegando entre casas de caña ancladas
al fondo marino, conviviendo con mercaderes que se acercaban en barcas para
ofrecer pescado y unas verduras llenas de incertidumbre, alejados de los
turistas gracias a la generosidad de un amigo que vivía cerca, apareció el
petrolero escondido. Luego fuimos viendo otro petrolero y otro, todos ocultos entre
los bloques de retazos del paraíso que un dios generoso nos había regalado, como
dejándolos caer desde el cielo, y la superficie del mar se cubrió del azogue
oleoso que antes se escondía bajo cubierta, en los depósitos que los marineros
se esforzaban por limpiar. Los vertidos iban ensuciando un océano del que
habíamos disfrutado como bebés de chimpancé en las ramas de árboles vírgenes.
Se enturbió el Edén y ahora, al recordar ese momento, uno se pregunta qué es lo
que conocemos del mar.
Por un lado, está esa
imagen de descanso que creen encontrar tantas personas, muchas de ellas
demasiado urbanas, frente a la estepa líquida que se extiende apuntando al infinito,
es decir, a la eternidad, una imagen que nos libra de la tiranía del tiempo.
Por otro, están los compañeros de infancia con quienes compartimos la playa en
estampas que en la memoria se han grabado como cuadros de Sorolla. Y también la
nobleza y la conciencia de los personajes de Conrad, o esa ilusión de relatos
de aprendizaje que nos dejan las novelas de Stevenson, incluso cuando aparecen
personajes facinerosos como en Los traficantes de naufragios, que tal vez
sea su mejor obra. Y en ese mismo fiel de la balanza están los versos de
Alberti, el lamento del marinero en tierra: El mar. La mar. / El mar. ¡Sólo
la mar!
Para los habitantes de la
costa, el mar es la madre. Desde el interior, nos referimos a él en masculino.
Ese es, tal vez, el sentido de estos dos versos que apenas contienen nueve
sílabas. El mar es viril y duro para los que acudimos a él de vez en cuando,
pero es el vientre del que sale la vida para quien nace y habita en la orilla.
El mar era metáfora de vida entre los fenicios y los romanos. Para nosotros, es
el morir. Y sucede que hay muerte en el mar. Ese es el otro lado de lo que
sabemos, el más siniestro: la basura de plástico que está a punto de alcanzar
tanto peso como el que suman los seres vivos que allí habitan; la explotación
indiscriminada de la que apenas tenemos noticia pues sólo vemos la superficie;
los inmigrantes desesperados que fallecen en su intento de fuga y, como el niño
Aylan, yacen en nuestras costas demostrando la sucísima obscenidad del sistema
económico y poniendo en duda la sinceridad de nuestras emociones, que de nada
sirven sin reacción.
Ese interrogante es el que
empuja al reportero americano Ian Urbina (1972) a escribir durante cuatro años
una serie de reportajes sobre las consecuencias de la falta de ley, y de ética,
entre quienes aprovechan la extensión del mar para hacer daño: “Una de las
peores cosas de este trabajo es la sensación persistente de ser parte de la
pornografía de la miseria y estar utilizando como teatro tanto mal sin hacer
gran cosa para conseguir cambios”. Y, sin embargo, si se callan estas voces,
¿qué nos queda a los demás? Nos queda la estupidez de maldecir viendo la tele,
de soltar la expresión “¡qué barbaridad!” ante las imágenes de desastres, lo
cual es síntoma de haber dejado más de media vida atrás, de no ser el que
quisimos ser durante la juventud, de habernos marchitado y encontrar
justificación para esa decadencia, como el asesino que fuerza la razón de su crimen
a través de un ejercicio retorcido de disonancia cognitiva. Urbina sabe, por su
parte, que es imprescindible hacer un diagnóstico antes de empezar un
tratamiento y así nos lo explica: “Aunque no estaba seguro de cómo escapar de
este círculo, me resigné a la idea de que lo único peor que dar una noticia de
maltrato una y otra vez es no darla.”
Océanos sin ley (Capitán Swing) es un extraordinario
libro que nos muestra la cara oculta, ese patio de atrás de la globalización neoliberal
-los juegos de manos del mercado, según las palabras del autor- que va dejando
a tanta gente abandonada en los estercoleros que crea a su paso. Y que también
destroza el planeta. No cabe equivocarse, no estamos ante un texto tan
militante como los de Naomi Klein, pues el retrato de lo océanos que hace
Urbina obedece más al testimonio que al empuje político. Y, sin embargo, golpea
con la misma pegada y en el mismo lugar de nuestra anatomía. Urbina recorre
medio planeta acompañando a “ecologistas justicieros, ladrones de barcos
hundidos, mercenarios marítimos, balleneros insolentes, agentes de recuperación
de bienes, abortistas marinos, vertedores clandestinos de petróleo, elusivos pescadores
furtivos, marineros abandonados y polizones a la deriva”, conociendo
actividades que escapan a cualquier tipo de regulación, fraudes de toda índole,
tributarios y humanos, estafas, miserias, violencia muchas veces expuesta y
otras tantas, al igual que los monstruos marinos, ocultas bajo la superficie.
Acompaña a pesqueros, a mercantes, a cruceros, a embarcaciones médicas, se sube
a arsenales flotantes y a buques de investigación, se solidariza con los activistas
y se intriga en compañía de los patrulleros de la Armada o la Guardia Costera
del sudeste asiático.
¿Qué ha llevado al mundo
a esta deriva, en la que se permiten en los océanos acontecimientos que apenas
tendrían cabida en las regiones más civilizadas? Es posible que la respuesta
esté en el alcance la ley, sabiendo que ley es una palabra que se arrima más al
sentido del orden que al sentido de la justicia. El primero, el orden, tiene
que ver con los deseos de los poderosos, el segundo, la justicia, con la
armonía de los sencillos. Urbina no es ajeno a conceptos que se nos escapan, a
ideas que nos sobrevuelan y que apenas alcanzamos a definir y mucho menos a
integrar y, sin embargo, nos construyen, nos condicionan: “Estas imágenes parecen
demostrar que los océanos sin ley y los barcos que los atraviesan no se definen
únicamente por las personas que trabajan en sus aguas, sino también por fuerzas
intangibles como el silencio, el aburrimiento y la amplitud”.
Entre dos viajes con
activistas, uno de ellos persiguiendo a uno de los buques más buscados por la
Interpol y el otro tras la caza de un ballenero japonés, elaboramos una serie
de éxodos que desconciertan. Nos adentramos en mundo oscuros, por utilizar un
eufemismo, en los que ciertas vidas son penas de muerte, y en ambientes
indómitos y horribles, junto a esclavos del mar, para descubrir el sufrimiento
que puebla los océanos desprotegidos: “… los aspectos más sórdidos y peligrosos
de la industria pesquera, relatando las maquinaciones ilegales de un sector que
funciona en la sombra, donde proliferan la esclavitud y el sadismo, donde las
personas son tratadas como los productos que extraen de los océanos.” Es un
mundo de saqueadores, pero también de justicieros y cazarrecompensas. Comprobamos
cómo un país tan minúsculo como Palaos trata de proteger sus aguas, de la
extensión de Francia, con solo patrullero y dieciocho policías o llegamos hasta
Sealand, esa nación irreconocible montada, gracias a tantos vacíos legales,
sobre una plataforma militar en el Mar del Norte y que acoge a poco más que una
familia. Paseamos por barcos en estado infame en los que el maltrato y el desprecio
a la vida es algo más que una costumbre. O nos subimos a un barco medicalizado fletado
por una holandesa para practicar abortos en aguas internacionales, recogiendo a
mujeres en países donde el aborto es ilegal. Conocemos a polizones, que no
saben nadar y que fueron abandonados en balsas en mitad del océano, y se nos da
noticia de la logística de sus repatriaciones, tan llena de arena y ruido. Se
habla de la sobrepesca, de los karaokes de los puertos en los que campan a sus anchas
traficantes de mujeres que obligan a prostituirse a las niñas. Se menciona cómo
las petroleras, por ejemplo, imponen legislación y jurisdicción, y una política
medioambiental que permite destrozar arrecifes y ensuciar el fondo marino, y
frente a ellas se levantan personas llenas de utopía a los que se maldice desde
los medios que son fieles a la voz de su amo: “La distinción entre terroristas
y luchadores por la libertad es una dicotomía semántica cargada de política e
ideología al menos desde que Espartaco se levantó en armas contra los romanos.
La distinción es especialmente turbia en el vacío legal y moral del mar abierto”.
En muchos lugares, nos recuerda durante su paso por Brasil, los militantes
ecologistas son asesinados: “La intromisión militar en una exploración científica
completamente legal demostraba que, en los océanos sin ley, los países y casi
todos los implicados se inventan normas con la misma frecuencia con las que las
ignoran.”
“El alcance y la intensidad
de los problemas que vi durante esta investigación eran escandalosos. Si la
población descubriera una industria con una política de facto de mirar
para otro lado mientras los trabajadores de fábricas de todo el planeta quedan
rutinariamente encerrados detrás de puertas cerradas a cal y canto durante
semanas o a veces meses, sin agua potable ni comida, sin cobrar y sin la más
mínima idea de cuándo se les permitirá volver a casa, ¿no sería un escándalo
inmediato con intervención de la justicia y boicots de los consumidores? No en
el mar.” ¿De qué alcance pueden ser los retos psicológicos de los esclavos encadenados,
literalmente, o de los furtivos? ¿Y el de los laosianos, birmanos o camboyanos
que llegan a un grado de servidumbre por deudas que deja a la historia
universal de la infamia en un juego infantil? Y todo, incluidas algunas
ejecuciones, amparándose en un anonimato que permite la geografía y la ausencia
de fronteras, la misma ausencia que le lleva a presenciar un conflicto entre
buques armados de diferentes naciones, exigiendo un intercambio de rehenes. Y, mientras
tanto, las plataformas petrolíferas muertas generan residuos contaminantes y en
algún punto está anclado el buque que contiene un arsenal a disposición de
cualquier señor de la guerra, o cualquier pirata, custodiado por hombres rudos
de perfil más próximo a la delincuencia que al del soldado. Para terminar, está
el relato de su paso por Somalia, tras la estela de la piratería y los
secuestradores, que nos lleva a preguntarnos si deberíamos llamar delincuentes
a quienes se ven empujados a ciertos actos por el sometimiento, en este caso
internacional, y la reacción frente a cierto tipo de violencia.
Así, mientras habla,
Urbina da voz a quienes saben que cuando se enfrentan a la gran industria,
acostumbran a perder y, por lo tanto, optan por la seguridad del silencio. La
duda, la partición, surge de esa cuestión sin resolver y a la que nosotros
tampoco ponemos salida con la lectura, por otro lado importante, de esta obra,
pues a la par que tomamos partido, que nos enfadamos y que nos proponemos cambiar
el rumbo del planeta, formamos parte de ese grupo de consumidores medios que
apoyan, con sus decisiones de gasto diarias, a las empresas de capital
inagotable, como las petroleras que envenenan los océanos y demasiadas almas.
Debe haber, sí, otra forma de vivir, como hay quien reúne coraje para vivir
hasta el final la que nos rodea, entre los que se encuentra Ian Urbina.
Fuente: FronteraD