Tar. Una infancia en
el medio oeste
Sherwood Anderson
Traducción de José Luis
Piquero
Pre-textos
Valencia, 2023
330 páginas
Lo más difícil que nos va
a suceder en esta vida serán trances en los que nos veamos solos. Aprender
también. La soledad es un dolor del que se aprende mientras uno está en la
travesía, pero genera recuerdos capaces de nutrir los mejores relatos si caen
en manos de un buen narrador. Y Sherwood Anderson (Ohio, 1876 – Panamá, 1941)
lo era. En esta obra, poco conocida en España, vuelve a demostrarlo. En esta
ocasión valiéndose de un alter ego, lo cual le permite recurrir a la tercera
persona y a un narrador omnisciente, que cuando es preciso se lanza fuera del
camino del protagonista para acompañar a otros personajes, como al padre de
Tar, nuestro muchacho, que es un tipo desnortado, un vividor de provincias, alguien
cuya cordura está, por propia voluntad, en la cuerda floja. El resto de la
familia se limita a cumplir las expectativas que se esperaban en ese ambiente,
en esa época, finales del siglo XIX, como la madre dócil y servil.
Así las cosas, y
partiendo del presupuesto de que no fue feliz, o no fue todo lo feliz que un niño
y un adolescente debería merecerse, el protagonista de nuestro relato debe
buscar con qué compensar la realidad, y esa herramienta, la que le acompaña en
el aprendizaje, será la imaginación. En realidad, estamos en una obra en la que
lo opuesto al sudor, que rige la vida cotidiana, será un deseo romántico. A
partir de ahí se elabora una educación sentimental que Sherwood Anderson ha
dispuesto en cinco etapas, cada una de las cuales viene representada por
episodios significativos: la naturaleza hecha de las pequeñas cosas, las
pruebas de valor, el primer contacto con la muerte, el enamoramiento platónico y
la pérdida de la ilusión.
Nuestro protagonista,
Tar, es un crío hipersensible, y esa sensibilidad, que le obliga a mostrarse en
esta vida más como un observador que como un actor, genera la atmósfera del
relato, tierna a la vez que contundente. El entorno será extraño, y dentro de
él se debatirá acerca de qué es la dignidad y qué es la indignidad, esa esencia
vital, al menos a la hora de entablar un relato, que un niño no sabe definir. A
medida que va creciendo, este muchacho de pensamiento lento, imaginativo,
seguirá exponiéndonos que es incapaz de entender cuáles son los engranajes y el
aceite con que se mueve el mundo: «Un escritor está bien escribiendo y
un contador de historias está bien contando historias, pero ¿qué pasa si lo
pones en una situación en que tiene que actuar? Esa persona siempre hará lo
correcto en el momento equivocado y lo incorrecto en el momento preciso».
Condenado a equivocarse,
Tar intentará abrirse un poco de camino repartiendo periódicos y soñando con el
número de periódicos que debería repartir para almacenar dinero suficiente como
para poder casarse con una niña de clase alta. Quiere salir de la pobreza y
esto condicionará su aprendizaje a lo largo de la segunda mitad del relato. En
ese tiempo, la duda que le acompaña es la de si debería ponerse nervioso. «Mi imaginación es un muro entre la verdad y yo», confiesa Anderson en el prólogo. Pero este muro no aparece
por ninguna parte, al menos no como lo que consideramos que es un muro, es
decir, como gran obstáculo. La narración fluye y acompañaremos con facilidad a
nuestro muchacho en una infancia y adolescencia en la que no dejamos de
reconocer dudas y luchas como las que pudieron existir en la nuestra. Eso sí,
desde el principio de esta gran obra se nos advierte acerca de qué nos vamos a
encontrar, con una de las primeras frases más complejas que hemos leído en años
y que nos dejará el pensamiento temblando: «La gente pobre tiene hijos sin
exaltarse mucho».