jueves, 16 de mayo de 2024

UNA HISTORIA PARTICULAR

 

Una historia particular

Manuel Vicent

Alfaguara

Barcelona, 2024

204 páginas

 



«Acababa de cumplir setenta y cinco años, y me preguntaba si resultaba estético estar cabreado». Estético. La escritura de Manuel Vicent (Villavieja, Castellón, 1936) siempre ha respondido a criterios que tienen que ver con la belleza, pero siempre ha sido una postura ética, una mirada compasiva o una identificación de justicia. Aquí vuelve a sacar lo mejor de sí mismo para enfrentarse a su propia historia, llegando a una vejez en la que demuestra congraciarse con la vida, porque no existe ni una sola palabra que contenga un ápice de rencor en esta revisión estética, ética. Al mismo tiempo que nos demuestra que lo importante de ser uno mismo es estar en paz con quien has sido, vamos a asistir a apuntes para un resumen de la historia de España desde la postguerra a nuestros días. «A mí solo me gusta contar lo que he visto, lo que me ha pasado, la gente a la que he conocido, los sucesos que he presenciado», reconoce en la primera página de este hermoso libro, que comienza con una recuperación de la infancia que enseguida nos hace pensar en la que puede ser su mejor obra, Contraparaíso.

Pero el niño que sentía el sol como una bendición irá creciendo y por el camino solventará sueños y deseos, penas y alegrías, encuentros y desencuentros, además de su afán por ser escritor, lo cual le supone congraciarse hasta con la mentira: «Se miente para defenderse, se miente para agradar, semiente para convertir la realidad en una obra de arte». Se miente incluso a la propia memoria, porque es imposible ser fiel a ella cuando uno proyecta sobre lo que guarda su manera de entender la vida, pero esa mentira no es necesariamente una caja de Pandora: detrás vendrá la conciliación de la belleza, de algo que uno no se atreve a llamar sabiduría por miedo a ofender la humildad del otro: «¿Qué otra cosa puede uno esperar de la vida sino que al final una perra te sea fiel, te recoja la pelota, te sonría cuando la acaricias y llore cuando te mueras?».

Y resulta que los perros son la parte más especial que rescata de su vida cuando llega a una edad en la que no tiene que rendir más cuentas. Los episodios en que se divide la obra son breves, concisos, elaborados a una distancia que Vicent domina a la perfección. Excepto en un caso, que es cuando trata sobre los perros que han colmado de bien sus días, en los que se extiende tanto que da la sensación de haberse detenido para evitar que el libro se prolongue en exceso. Si en todos los capítulos saca a flote al hombre sentimental, cuando habla de sus mascotas nos lleva al borde de las lágrimas. En realidad, Vicent trata con lo sensorial tanto en lo que se refiere a la literatura como en lo que atañe a lo que mejor sostiene nuestras vidas, que es la amistad. Y mientras tanto, va repasando sus vínculos con los sucesos que nos atañeron, de tal manera que transmite la impresión de haberlo vivido con la intensidad con que se viven los sueños.

Mitificar desmitificando es el principal propósito de esta obra, que nos enfrenta con sabiduría y belleza a los que somos, que es a la vez condena y salvación. Lo que importa, lo hemos dicho al principio, es llegar al final de la vida sin rencores, sin odios, sin veneno.

miércoles, 15 de mayo de 2024

CUATRO CUENTOS CUÁNTICOS

 

Cuatro cuentos cuánticos

Javier Argüello

Random House

Barcelona, 2024

202 páginas


 


Todos lo hacemos, porque en ello nos va la salud mental: hay que idear un relato sobre la vida propia que nos permita reconciliarnos con lo que no podemos dominar. Eso que llamamos destino, la parte de la existencia de la que es imposible adueñarse, no debería ser escollo para pasar con solvencia por este mundo, al menos mientras tengamos a mano una herramienta ideal con la que contrarrestar sus males, esa experiencia ciega que conocemos como realidad, y esta herramienta es la imaginación. Bajo esta premisa, Javier Argüello (Santiago de Chile, 1972) crea estos cuatro relatos que nos vuelven a amistar con las artes de narrar. Si en su anterior libro, Ser rojo, lo prioritario era dar cuenta de una educación sentimental a través de un texto autobiográfico, en estos Cuatro cuentos cuánticos se nos devuelve al camino de la ficción, de los motivos por los que la ficción es necesaria, por los que no deberíamos ceder su autonomía ni a la tecnología ni a la ideología. Si defendemos la autonomía de la ficción, estamos defendiendo también la de la realidad, pues esta es más creíble cuando comparte el espacio y el tiempo con otras formas de vida.

Argüello reconoce en el tercero de los relatos, Un cuento inglés, las referencias literarias que ya habíamos intuido previamente: Borges y Bioy Casares. Esto implica, por otra parte, el concepto de fantasía que ambos autores argentinos manejaban, no permitiendo que terminara de levantar los pies del suelo, soldando algunos puntos con los de la realidad. Así al narrador de estos cuentos, y lo decimos en singular, pues por el trabajo que Argüello hace con la voz da la sensación de tratarse siempre de la misma persona, le cuesta separar la realidad de la ficción. Pero sabe, eso sí, que lo que importa es narrar. En el último cuento, Quantum Beijing, encontramos algún párrafo que nos puede servir como guía acerca de este proyecto literario: «Lin quiso saber más acerca de la conferencia y le expliqué que había empezado hablando de una teoría de la física que dice que es la conciencia la que crea la realidad, y que eso se parecía mucho a lo que decían los griegos acerca de que eran las historias las que daban forma al mundo». Los dos universos posibles por los que deambula nuestro narrador interfieren entre ellos, pero no lo bastante como para no poder configurar un relato de aspecto coherente. La realidad también está formada por sensaciones, y las sensaciones no son menos intensas en la ficción. De hecho, será en la región ficcional donde ocurran cosas que realmente importan, aunque sólo sea por deseo, dado que la experiencia del mundo puede ser una cárcel. La ficción nos permite recorrer las calles de los alrededores sin riesgo a sufrir daño. Nos ayuda, pues, a salir de nosotros mismos, mientras que la realidad nos obliga a salir de nosotros mismos, pero nos muerde los tobillos y nos empuja a querer encerrarnos.

Entramos así en universos posibles, no en universos probables, dado que el único universo probable será, casi seguro, este tangible. Argüello sabe que esos universos posibles nos emocionan, y que las emociones son las sustancias que debemos defender. Las emociones, con las que resulta tan complicado construir un relato literario, pero que Argüello consigue destilar en forma de narración, son tan verdaderas como el hambre y el pan. «¿Para qué vas a escribir un libro si no es para contar historias?», le pregunta un personaje a nuestro narrador, que apenas tarda unos renglones en encontrar la respuesta: «para ella la realidad y las historias eran la misma cosa». Javier Argüello es, sin duda, uno de los escritores actuales más interesantes en nuestra lengua.


Fuente: Zenda

lunes, 13 de mayo de 2024

ASÍ ES EL JUEGO

 

Así es el juego

Esmeralda Berbel

Comba

Barcelona, 2024

330 páginas

 

 


Cuando es preciso, Esmeralda Berbel (Badalona, 1961) demuestra una solvencia estilística admirable: «No puedo ahora desenterrarme y decirte como hija cuánta flor hay en mi costado, cuánta agua maloliente, cuánto río lleno de sangre; cómo me he vuelto reina de las sábanas de hilo caro, cómo hemos desflorado las flores vivas de nuestros almohadones. Oír la cal trashumando mi piel fría convertida en oro». Pero su primera preocupación, al menos la que se desprende de la lectura de este volumen en el que se recogen sus cuentos, es la definición de personajes a través de la sensibilidad. A estos personajes, que son los que la preocupan, su fuente de inspiración, el sustrato sobre el que dejar caer la curiosidad, les da voz, los convierte en narradores. Espíritus sensibles, asistimos a cómo van construyendo lo que sienten a partir de un episodio significativo de su existencia, de un momento clave, de la etapa más significativa. Berbel no entrega el cuadro completo, como no podía ser menos cuando nos coloca en los sentidos de narradores que atienden a su parcela de realidad, con lo que empuja al lector a convertirse en cómplice de casi todo: debemos completar el cuadro mientras nos estamos identificando con el que vive la historia. Parece fácil y, de hecho, Berbel nos relata esos instantes con sencillez, pero cuando alguien trabaja mucho y tiene mucho talento para el trabajo, lo que hace es simplificar, no complicar las cosas. Y mucho menos en términos de comunicación.

Estamos frente a unos relatos en los que se atiende a la belleza de lo pequeño, sin que esto sea una categoría evaluable: lo bello es que las mariposas sean pequeñas y los océanos grandes. Esa categoría entra, sobre todo, en el fenómeno del tiempo antes que en el del tamaño: leeremos un fragmento de vida, en un sitio y un momento concreto, en el que el protagonista debe aprender algo nuevo. Eso supone plantearse qué es lo que debe aprender, generalmente vital, y cómo saldrá de ese momento bisagra. Berbel no tiende a ofrecernos el resultado, pero sí a indicar que hay salida y que ella, creadora de estos personajes por los que siente debilidad, espera que al otro lado aguarde la calma. Ese es, posiblemente, el mensaje más concluyente que nos llega desde estos relatos. Como es de prever, por norma general suponen encuentros e interrogantes, y fallas de comunicación, en las que por momentos da la sensación de que los personajes hablan más para sí que para la gente con la que comparten secuencia. Esto da un efecto de intensidad a las relaciones humanas, muchas de las cuales se asemejarán a las que conocemos de primera mano.

Somos vacío y lo que importa es ser conscientes de qué nos llenamos. El destino puede escoger lo concreto por nosotros, pero nuestra sensibilidad, y aquí hay mucha, elige la calidad con que combinemos esas cosas concretas: aquí cabe enamorarse, por ejemplo, porque el enamoramiento es parte de la elección de una vida poética, de una mirada que tiende a la sugerencia en lugar de a la certeza, de una conciencia de lo que nos falta y no de la estupidez de la abundancia. Esta es la esencia de este volumen que recoge dos libros de relatos, Así es el juego y El hombre que pagaba noches enteras, el segundo de ellos publicado originalmente hace más de veinte años y ya casi inencontrable. Y en esta esencia, repetimos está la sensibilidad por encima de cualquier otro valor literario: la mirada, sí, y la palabra, pero también los olores y, sobre todo, la piel.


Fuente: Zenda

martes, 7 de mayo de 2024

ELIZA

 

Eliza

Myriam Ybot

Itineraria

Las Palmas, 2024

258 páginas

 



Todo soñador se ha quedado corto. La historia es esencialmente transgresión, o al menos así desearíamos que fuera. De ahí nuestra debilidad por Richard Burton (el viajero, no el actor), David Livingstone, Francis Younghusband, el Duque de los Abruzos, Amundsen y Nansen, Mungo Park, George Mallory, Shackleton y toda esa enorme lista de exploradores que encabezan una más enorme, la de los que los acompañaron, en una época, principios del siglo XX, en que el planeta estaba todavía virgen para los occidentales. Pero transgredir no quiere decir protagonizar una travesía por el Himalaya con un calzado de suela de esparto, o internarse en las selvas de África armado con un cuchillo de untar mantequilla. Uno transgrede cuando el viaje es interior, cuando el viaje le transforma. No hace falta mucha hormona, pero sí mucha sensibilidad para caminar e ir aprendiendo.

Eso es lo que le ocurre a Eliza Drake, la protagonista de esta novela, una mujer británica que el 1910 se embarca sola rumbo a las islas Canarias. Ahí está la soledad como sinónimo de aventura, en lugar del riesgo, y el contraste con todos los grandes expedicionarios que estaban cartografiando el mundo, para definir que no es necesario ser excesivamente bravo a la hora de sentirse protagonista de la propia vida. A nuestra disposición está todo lo que pueden registrar los sentidos, que son miles de millones de matices. En buena medida, esta obra de Myriam Ybot (Madrid, 1965) es un homenaje a una época, aquella en la que a uno le era todavía posible reinventarse por el sencillo hecho de alejarse de sus raíces. Pero también es un homenaje a un lugar, a unas islas de las que es posible enamorarse, y más sencillo, más puro, resultaba en una época en la que las noticias del exterior nos llegaban de guindas a brevas.

Yobt compone un texto amable que tiene lugar entre Tenerife y Lanzarote. La obra se lee con facilidad, y en el momento en que vamos descubriendo que tal vez se centra en un estrato social con el que sentimos una afinidad muy limitada, la alta burguesía, nos descubre que esta gente no está sola: «el pueblo canario, del que forman parte los sirvientes, los agricultores y pescadores, los tenderos y los trabajadores de la exportación, parece muy diferente. Hay quien los tilda de desfachatados, irrespetuosos o arrogantes, pero yo prefiero considerarlos orgullosos y libres», dicta en una de las cartas que encabezan cada capítulo. Será esta relación, el impulso a conocerles, además de a conocer los paisajes, lo que haga avanzar en la lectura con mayor interés que cuando los encuentros son entre gente de otra cuna. Los homenajes que mejor valoramos serán siempre estos, en los que la mirada más afectuosa se deposita en los que tuvieron peor suerte que uno mismo.

ESTA ES TU CASA, FIDEL

 

Esta es tu casa, Fidel

Carlos D. Lechuga

De Conatus

Madrid, 2024

137 páginas


 


La memoria debería ser algo tan sagrado y cuidado como un valle de cerezos. Pero la condición humana nos lleva a la melancolía, no sólo por impulsos que se gestan en nuestro interior, sino también obligados por las consecuencias de los actos de los demás. Esta condición humana llega a extremos que no deberíamos haber conocido, como cuando se trata de las decisiones de un líder que afectan obligadamente a todos los que le rodean. No cabe entrar a valorar grados de culpa ni efectos rebote, ni siquiera entrar a matizar los aspectos de la presión de los más alejados, porque alguien intentó que se viviera bajo la presión de una leyenda, y eso afecta al relato. Al final, cuando Carlos D. Lechuga (La Habana, 1983) entra a hablarnos de su pasado, nos encontramos con las miserias que hemos conocido a través de tantas voces. Será esa dualidad que navega entre la desmitificación, que supone a veces enfrentarse a demasiada suciedad, y el apego al pasado, que es nuestra propia leyenda, la del valle de los cerezos, lo que dé a este libro de memorias y tono magnético. Uno quiso ser niño y se encuentra con que se vio obligado a ser otro niño cuyas características no respondían exactamente a las que se supone debe tener la infancia. Y así sucederá también con la juventud y hasta con la vida laboral, que en este caso es la de alguien dedicado a la dirección cinematográfica.

No saber si se fue feliz nos habla de una construcción de la personalidad en desarrollo. Para definirse, Lechuga ha puesto tiempo y tierra de por medio, y se entrega a una escritura en párrafos cortos, porque los recuerdos no vienen concatenándose como en una novela decimonónica. Lechuga es sincero, muy sincero, porque nos va sugiriendo que lo que uno puede de verdad conocer es lo más próximo. Y que a esa distancia, a la que llega nuestra aura, pueden encontrarse las razones que justifican toda una vida y nos indican que estamos eludiendo cualquier interpretación maniquea, pues lo que tenemos delante es un testimonio. No sabe bien si el niño que está creciendo en el hogar es el mismo que el que está creciendo en la calle. De esta etapa de relato de crecimiento saldrá, eso sí, alguien preocupado por el cine y por la justicia.

Pero el asunto que más presencia va adquiriendo a medida que se avanza en la lectura es un miedo bastante físico: «En el totalitarismo, todo el mundo tiene mucho miedo, porque como en una mafia controlada, todo el mundo se siente en deuda y todo el mundo está embarrado». Uno se ve obligado a cuestionarse hasta su propio espíritu crítico. Hay una maldición entre los espíritus creativos, que se ven empujados a cierta clandestinidad para no ponerse en peligro, lo cual lleva a un tráfico ilegal de libros y películas, y también de remedios de santería, como los que practicaba su abuela, casada con un embajador del régimen cubano. Para poder existir, muchas cosas no deben apartarse de las sombras, como la homosexualidad, que también atraviesa las páginas que ocupan estas memorias. Por aquí transita Gabriel García Márquez, el espíritu de un vecindario, una madre epiléptica y el aplomo de la censura. Aquí está muy presente la disfunción entre vida pública y vida privada, que es una congestión propia de quien vive atrapado: «Fidel había logrado lo que más quería: separar a la familia cubana», afirma, para añadir, unas páginas más adelante, la expresión que mejor define este libro testimonial: «Tu deseo no le importaba a nadie. No eras la prioridad». Luego vino el enfrentamiento con la administración, a cuenta de una película que se sostenía sobre una relación diferente, y la muerte de Fidel, que tuvo cierto efecto de cafetera en ebullición. Sobre este país y estos años, no dejamos de leer testimonios, y todos parecen conservar el valor más importante, que es el contenido de la humanidad o, lo que es lo mismo, el deseo de pasear por un valle de cerezos.


Fuente: Zenda

jueves, 2 de mayo de 2024

JARROA

 

Jarroa

Andrea Fernández Plata

Caballo de Troya

Barcelona, 2024

150 páginas

 



La memoria es el lugar más bonito del mundo. Allí no hay edificios corroídos, porque hasta la herrumbre de los hierros es un estampado en cualquier forja. Cualquier sonido es música, y, además, el tipo de música que uno siempre ha deseado escuchar, la que le tranquiliza, la que supone armonía. Los colores son puros y hasta aquel desplante que tanto te enervó en su día, hoy es un motivo más para sonreír y pensar que gracias a ese acicate aprendiste un poco más lo que supone vivir tranquilo. Y luego está el lugar de la infancia, con toda su magia, donde uno proyecta lo más especial de su memoria, ese lugar que da pie a crear un nuevo Macondo, por ejemplo. Que es lo que sucede en esta novela, Jarroa, donde Andrea Fernández Plata (A Illa de Arousa, 1985) confía casi todo a la creación de un lugar mágico, de un misticismo tan personal que uno no puede sino confiar en que de allí solo se destilarán, a la larga, cosas buenas, de esas que sobreviven en la memoria: «Una isla es un agujero en el tiempo. Aquí, las horas en los relojes que lleva la gente no sirven de nada. El miedo también es un agujero negro. Cuando te acercas lo suficiente, te caes con todo lo que llevas puesto».

Este lugar funciona, en buena medida, como un sueño: es un sitio donde pasean a sus anchas los miedos y los deseos. Es antiguo y es misterioso, pero posee un fondo musical acogedor. De hecho, es el oído de la autora el que va recreando la atmósfera, que se impone también gracias a que nos encontramos en una isla. Es una isla real, en el mar, y también en la imaginación, que inca sus raíces en la memoria. Una vez aislados, allí donde nos encontremos tendremos que regirnos por las reglas que va construyendo el lugar, que son autónomas y generan su propia coherencia, como en cualquier locura. Estamos en otro lugar, en otro tiempo, en una isla endogámica, donde la familia cobra un peso específico superior al que posee en las urbes. Estaremos rodeados de fantasmas, que es casi tanto como decir de nostalgia. En esta nueva visita al lugar de la narradora, se nos irá presentando el sitio como estampas que configuran una composición que se asemeja bastante a los sueños, sí, pero también a la realidad: conocemos parcialmente y luego debemos apreciar qué emoción se impone. Ni en los sueños ni en la realidad hay trama. Eso es lo que hace que esta obra sea interesante, y nos lleve a darnos cuenta de que a veces para crear una novela basta crear un ambiente, si este es tan potente, si en él reconocemos memoria, imaginación.

miércoles, 1 de mayo de 2024

EL REENCUENTRO DE LOS COMPAÑEROS DE ARMAS

 

El reencuentro de los compañeros de armas

Mo Yan

Traducción de Blas Piñero Martínez

Kailas

Madrid, 2024

266 páginas


 


Ser niño significa sentir el impulso de trepar a los árboles. Como Cosimo, el protagonista de El barón rampante, que decide quedarse a vivir en los árboles como Peter Pan decidió no salir jamás de la infancia. No es casualidad que Mo Yan (Gaomi, China, 1955) elija este enclave, además junto a un río, para que tenga lugar el encuentro y la conversación entre dos compañeros, dos personas que fueron amigos en la infancia e inseparables durante los años que pasaron vestidos de uniforme militar. Aunque habría que decir que no se trata exactamente de un encuentro entre ellos, sino entre uno de ellos y el fantasma del otro. Pero los fantasmas son tan reales, al menos en esta obra y en buena parte de la literatura de Mo Yan, como las personas de carne y hueso. Al igual que las sensaciones en los sueños son de la misma intensidad que las de la vigilia, las presencias de los muertos suponen la misma entrega de amor que la que prodigamos a los vivos. Para darle mayor emoción a la situación que se crea, Mo Yan la sitúa junto a un río, ese escenario donde los niños van a pescar, como hacía Huckleberry Finn, por ejemplo.

Pero no es esa inocencia la que se irá imponiendo, aunque sí es el sustrato. A lo que vamos a atender es a un torrente de sucesos que nos viene dado por un torrente de palabras, que nos desbordan, en la que se nos va relatando la vida de estos dos personajes a través de la voz de uno de ellos, el vivo. Estas vidas tienen la característica principal de haber sucedido con los pies en el aire. Da la sensación de que la pregunta latente a lo largo de la lectura es si vivimos en vano. Tal vez ese sea el tema sobre el que orbita esta ficción, en la que los sentidos son algo más que condimento, son la fuente de conocimiento principal, y los fantasmas, que es tanto como decir la inevitable memoria, nos lleva a pensar en la imposibilidad de resolver el oxímoron de Gogol: no pueden existir las almas muertas. Las almas, por definición, son nuestra parte inmortal, y esa es la parte que inquieta a nuestro autor. Es en el alma donde uno sufre la presión de la disciplina, el absurdo de la rutina militar, el absurdo de la sociedad dividida por estratos o el absurdo de las imposiciones cotidianas, a las que con frecuencia llamamos tradición. Nuestros dos soldados fueron más bien indisciplinados, al igual que fueron niños que jugaban junto al río, lo cual nos lleva a concluir que una de las intenciones de Mo Yan es la de hablarnos de la necesidad de cultivar un sentido de libertad que, a la fuerza, sucede contracorriente.

Esta libertad que reclama también ocurre dentro de su cabeza. Mo Yan es un autor que se permite a sí mismo cualquier licencia creativa. De ahí que asistamos a una cadena de ocurrencias que parecen no seguir ninguna estructura, como si fuera un relato surrealista, pero que sin duda sí tiene un propósito: la libertad frente a la disciplina, dudar si vivimos en vano. «Me veía limitado en el movimiento de mi propio cuerpo y mis extremidades, pero mi capacidad de pensar era extremadamente libre y me sentía más despierto e inteligente que nunca», asegura en algún momento nuestro narrador. En realidad, no deja de sospechar que debe haber alguna deuda que saldar y de ahí que haya podido encontrarse con el fantasma, junto al que revisa su pasado como haría tumbado en un diván vienés. Como suele ocurrir tras la lectura de cada obra de Mo Yan uno sale de esta novela preguntándose de qué calidad es la sustancia de eso que llamamos realidad. Por algo se mereció el Premio Nobel.


Fuente: Zenda