Convencido
de que la gente es buena, en el buen sentido de la palabra bueno, Jokin Azketa
sigue elaborando un proyecto literario con el paisaje de la montaña como parte
de la construcción de la personalidad. Incluso en un caso como el de El tiempo vacío, en que se nos presenta
un caso de intriga con asesinatos que resolver, la bonhomía se impone: en la
cortesía con la que se relacionan los protagonistas, que no puede ser una
invención social, en la fragua de una nueva amistad entre dos personajes dispares,
en las intenciones de buscar lo mejor para los desconocidos que,
paradójicamente, existen incluso en la motivación del criminal. Porque éste se
debate en el conflicto ético de la protección de los bienes comunes, la
naturaleza, y es consciente del daño que a ella le provoca el exceso de gente,
los descuidos de la humanidad, la basura que derramamos. Así pues, se plantea
del debate sobre los límites de los círculos de protección de dos tipos de vida
que parecen haberse alejado de forma irreversible: la humana y la natural. Tal
vez la deriva del mundo termine con el exterminio de una de las dos, pero
confiamos, en cualquier caso, que no sea a base de precipitar aleatoriamente a
senderistas por los barrancos de Pirineos.
La
novela se resuelve en varias voces, la de los dos personajes más importantes,
que llevan la mayor parte de la carga narrativa, con ocasionales intervenciones
del antagonista, que permanece siempre escondido, disfrazado, camuflado,
invisible. Es alguien que observa, aunque se trate del impulsor de la acción. Una
acción que tiene por caracteres a un directivo de la federación de montaña y un
investigador privado. Ambos muy amigos de la charla, otro detalle que habla
sobre la confianza en el ser humano de nuestro autor: los buenos hablan entre
sí, mucho, con confianza, con ánimo, con optimismo, sin desfallecer, mientras
que el supuesto asesino solo se descarga por monólogos interiores o con cartas.
Unos representan lo mejor del ser humano, el compañerismo, el otro padece una
soledad sin ninguno de sus privilegios, monomaníaca y sórdida a pesar de la
montaña.
Buena
parte de la obra está resulta sobre el diálogo, al menos la parte
contemporánea, pues hay una suerte de investigación histórica en la que
participa la legendaria figura del Conde Russell, el padre del pirineísmo, y
unos soldados del ejército nazi, en unos episodios que mantienen el pulso
narrativo con más contundencia, tal vez porque en unos episodios predomine los
psicológico, la tarea de personajes, mientras que en otro la narración se
permita comulgar con la crónica, aunque contenga dosis altas de ficción. En
cualquiera de los dos momentos, la obra contiene un espíritu cartográfico: la
representación de los Pirineos, sus mejores rutas, sus lugares emblemáticos,
sus cumbres y sus valles, sus rincones adorables, y el respeto a cada una de
las rocas y a cada una de las raíces y las nubes, navegan por las emociones de
los protagonistas. Uno de ellos, el investigador privado, es un novato en el
mundo de la montaña. Gracias a su ignorancia, podremos viajar por una de las cadenas
montañosas más amables y agradecidas del mundo.
Y
sí, están las intenciones de crear una obra de intriga, un relato que va cobrando
interés a medida que avanzan las páginas. Al fin y al cabo, no somos inmunes a
la suerte de unos protagonistas cuyas cualidades humanas nos van ganando muy
poco a poco. De otra manera, la hipótesis de Jokin Azketa, la confianza en la
bondad de los hombres, no se sostendría. Y es una hipótesis que nos interesa
sostener, por mucho que la gente nos arroje ladrillos a la cabeza. Fuente: La línea del horizonte
Comienza la feria del libro de Madrid y desde esta sección queremos sugerir cuatro títulos que no deben perderse. Vamos allá:
BUCAREST
Polvo y sangre
Margo Rejmer
Traducción de Ernesto Rubio y Agata Orzeszek
LA CAJA BOOKS
En la gran tradición de los cronistas polacos
Entre polvo y sangre. Así acabó el Padre de la Nación, el Genio de los Cárpatos, el Hijo más Destacado de la Tierra Rumana: Nicolae Ceauşescu, fusilado por su pueblo en la Navidad de 1989. Bucarest es un viaje a la capital que sufrió el hambre, el frío y los horrores de aquel comunismo personalista. Un sistema marcado por el delirio megalómano, la paranoia del espionaje y la delación, y el miedo a un dictador que anheló tener sus propias hormigas, sus propios hormigueros y su propio prado hormigonado donde las hormigas bailaran en su honor.
Con las armas del mejor periodismo y una escritura desbordante que combina el lirismo con la fuerza de los testimonios, la reportera polaca Margo Rejmer traza el retrato caleidoscópico de una ciudad de neones y cemento gris que conserva la huella del totalitarismo. Un lugar donde los ideales han sido reemplazados por la vida prosaica del capitalismo en crudo. Una urbe donde las esperanzas que sembró la revolución se han tornado desencanto y resignación. Como dicen los rumanos, «asta e»: es lo que hay.
Rejmer pasea fascinada entre hordas de perros callejeros –rastro espectral del periodo socialista– y rememora el mosaico de la Bucarest de entreguerras: judía, griega, rural, burguesa, gitana, seudoparisina y caóticamente balcánica. La autora se sumerge en las historias anónimas de la Rumanía poscomunista y, en la mejor tradición de la Nobel Svetlana Alexiévich, escucha de cerca a sus gentes. Como las mujeres que sufrieron la desconocida atrocidad de los abortos ilegales en masa: un trauma colectivo manchado con la sangre del dolor íntimo y cubierto por el polvo de una Historia que se quiere olvidar.
Roger Deakin
Diarios del agua
Traducción de Miguel Ros González
IMPEDIMENTA
En la gran tradición del Nature Writting británico
Un día de 1996, inspirado por «El nadador» de John Cheever, Roger Deakin emprendió el sueño de su vida: recorrer las islas británicas a nado. El libro que escribió se convertiría en un clásico de culto.
Como buen inglés, Roger Deakin adoraba el agua. Así que un día de 1996 se lanzó al foso de su casa en Suffolk y se propuso recorrer las islas británicas a nado. Playas, pozas, ríos, estanques y lidos. Acueductos, canales, cascadas y canteras inundadas. Deakin recorrió su país contemplando la vida desde la perspectiva de las ranas, y fue interceptado por guardacostas, confundido con un suicida e incluso estuvo a punto de ser engullido por un remolino en las Hébridas.
Una vibrante oda al inconformismo, a la imaginación y a la voluntad de actuar con libertad plena. Un viaje inolvidable y una audaz celebración de la atracción que el agua sigue ejerciendo en todos los seres vivos.
EVA EN LOS MUNDOS
RICARDO MARTINEZ LLORCA
LA LÍNEA DEL HORIZONTE
Un brillante desafío al conocimiento y la identidad
Aquí hay un libro escrito desde la admiración. Habla de ese territorio sutil donde conviven sueño y verdad, pues la realidad suele ser una suma de insinuaciones que deslumbran nuestra percepción en un juego de espejos. La observación abierta de esos destellos, su reflejo y escritura, habría sido territorio de varones de no ser por la presencia de algunas mujeres, brillantes todas, testigos de los ordenadores de última generación y de las perplejidades humanas.
En Eva en los mundos reunimos los perfiles de trece escritoras y cronistas, verdaderas maestras en el arte de esclarecer tiempos de tormentas. Pertenecen a cinco océanos y a momentos históricos diferentes. Sus vidas, y la lectura de sus obras, forman un mosaico que aquí se recompone con la misma pasión literaria con la que escuchamos sus voces. Evas que no ponen las cosas fáciles, porque sus biografías son océanos en los que rescatar peces de todos los colores. Esta recopilación de autoras nos permite ver a través de su mirada e imaginar sus sueños y verdades; mujeres hechas de palabras cuyo factor común tal vez sea el sentido de la justicia.
SVETLANA ALEKSIÉVICH, SOFÍA CASANOVA, CARMEN DE BURGOS, JOAN DIDION, HAYASHI FUMIKO, HELEN GARNER, MARTHA GELLHORN, LEILA GUERRIERO, JANET MALCOLM, EDNA O’BRIEN, ANNEMARIE SCHWARZENBACH, MARINA TSVETAIEVA, REBECCA WEST
Cuba
Viaje al fin de la revolución
Patricio Fernández
DEBATE
Un emocionante reencuentro con la realidad y las ilusiones
¿Cómo narrar el final de uno de los procesos políticos más relevantes ocurridos en Latinoamérica? ¿Qué registrar cuando se visita una isla donde se cede lentamente el paso a la modernización? Ambas preguntas remiten a una cuestión innegable: un capítulo en la historia contemporánea está terminando. Por esta razón, durante los últimos años, Patricio Fernández ha viajado a Cuba para relatar los hechos que han acontecido en la isla antes y después de que Fidel Castro dejara el poder en maos de su hermano Raúl.
Tomando el pulso de la vida cotidiana y describiendo sus pormenores, a la vez que recogiendo testimonios de personajes centrales y de cubanos tan anónimos como singulares, Cuba. Viaje al fin de la Revolución relata el histórico restablecimiento de las relaciones con Estados Unidos, las visitas del papa Francisco y de los Rolling Stones, la muerte de Fidel y el proceso de paz entre Colombia y las FARC mediado por la isla, entre otros hitos.
Este libro es, en suma, el retrato de una sociedad o, como señala su autor, “lo que ha quedado de ella: lo bueno, lo malo y lo inclasificable de uno de los proyectos sociales más ambiciosos de la historia humana, llevado a cabo en esta pequeña isla que hoy habita en compás de espera, aunque sin esperanza”.
A
los quince años se puede leer Fausto,
de Goethe, y entender la historia de amor y condena que esconde. Tal vez se nos
escapen los matices más culturales, tal vez no entremos en el debate ético y
sobre al más allá, pero no se nos escapará la poesía, ni el tipo de
enamoramiento platónico -aunque no sepamos que existe el concepto- ni la
reflexión sobre la vida al otro lado de la tumba. Comprenderemos otro significado
de la poesía y la reflexión romántica. Y eso se entiende con todas las células
del cuerpo, no solo de la inteligencia.
Sin
embargo, una suerte de inteligencia social, de civilización, ha ido definiendo
los límites de la literatura juvenil con un acierto al que debemos atender con
rubor. La propia Raquel Brune (Madrid, 1994) señala con quién está en deuda:
J.K. Rowling, Laura Gallego, Jonathan Stroud, Neil Gaiman y victoria Schwab.
Nada de Goethe, ni de Proust ni de Stendhal, que también aparece mencionado a
través del síndrome que lleva su nombre. La literatura de corte juvenil
contemporánea se retroalimenta. Y amplia el espacio hasta las quinientas
páginas, en un antojo que parece tener más de comercial que de necesidad
expresiva de los creadores. Porque sí, tras esas páginas y después de estos
comentarios, debemos señalar que existe un afán creativo. Brune habla de
fantasía, no de imaginación, seguramente porque no deja de mirar la faceta más vinculada
a la magia de su obra. A la hora de la verdad, lo más interesante no se
encuentra en la fantasía, en la lucha de las brujas por mantener su esencia,
sino en el retrato contemporáneo.
La
obra ofrece una lectura enunciativa explícita: todo queda expuesto, de manera
que las interpretaciones que pueda hacer el lector coincidan con las
intenciones de la autora. La estrategia tiene su razón de ser, dado que Brune
tiene siempre presente a qué tipo de lector se dirige. Pero ese lector posee una
sensibilidad que está probando bombas constantemente, así pues, admite una
lectura con interpretaciones propias. Lo que ocurre es que esas
interpretaciones es posible que no lleguen en el momento de la lectura: el
libro da pie a que estén vinculadas a su día a día, a sus lazos emocionales y
de pareja, a sus relaciones con los medios de comunicación, a sus redes
sociales, a su lenguaje, a las calles que pisan cuando pisan las calles, a sus atribulaciones,
entre las que destaca la que concluimos de la lectura metafórica: en una etapa
del cambio, uno duda si ha perdido su magia, si alguien se la está robando, si
tiene enemigos con una magia contraria a la propia.
Porque
lo que no podemos negar es que la novela está escrita para gente en tiempos
mágicos. Se trata de una etapa maravillosa de la vida, contra la que la
civilización construye demasiadas cosas, acosa desde demasiados costados, nos
muerde demasiado los tobillos. Es en ese sentido en el que debemos agradecer
las obras de los autores antes mencionados. Y las intenciones de Brune, que ha
puesto mucho esfuerzo en construir y escribir esta obra sobre el conflicto
interior de una joven. No se trata de gran literatura, de Proust, de Goethe, de
Stendhal. Ni lo pretende. Ni falta que hace. A veces necesitamos recordar
quienes fuimos, sobre todo si no terminamos de conciliarnos con nuestra
adolescencia.
La
vida nos cambia, se comenta al hacer público el tópico, y a pesar de ello, nos
empeñamos en seguir siendo los mismos. La dificultad estriba en decidir qué
parte de nosotros es la esencial: cambiamos en la relación, pero resulta inmodificable
esa parte temperamental que tal vez tenga por sustrato las memorias
sensoriales. Y estas memorias se gestan en los primeros años de vida, en la
primera infancia, se sabe que en el parto y puede que hasta en las últimas
semanas de gestación. Es la época de la inocencia, una virtud contra la que
arremete, una y otra vez, la necesidad de relacionarnos: con el otro, con los
otros, con los que nos rozan el cuerpo y hasta con los desconocidos. Esa suerte
de disociación culmina en un extrañamiento que está, por ejemplo, en la obra de
Paul Bowles: qué es el cuerpo y quién soy yo. Para nuestra sorpresa, el autor
americano es, en esa esencia que no convive con la relación, el creador
literario más semejante a Chen Ran (Beijing, China, 1962). En ambos existe ese
aprendizaje que comienza con cuestiones relativas al propio cuerpo, con un
cierto solipsismo, pues los protagonistas aprenden a partir de la experiencia,
y aprenden despacio, con una duda sobre la utilidad de lo aprendido, incluso
con duda sobre la necesidad de aprenderlo. Ambos hablan sobre el mundo
exterior, pero para hacerlo con sinceridad, obligan a desnudarse al personaje,
que es tanto como decir que obligan a desnudarse a cada individuo de la
humanidad durante la lectura de la obra.
La
protagonista de esta novela crepuscular, triste y colmada de una energía que se
rebela contra ese crepúsculo, se debate entre la adaptación o no a su tiempo, a
su entorno. Porque sabe que no es sano integrarse en un mundo enfermo y en
evolución. En evolución hacia la nada, hacia la mera neurosis animal de seguir
respirando, marcada por la tensión sexual: los sentidos cobran un muy relevante
primer plano en la obra, descubriendo una sensualidad que nos desborda y cuya
función es enfrentarnos a la dualidad de calibrar los efectos de los actos
enfrentados a los efectos de las intenciones. Hay una cierta poesía de la
derrota que Chen Ran maneja con el pulso de la rebeldía, de tal manera que en
ocasiones la novela parece ser un ensayo completo sobre los vínculos humanos. No
deja resquicio sin explorar.
“Las
negras gotas de lluvia todavía caen enloquecidas sobre mi rostro y sigue siendo
esa misma lluvia rebelde e irritable la que resbala sobre mi cuerpo en las
noches cálidas de verano, esa lluvia desordenada y carente de armonía”.
Así
se va expresando esta narradora que considera que su problema está en la gente
hecha pedazos, en una época hecha pedazos. Nace en los años sesenta y vive una edad
turbia de China, turbia por un exceso de condicionamientos que no consigue
aceptar. Se trata del tipo de acuerdos que forman lo que llamamos la conciencia:
esa adaptación a una norma social que te separa el bien del mal no siempre
ateniéndose a criterios puros, sino a criterios cívicos. Nuestra protagonista
no cesa de preguntarse cómo se puede uno asociar al mundo. En su camino, brega
en un empeño casi inútil por desembarazarse de la tristeza. La familia es un
ser diluido y el individuo se enfrenta a la marea de la humanidad como el
personaje romántico de Conrad se enfrentaba a un tifón. Las figuras masculinas reflejan
un poder sin sensibilidad y en las femeninas ve un refugio en el que no existe
el equilibrio. Así es como se va mellando la inocencia, que es el tema sobre el
que versa el libro.
Se
trata de una obra poliédrica, que va pasando a ser más consistente a medida que
avanzamos, abandonando la estrategia de suma de retazos de memoria para
integrarlo todo en la construcción sentimental de la protagonista. Un personaje
a través del que vemos un mundo empañado, sin ilusión y sin color. De ahí que pise
fuerte e intente imponer, para ella y para nosotros, la necesidad última de
cada individuo: el deseo de estar sereno.
El
jardín del Edén es una metáfora. Es una ilusión. De seguir existiendo, se
habría transformado en una mala praxis por parte de los humanos, demasiado
dueños del territorio. Seguramente ya habría dejado de ser un jardín, habría
dejado de ser naturaleza, y estaría en poder de promotores y otros
industriales, que explotarían la ciudad para lucrarse. Y, mientras tanto, el
resto del planeta se dirigiría hacia un apocalipsis fragmentado. La suma de muertes
por culpa de la guerra religiosa, o cultural o fanática, a la que se suman los
desastres naturales, no supone un gran avance en las posibilidades de una vida
con más belleza.
El
mundo se va al garete mientras Humphrey Bogart e Ingrid Bergman toman champán
en el centro de París. La ciudad es un caos donde nos hemos creído que la
neurosis es una forma natural de ordenar lo humano, eso que llamamos
civilización, todo lo que no procede directamente de la naturaleza. Más allá de
la frontera de la ciudad, reina el miedo. Las noticias son un escándalo para ese
sustrato de temores que cultivamos y que nos sirve para refugiarnos en nuestras
conchas.
Así
es como se va desarrollando esta novela, Edén
City, en forma de poliedro y con un ritmo de acción en el que no se nos permite
una frase de descanso. La impresión que se nos revela apunta a un tono más bien
ligero, tal vez irónico. Pero la esencia es demasiado seria: terrorismo, terremotos
y la tiranía de las grandes compañías. Aunque tal vez lo más interesante surja
cuando se nos habla de lo más inmediato, de lo que reconocemos como nuestro:
una extraña historia de vínculos, que no nos atrevemos a llamar amor aunque
deseamos que así sea, entre los dos personajes protagonistas, seres con nombres
extrañísimos, producto de ese derroche de imaginación que es la mente de Jaim
Royo (Madrid, 1971). Una imaginación puesta al servicio de un retrato de una
época, la nuestra, hoy, sobre la que ignoramos demasiadas cosas, es posible que
todo. Por eso al terminar de leer la obra quedan esas preguntas de siempre, cuestiones
sobre las que han fallado tantas y tantas respuestas.
Edipo
quiso, en el fondo, dejar de ser el mismo, o al menos de parecerlo. O, para ser
más concretos, que no le sucediera el destino que los dioses habían escrito
para él, un deseo tan noble como necesario: la condena a ser lo que alguien
ajeno ha decidido por nosotros es una cárcel. En el caso de Edipo, dio nombre a
un síndrome sobre el que mantenemos una vigilancia latente hasta el final de
los días. Pero hasta el final de los días propios, pues ni siquiera la desaparición
de la madre nos libra de la maldición de los fantasmas interiores, si es que
esos fantasmas existen. En cualquier caso, la atención a las diferencias entre
el amor natural y los síndromes naturales, pueden dar lugar a conflictos
emocionales, de esos que uno medita y consume en soledad. Es la soledad lo que
da pie a esta novela, Ama, más que la
resolución de un Edipo que, a juzgar por el texto, el autor tiene bien
trabajado. Aunque en manos de un psicoanalista, la lectura pudiera dar lugar a
una falsa interpretación. Sea como sea, el movimiento de piezas que surgen del
fallecimiento de la madre da pie a una obra con bastante potencia emocional, y
eso es lo que importa.
Si
tratáramos sobre síndromes, en realidad el que se impone es el síndrome del miembro
fantasma, ese que lleva a quienes sufren una amputación a creer que el miembro
sigue presente debido a la forma de procesar y transmitir información del
sistema nervioso. Para solventar este síndrome se han creado estimuladores que
se implantan en la médula. Eso resulta más o menos acertado siempre y cuando lo
que nos falte sea algo orgánico, biológico: piel, carne, huesos y sangre.
Todavía no se ha inventado el aparato que nos evite el síndrome de miembro
fantasma cuando el que desaparece es un ser querido. Y, de hecho, en caso de
existir apenas convencería a nadie para ponérselo. Nada más triste que evitar
sentir una tristeza que pertenece al rango exclusivo de la sensibilidad. El
intento de José Ignacio Carnero (Portugalete, 1986) es algo parecido al de cauterizar
a través del espacio literario. El problema no es la novela a la que da lugar,
que contiene buenos mimbres y merece la pena ser leída, sino que la catarsis a
través de la escritura jamás se ha producido. Aunque esa limitación pertenece
al terreno de lo personal, tal vez de lo psicológico, a alguna de las etapas del
duelo, y no es el que nos ocupa.
En
lo que se refiere a Ama, la obra se
nos presenta con un existencialismo sobre los cimientos de lo cotidiano: el
narrador es un hombre integrado en la estupidez social, y descubre que es
estupidez cuando le azota un suceso que recoloca cada emoción en su lugar:
frente a la muerte de un ser querido, su madre, todo lo demás se queda muy alejado
de lo que somos. Como a Edipo, se nos plantea que eso que hemos ido construyendo
es algo que los dioses escogieron por nosotros y renegamos de ello hasta el
punto de que firmaríamos sacarnos los ojos para evitarlo. La novela retrata a
una generación a través de una sintaxis en la que Carnero sabe que lo más
importante no son los alardes, sino no equivocarse. Y la presencia de la madre le
lleva a un planteamiento que lo aleja de uno de los referentes del autor: ese Knausgard
peripatético y ambicioso que casi cae en la falta de emoción queriendo abarcarlo
todo.
Frente
al autor escandinavo, Carnero elige la idealización del pasado. La solución frente
al destino trazado por los demás es relatar el pasado con el lirismo de la
memoria. Sabe que el éxito sería algo muy personal, pues como confiesa en las
primeras páginas en varias ocasiones, las cosas se limitan a suceder. Pero el
empeño no desfallece, la búsqueda de consuelo se va imponiendo, se va
imponiendo el lirismo frente a la parte más existencial de sus días: frente a Netflix
o Tinder, que apenas sirven para mantenernos entretenidos en un tiempo que no
deberíamos dejar que sucediera sin que nos afectaran las caricias de las alas
de los ángeles y de los rabos de Satán.
Hace
poco leíamos Una huida imposible, de
Toni Montesinos (La línea del horizonte), donde el autor creaba una suerte de
subgénero de viajes, el viaje por los autores que han pisado la tierra por la
que pasa. Ambientada en California, la obra nos trasladaba la necesidad de
incluir la lectura en el viaje, sea este del tipo que sea, pues en las
condiciones actuales pocos son los viajes que se saltan los márgenes del
turismo, incluido el del mochilero. Soltar amarras y partir tiene muchos beneficios,
entre otros te permite la concentración más plena en el instante, y eso supone
ser mejor lector, ser mejor en la contemplación, ser mejor en las relaciones,
ser mejor intérprete del mundo. En esa línea se sitúa este Leer, viajar, estar vivos, aunque su estructura es más acorde al
clásico libro de viajes, en este caso con un plural más justificado pues varios
son los viajes descritos, que el de Toni Montesinos. Pepa Calero decide sortear
algunos de los impedimentos de la actualidad, como los años que han caído o la
tensión social atribuida a su rango económico, hace la mochila y se dirige a
varias de las ciudades más emblemáticas de Europa. Su ánimo se identifica con
estos lugares, por la cultura, por la historia, por la seguridad, por la
belleza. Y por ser, en buena medida, ágoras, lugares de encuentro y por tanto
pasionales.
También
por los autores a los que sigue, escritores consagrados a los que admira sin disimulo
y a los que cita con frecuencia: Stefan Zweig, Sandor Marai, Joseph Roth, Italo
Svevo, Fernando Pessoa o Paul Bowles, entre otros. La aparición de Bowles se
justifica en un Tánger que representa de una manera más o menos decadente, el clásico
viaje al sur, emprendido hace décadas por intelectuales y bohemios. Los demás
lugares contienen tanto de deseo de caminar por ellos como de literatura:
Varsovia, Trieste, Lisboa, Salzburgo, Viena, Budapest, Praga, Berlín. Calero es
una lectora lírica, idéntico espíritu al que la acompaña en sus paseos por las calles,
pues las protagonistas de sus descripciones son las calles y no lugares bajo
techo. Escribir el libro supone para ella volver a los viajes, trabajar en y
desde la memoria, habitar un poco en el pasado, aunque sin nostalgia, y el empujón
definitivo hacia la descripción, que supone cargarse de ilusión para seguir leyendo,
viajando, viviendo.
Asistimos
a la confesión de autodescubrimiento, a los sueños que brotan de los sueños y a
la meditación que acompaña a la apertura de los sentidos, otro de los síntomas de
la enfermedad del viajero, esa que nos ubica en el presente, que nos limpia de
rutinas y compromisos. Los lugares por los que pasa pueden haber perdido su
encanto a favor de lo comercial, como en el caso de Praga, convertida, en ciertas
épocas del año, en un parque temático para turistas melosos. Pero Calero sortea
el empujón hacia la crítica y confiesa que eso carece de importancia, pues todo
aquello que sucede a su alrededor es nuevo para ella, es descubrimiento, es
soledad y aventura. Cita, oportunamente, a Fernando Pessoa, quien resume este
fenómeno con la siguiente expresión: “Los viajes son los viajeros. Lo que vemos
no es lo que vemos, sino lo que somos”. Pues en eso estamos, en seguir leyendo
y viajando para sentirnos vivos.
Una
pintora que no pinta, un niño mudo y un padre adoptivo que es un maorí mestizo.
Con esos protagonistas Keri Hulme (Chirstchurch, Nueva Zelanda, 1947) construye
una parábola sobre los límites del lugar donde habitamos, física y
emocionalmente, condicionados por esa otra frontera, la más natural, la que
separa la tierra del mar, el lugar donde podemos pisar, comer, amar, y el
territorio de los sueños, la contemplación y el deseo. Utilizar el verbo
construir no es nada gratuito, pues el esfuerzo de condensación y de suma en
cada capítulo, en ocasiones muy breve, para expresar algo que navega en
paralelo al costumbrismo, y conseguir que la suma y acumulación de sucesos no
se escape hacia una literatura casi experimental -recordemos que la obra fue
escrita en la década de 1980-, requiere de una entrega digna de alguien que es arquitecto
y albañil al mismo tiempo. La obra parece fragmentada, pero no lo son las
intenciones de Hulme, pues todo obedece a una atmósfera en la que los
personajes están encerrados por la cúpula de aire y la condición humana que
respiran.
En
buena medida, la exploración de Hulme se mueve en péndulo entre la realidad y
la fantasía, pero de forma que una y otra se van retroalimentando. Por un lado,
está la sociedad, que no se menciona, pero que aparece de forma elíptica; una
sociedad a cuya periferia pertenecen los tres personajes, empeñados en la autosuficiencia,
o al menos en la autosuficiencia narrativa, es decir, en construir sus propios
días. Y por el otro están los vínculos entre ellos, unas historias de amor sin
engaños, porque saben que de eso se trata el paso por el planeta: o amas al que
está más cerca o no amas. El amor que impone las religiones, por ejemplo,
resulta demasiado abstracto y, por tanto, demasiado intelectual. No se quiere
con el fondo de la inteligencia, sino con la pasión que nace de todas las
células del cuerpo. Ese imperio brota incluso en un lugar tan apartado del
resto del mundo como es la costa de la isla sur de Nueva Zelanda, en una aldea,
en las lindes de la naturaleza. El niño mudo es, por otra parte, una metáfora
completa, una proyección y una imagen de cómo llegamos a querer a quien debemos
cuidar. Se trata del personaje central, no porque acapare la acción, sino
porque es el combustible de la novela. Su origen es tan incierto que nos
atreveríamos a designarlo como un hijo de la mar, un ser telúrico de no haber
surgido tan cerca del agua salada. Y está, en los tres, la maldición de ser
diferente, la social y la que nos confiamos a nosotros mismos. De esa sensación
surge un amor que es triste, como nos empeñamos muchas veces en que debe ser el
amor. Lo complicado es construir -de nuevo el verbo- esa sensación literariamente,
un trabajo en el que Hulme pone mucho empeño, mucha afición y mucho tiempo. La
novela es tan extensa que contiene grandes aciertos en ese sentido. Aunque lo
que destaca sea la atmósfera, esa sensación que vincula soledad y sensibilidad,
como si no fuera posible la una sin la otra, al menos en un mundo en el que lo
hostil -más hostil si cabe para los niños, las mujeres y las minorías étnicas- se
impone hasta el punto de que es mejor estar callado, como hace el niño, aunque
sea por condición biológica.
Ni
las estrategias de fragmentación, ni las de aniquilación, han conseguido
exterminar el espíritu kurdo. Se trata de un sentimiento de unificación, de
tribu, bajo el fuego y las iras de una horda de demonios sin memoria ni respeto.
Los kurdos conforman el mayor país del mundo sin estado. Hablamos de más de
cuarenta millones de personas, todas ellas en lucha contra el acoso o contra el
hambre, divididas por las estúpidas fronteras que separan Turquía, Irán, Irak y
Siria. Esta división, esta negación de su derecho a constituirse en un pueblo
reconocido políticamente y respetado bélicamente, hace que el paso por las líneas
divisorias sea algo clandestino, una de esas aventuras que ninguno desearíamos
tener, pues el riesgo de caer herido es real, tangible, se respira y madura
hasta atorarnos con miedo o hacer un callo que provoca, por un extraño reflejo,
que quienes allí habitan, quienes acompañan a los dos periodistas que nos van narrando
Kurdistán, lo entiendan como algo cotidiano. Son demasiados años levantándose
de demasiados derribos, que comenzaron antes de que muchos de ellos tuvieran
memoria.
Las
escenas, las secuencias que se retratan nos llevan a distintas etapas del
tiempo: el presente, el pasado inmediato, la última mitad del siglo XX, la
historia desde sus orígenes, cuando se fundaron las religiones. Aunque la
actualidad se impone, a cuenta del buen oficio de David Meseguer (Benicarló,
1983) y Karlos Zurutuza (Donostia, 1971). Mientras nos relatan en qué consiste
el conflicto y nos describen a sus principales actores, viajan por los cuatro
países que contienen al quinto, Kurdistán, un territorio con lengua, cultura y
personalidad propia, una lucha que deberíamos considerar absurda, pues a estas
alturas nadie niega la personalidad de este pueblo ni su derecho a la independencia.
Que sea atacado desde los gobiernos es ya un reconocimiento. Al que se suma,
actualmente, la guerra religiosa que mantienen con otros caracteres de la
guerra, como el Estado Islámico. De ahí que el interés, que es una constante a
lo largo del libro, se incremente cuando los autores se introducen en Siria, en
la guerra sin fin de un país que se parece demasiado a los Balcanes de los años
noventa. Las dificultades y el riesgo añaden una capa de tensión mientras nos
explican en qué consiste la labor de Meseguer y Zurutuza: centrarse en las vidas
de las pequeñas personas y referirse a las de las grandes como ideales.
Sus
compañeros de viaje son contrabandistas, mujeres, panaderos y, por supuesto,
guerrilleros. En sus cabezas ha encajado previamente, y nos lo explican con
facilidad, el puzle de la geografía humana y de la historia, también humana y
por tanto descabellada. Mientras sumamos invitados al libro, vamos comprobando
que la esperanza de vida entre los kurdos no es muy alta, que va descendiendo,
pues de muchas de las personas que conocen se tendrán que despedir antes de
terminar de redactar la obra que tenemos entre las manos. La mayor virtud de
Meseguer y Zurutuza es, sin embargo, la humildad. Sería fácil convertirse en
protagonista del relato, caer en la tentación del ego, alabarse a uno mismo enarbolando
la bandera de una causa de justicia, pero ellos saben colocarse como meros
testigos y dejan que los héroes sean anónimos. Saben que su trabajo, al fin y
al cabo, es de una inutilidad preciosa, pues escribir y denunciar no va a
cambiar las vidas de quienes han ido conociendo a lo largo de los viajes. Pero
se resisten, y hacen bien, a soltar esa piedra preciosa que es haber compartido
un sufrimiento que no tiene sentido y es demasiado extenso. Ese es el valor,
con toda la polisemia que contiene esta palabra, de este libro.
¿Quiénes son ellas? se preguntarán ustedes al encontrarse con el título de este artículo. ¿De qué ellas vamos a hablar? ¿Es apropiado recurrir al simple pronombre colectivo, sin destacar nombres concretos, aún siendo muchos de ellos un mejor reclamo para atraer al lector? Aquí, en esta “Ventana” que hace el número 49, un número especial porque con él iniciamos una nueva etapa, me valgo yo del plural para homenajear la mirada, la palabra de las mujeres, tantas veces silenciada. Y lo hago a través de un libro muy sugerente que se convierte en una invitación a descubrir, a adentrarse en las obras y trayectos, de 13 escritoras inquietas, tenaces, combativas, capaces de mirar al mundo de una manera diferente, desde un sentido de solidaridad y de justicia del que tan necesitados estamos.
¿Cómo sería la historia si la hubieran contado también las mujeres? ¿Qué nos hemos perdido sin la aportación femenina, sin el conocimiento de un legado que ha ido corriendo en paralelo, de manera subterránea; un legado que, sin duda, suma, enriquece, nuestra visión de la realidad? Sobre todo esto he vuelto a reflexionar mientras me iba adentrando en la lectura de Eva en los mundos. Escritoras y cronistas, de Ricardo Martínez Llorca, publicado por La línea del Horizonte, una entrega valiosa en su sencillez por su capacidad para trazar puentes de complicidad entre sus protagonistas, para demostrar que no hay terrenos vetados a la mujer, ni obstáculos que no sea capaz de atravesar, ni zonas oscuras a las que no pueda acceder para esclarecer y poner de relieve los males de su tiempo, de los tiempos que a cada una de ellas le ha tocado o le toca vivir.
Sofía Casanova, Carmen de Burgos, Marina Tsvetáieva, Rebeca West, Hayashi Fumiko, Martha Gellhorn, Annemarie Schwarzenbach, Edna O’Brien, Joan Didion, Janet Malcolm, Helen Garner, Svetlana Aleksiévich y Leila Guerriero. He aquí los nombres detrás de “ellas”, las protagonistas de un intenso recorrido entre generaciones que, más allá de las vicisitudes, de las biografías, de las obras, individuales, de los paisajes que cada cual contempla, conforma un relato unificado, coherente, una especie de abrazo sin fronteras. Como explica Martínez Llorca, novelista y autor de libros de viaje, artífice de este encuentro entre mujeres, de esta reunión de sentires, aventuras y búsquedas, en su lista podrían haber entrado muchas otras, pero todas las que están, ya hablen en sus obras de la guerra o de lo cotidiano, aportan verdad, iluminan el trecho de tierra que les ha tocado pisar, la mayoría de las elegidas desde la crónica, algunas de ellas a través de la ficción.
“Sofía Casanova o Carmen de Burgos asientan las leyes de lo que es la crónica y lo que no: el eje sobre el que se mueven es la verosimilitud; lo que narran no basta con que sea creíble dentro del pacto que proponen al lector, se tiene que identificar como verdad en el sentido en que Kublai Jan quería corroborar si su sueño se correspondía con una ciudad que existe. Aunque leer sus viajes por Europa, en una época en la que apenas se permitía a las mujeres salir de su círculo íntimo, de su barrio y sus tertulias a la luz de las candelas, debió suponer una sacudida mayor (…) El mundo se agranda a medida que ellas avanzaron y nosotros las leemos…”, seguimos el texto introductorio, con el ánimo ya dispuesto a emprender el camino, a avanzar, a partir de las experiencias y desafíos a las que se enfrentaron estas dos mujeres, testigos, a mediados del siglo XX, de una realidad convulsa, marcada por el horror de la guerra.
Casanova, nacida en La Coruña en 1861, fue la primera mujer española corresponsal de guerra en un país extranjero. Católica y conservadora, defensora de la monarquía y en las filas del franquismo durante la Guerra Civil, dio cuenta en sus escritos, en sus diarios, de acontecimientos como la Revolución Rusa, siendo “una de las primeras personas que supo prever lo que se estaba fraguando: en contra del parecer occidental, argumentaba que esa revolución sería duradera e implicaría cambios inconcebibles en el mundo, pues a quienes la seguían lo les faltaba una causa”, nos cuenta el autor de Eva en los mundos, quien sigue los pasos de esta su primera protagonista durante la I Guerra Mundial, como enviada permanente en Europa Oriental del diario “ABC”. “El transcurso de la guerra la obliga a huir a Minsk, a Moscú y a San Petersburgo, llevando consigo una maleta de cartón reforzado con cuero y a sus tres hijas vivas, y a la cuarta en el dolor de la memoria. Hablaría sobre la muerte de Rasputín y entrevistaría a Trotski, a quien consideraba el más inteligente de los líderes de la revolución bolchevique, y a quien llamó “el terrible comisario de Negocios extranjero”, sigue relatando Martínez Llorca, quien traza el retrato de esta mujer que llegó a ser candidata al Premio Nobel de Literaturay cuyos libros están hoy, en su mayor parte, descatalogados.
Son muchos los detalles de la biografía, de la obra de Sofía Casanova, que llaman la atención, del mismo modo que sucede con Carmen de Burgos, conocida como Colombine, muy distante de la primera ideológicamente, pero también pionera del periodismo sobre el terreno, de la que se nos hace saber que “su maleta estaba siempre preparada para conocer lugares donde no pesara la mantilla sobre la cabeza de las mujeres”, como decía ella misma. Luchadora por la II República, convencida defensora del sufragio universal, activista por los derechos humanos, durante la dictadura de Franco se requisaron todos sus libros y se prohibió su nombre.
Breves y vibrantes son los distintos retratos que va dibujando el hacedor de esta ruta femenina entre “mundos”. Una ruta en la que, si bien, destacan los detalles, los hechos más llamativos de cada biografía, se valora la calidez y la capacidad de introspección del retratista, capaz de situar a sus creadoras en el contexto de sus entornos vitales e históricos, trascendiendo la anécdota, profundizando en los logros y el alma que sobrevuela las obras y los destinos de sus trece protagonistas; algo muy de agradecer. Vida y creación se cruzan en estos trece perfiles que nos descubren a creadoras muy singulares, unas más conocidas que otras, todas unidas, como decía antes, por el afán de rascar las capas superficiales de la realidad, por ahondar en sus propias circunstancias y en las de su entorno. Todas abrazadas por una fuerte corriente de solidaridad, de sentido de la justicia.
Cada uno de los textos es una pieza literaria en sí mismo, porque el autor aplica su mirada, interpreta, reflexiona, levanta su propio relato, sus relatos, dotando a cada uno de ellos de un particular sentido, de una atmósfera diferente. Siguiendo el recorrido, bajo el título de Un caso de exceso de ternura, nos encontramos con la autora rusa Marina Tsvietáieva (Moscú, 1892 – Yebáluga, 1941). Su poesía es sublime, su historia, dramática: pobreza, abandono, represión, cárcel, exilio, suicidio… De todo ello, absolutamente estremecedor, da cuenta el libro que nos ocupa, pero me quedo con un párrafo que refleja todo lo que os decía anteriormente, del espíritu que anima la entrega: “Tsvietáieva escribe temerariamente, sobre el caos de un presente, más atroz aún porque no puede ser comprendido. Los fragmentos de sus diarios presagian no solo la tragedia personal, sino también la de un pueblo. Son un testimonio de la vulnerabilidad humana, al tiempo que mantiene ese pulso con la literatura, como si presintiera que ella está hecha del sonido de las palabras, y que estas son el cielo, el alma. Se dispone a hablar de un país fracturado, de un tiempo fracturado hasta la extenuación, y le saldrán, a la fuerza, escritos en los que la fractura se convierte en un estado lírico”.
Crítico literario, guía de destinos, viajero él mismo, Ricardo Martínez Llorca, va atravesando geografías y devenires de la mano de otras mujeres como la londinense Rebecca West (nombre de un personaje de Ibsen adoptado por Cecily Isabel Fairfield), a quien define como “la periodista casi perfecta”, capaz de desaparecer de sus crónicas, movida por la búsqueda de “trazas de dignidad” en aquellos con los que se cruza, con los que conversa. “Sorprendida por la incapacidad de la gente por ver el mundo a través de los ojos de los demás, conserva una mirada inocente y limpia, con tanta obsesión como para considerar que la empatía es una de las ramas del árbol de la nobleza, junto con la ternura”, vamos pasando las páginas a ella dedicadas, en las que adquiere importancia su gran obra, el libro de viajes Cordero negro, halcón gris, fruto de un encargo para la revista “Atlantic” en 1936 que se convierte en un largo viaje por ciudades europeas en el que traza un mapa del malestar mundial.
Pese a su brevedad, como decía antes, son muy intensos los itinerarios de esta entrega que se convierte en puerta de acceso a interesantísimas obras literarias. Capaz de avivar la curiosidad y despertar pasiones, el autor consigue que queramos acudir a las fuentes, conocer mejor a las mujeres que nos va presentando. Reconozco que de muchas de ellas apenas había oído hablar, caso de la japonesa Hayashi Fumiko –una biografía corta, llena de dolor, de penurias y de contradicciones–, autora de Diario de una vagabunda, un libro “que es otra obra maestra de lo cruel que puede llegar a ser la vida y la incompetencia que tenemos para entender las razones” (…) “un testimonio de supervivencia en un país, y sobre todo en su capital, Tokio, tras las derrotas de la guerra” (…) “una lectura que nos remite a la actualidad, a esos fenómenos que llamamos crisis, pero cuyo resultado es idéntico al de la guerra”, señala nuestro guía, porque, “hoy”, nos dice, “hay miles de vagabundos, en el mismo sentido en que Fumiko fue la vagabunda fragmentada que ella se representa con una potencia descomunal en un libro clave de la literatura del siglo XX, repartidos por los callejones del planeta”.
Como vemos destacan en el recorrido las mujeres reporteras, forjadas en la guerra, en territorios que normalmente han sido propiedad del hombre, aportando una sensibilidad diferente, más atenta a la escucha de las víctimas, al relato de las emociones. En ese lado, pero desde su papel de conversadora, de salvadora de voces calladas, se encuentra la Premio Nobel de origen ucraniano Svetlana Alexiévich, autora de libros testimoniales novelados como El fin del Homo Sovieticus, Últimos testigos o La guerra no tiene nombre de mujer. A día de hoy, como señala el ensayista, sigue escribiendo desde su modesto piso de corte soviético proletario, de cara al río Svisloch, en Minsk, preocupada por el destino de una nación que sigue alimentando el mito de los valores bélicos, pero ajena a confrontaciones, al cultivo del odio. Sus libros se leen “con reverencia”, nos dice Martínez Llorca, “son muestra de una empatía palpable”. En ellos “no hay narrador, no hay un estilista que impresione, no hay una voz alfa”. tal vez porque su autora “creció entre gente sencilla, cuyas historias destrozaban a cualquiera…” y aprendió el arte de la ingenuidad de niña, escuchando a las mujeres que conversaban por las tardes, con la sombra de la mitad de la población, la masculina, muerta en la guerra.
El volumen termina con Leila Guerriero (Argentina, 1967), la más joven del conjunto, una certera cronista de nuestros días, “una personalidad descorazonadora en la escritura, tan depurada y precisa como tensa, salvo algunos brochazos de color que nos sirven de descanso y adicción”, vamos leyendo acerca de esta mujer que ha escrito para distintos medios sobre la cruel dictadura de Myanmar, sobre la hipocresía del Papa Francisco en el asunto de los abusos sexuales por parte de sacerdotes o sobre el actual y enconado conflicto de la llegada de emigrantes latinos a Estados Unidos, amenazados no sólo por medidas racistas e inhumanas, sino por la animadversión de los de su propio pueblo, que llegaron antes que ellos. “Leila ha traído una mirada existencialista a la crónica, al periodismo narrativo, a la literatura (…) Con el mayor de los pesimismos, en el peor de sus días, sostiene que la humanidad se ha habituado a moverse en la mugre, “a convivir con la basura en su ojo de cíclope hasta que la basura se hace callo y el ojo queda confortablemente ciego”, señala el artífice de Eva en los mundos.
Pero antes de llegar a la autora argentina, artífice de recopilaciones de perfiles, crónicas y artículos sobre periodismo como Frutos extraños,Zona de obras o Plano americano, nos encontramos con otras escritoras como la suiza Annemarie Schwarzenbach (1908-1942), a quien debemos títulos como El valle feliz, Muerte en Persiao Todos los caminos están abiertos. Adicta toda su vida a la morfina, de aspecto andrógino, herida por un amor imposible hacia Erika Mann, la hija del Premio Nobel alemán y amante de las geografías orientales, tenía, según Ricardo Martínez Llorca, un “talento feroz para la tristeza” y la capacidad de otorgar voz a los perdedores, a través de la palabra escrita y también de la fotografía (viajó por Estados Unidos documentando la época de la depresión). En su obra destaca el contraste entre la felicidad que experimentó en sus viajes a Asia, donde participó en expediciones arqueológicas, y su desolación ante la pobreza, la indefensión y la violencia en la América de la naciente prosperidad, una situación que refleja tanto en su obra como en sus piezas fotográficas, como testigo de la esclavitud en los campos de algodón y de la situación de los obreros más desfavorecidos de la industria, imagen de la puerta trasera del capitalismo.
A su lado caminan Janet Malcolm (Praga, 1934) y Helen Garden (Australia, 1942). La primera ha construido su trayecto en torno a dos pasiones: Chéjov, a quien dedica una obra en formato de libro de viajes, Leyendo a Chéjov, donde explora los lugares y el trasfondo espiritual que anima la obra del clásico ruso, y Freud, a quien dedica ensayos como En los archivos de Freud, en la corriente del gran periodismo de investigación. La segunda, autora de obras como La casa de los suspiros se cuestiona en sus libros y crónicas asuntos como el sistema jurídico, el funcionamiento de los tribunales, la falta de moral de determinadas normas de convivencia, la educación sexual de los adolescentes, los escándalos de acoso sexual en la universidad. “Garner es una de esas escasas personas preparadas para revelar cosas demasiado íntimas, del tipo de asuntos que consideramos vergonzosos, cosas sobre las que la mayoría de nosotros no nos atreveríamos ni a toser un monosílabo si nos apuntaran con un arma en la cabeza”, comenta Martínez Llorca.
También se adentra el ensayista en las obras, biografías, vicisitudes y enseñanzas de creadoras con tanta personalidad como Edna O’Brien y Joan Didion, mucho más conocidas por el público español. De la primera, nacida en Irlanda en 1930, analiza el autor una de sus obras más populares, la trilogía Las chicas del campo, que tanto bebe de su biografía, del “dolor de la memoria”, como dijo John Berger. La vida de la autora experimentó un salto trascendente, desde la estricta sociedad rural en la que nació y que retrata en su literatura, hasta la efervescencia cotidiana de urbes como Londres y Nueva York, donde se codeó con destacadas figuras de las letras y el espectáculo, dedicada a la escritura y a labores editoriales. Hoy, pasados los 80 años, vive “una especie de exilio voluntario” en Londres. La soledad, como indica Martínez Llorca, ha sido su gran tema; la escritura su refugio, su manera de vivir hacia dentro, aunque con algunas destacadas incursiones en los luchas del exterior, caso del conflicto de Irlanda del norte, un conflicto que le afectó sobremanera, “hasta el extremo de intentar explicarlo una, cien, mil veces en distintos artículos y hasta a través de una novela, porque lo que publicaban los medios de comunicación tendía al reduccionismo”, haciéndole ganar algún que otro desprecio.
La soledad, la humanidad y la serenidad caracterizan el trayecto de O’Brien y de algún modo están presentes también en el de Joan Didion(California, 1934). Si tuviera que elegir de entre todos los retratos que contiene este libro, que no es tarea nada fácil, me quedo, por la técnica de desvelamiento con el que está trazado, con el de esta mujer en cuya obra llevo tiempo queriendo profundizar más. Su vida, llena de talento y de energía, se vio truncada por el dolor ante la muerte de su marido y su hija, experiencias recogidas en dos de sus mejores libros: El año del pensamiento mágicoy Noches azules. Quien de ella escribe inicia su perfil a través del visionado de un documental realizado por su sobrino, El centro cederá, y a partir de ahí, de los movimientos y palabras de la escritora, va aproximándose a ella, analizándola, entendiéndola. “La figura anciana a la que entrevista su sobrino contiene el mismo gesto que la de las fotografías de las épocas más atropelladas, de su temporada de gran vividora, de esa edad en que uno no entiende que mañana la vida puede haberse modificado…”, vamos leyendo.
El brillo, la agitación de la contracultura, el mundo hippie, forman parte de la primera etapa de la vida de Didion. En algunos de sus escritos da cuenta de todo ello y transmite, como señala el autor de la obra que nos ocupa, “la sensación de saber que está viviendo el estallido de la pubertad de Estados Unidos”, pero la muerte, el dolor y el duelo irrumpen en su camino y se inicia otra etapa que encuentra acogida en su literatura, dando lugar a los dos títulos anteriormente citados, donde la autora es capaz –sigo el análisis de Martínez Llorca– de “presentarnos la degradación de la felicidad en esos actos de cada día: desayunar y lavarse los dientes, escribir, contestar al teléfono, sacar la basura o hacer la compra. No hay que ordenar el caos a través de la escritura, porque no hay caos”. Como dice la propia autora: “La vida cambia rápidamente. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conoces termina”.
Los gestos de Joan Didion, que recobra el retratista, su espíritu siempre abierto a las sorpresas, se graban en mí, del mismo modo que acciones y palabras del resto de las protagonistas de este libro (lleno de verdades, de mucho más de lo que he resumido en este artículo), que se convierte en un puerto de salida hacia lugares, geografías, literaturas, que merece mucho la pena descubrir. Estamos ante una entrega hecha de perfiles, de fragmentos, de miradas femeninas, de retazos de lecturas, de acercamientos, de rumbos que acaban juntándose en un único y tentador viaje, el de la apertura al mundo, tanto al exterior como al de los paisajes interiores más profundos.
“Eva en los mundos. Escritoras y cronistas”, de Ricardo Martínez Llorca, ha sido publicado por La línea del horizonte.