Amo
a Rusia
Elena
Kostyuchenko
Traducción
de Mildred Nicoltera
Capitán
Swing
Madrid,
2025
397
páginas
A
la hora de la verdad, una crónica no es una revolución. La palabra es
imprescindible, pero no detiene guerras, no salva a un país, como confiesa al
final de este libro Elena Kostyuchenko (Yaroslavl, Rusia, 1987). Pero querer
cambiar la realidad es síntoma de cordura, algo que este libro destila, y en grandes
cantidades, tantas como para impactar. Estamos frente a una de las obras que
más van a aturdir este año, una demostración magistral de periodismo, en la que
las palabras se relacionan con la resistencia mostrándonos un camino de salida:
hay injusticia, a raudales, pero también deseo de cambio. Y será ese deseo, esa
contribución al cambio que surge de la palabra, de la expresión, de la
divulgación, lo que nos salve, lo que salve al individuo. Sin gente como
Kostyuchenko, ¿a qué nos veríamos reducidos los demás? Robot es una palabra
checa que significa esclavo o servidumbre, y que creó Karel Čapek para
una obra de teatro que se estrenó en 1920. Tal vez no seríamos mucho más que
eso, un robot, si no viniera alguien a removernos por dentro.
Amo
a Rusia es un compendio de crónicas sobre un país que parece ser
una distopía a la vez que una ucronía, en el sentido de que el pasado del país
no ha terminado de ser, no ha terminado de construirse. El mosaico no puede ser
más demoledor, y Kostyuchenko consigue que funcione de una manera que el lector
no puede si no agradecer: la tensión literaria es de tal calado que nos empuja
a estar con ella, a vivir con ella aquello de lo que es testigo. El libro
desborda más intensidad que muchos documentales que se apoyan, además, en la
imagen y el sonido. No hay un solo instante de descanso, un solo párrafo
barato. Estamos frente a una autora que no despliega recursos, que no adjetiva,
pero no es necesario: el registro directo es un estilo literario y ella lo sabe
y lo domina. Lo que necesita para llevar a cabo su cometido es valor. Y lo
tiene. Como tiene una energía que es la que nos ayuda a mantenernos
concentrados en la lectura: esa energía significa ganas de vivir, de no ser un
mero zombi poseído por la voluntad de otro y, al fin y al cabo, ese es nuestro
mayor deseo en esta vida, sabernos autónomos, sabernos personas.
La
empatía debe funcionar para identificarnos con los perdedores, con quienes no
tienen destino porque se les acabó el futuro, pero también alguien se encargó
de liquidarles el pasado. Gente que habita entre las ruinas, pobladores de
centros de internamiento psiquiátrico, los habitantes de territorios en los que
suceden las guerras, derrotados, vencidos, aquellos a los que uno debe saber
interrogar con la mirada para encontrar que no todas las células se han rendido
y todavía les asoma la dignidad en la respiración. A este mundo hemos venido a
ser inconformistas, nos grita Kostyuchenko en cada línea, porque el mundo puede
ser mejor. Y la demostración de ello es toda la humanidad que es capaz de
rescatar de cada episodio, de cada ilustración del naufragio. Hay violencia,
pero hay sentimientos, en este retrato de un país que es, a la vez, el retrato
de su autora, de una persona que ha vivido para afuera, para los demás. La
guerra atraviesa su biografía como atraviesa la del país, Rusia, al que no
puede dejar de amar. Porque está saturada de seres que se merecen esa mano que
rescata al que se está ahogando. Y este libro es una demostración, tan feroz
como precisa, tan bien hilada como emocionante, de que alguien tiene que
utilizar la palabra para que comencemos con esa salvación. Una obra maestra.
Fuente: Zenda

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