Tengo un nombre
Chanel Miller
Traducción de Laura
Ibáñez
Blackie Books
Barcelona, 2021
391 páginas
“Si quieres romperte, ir
más allá de ti, ayudar a otras mujeres, hazlo. El dolor siempre te da más fuerza
para seguir adelante. La felicidad y la comodidad, no. Todo depende de quién
quieras ser”.
El consejo se lo da la
madre a una hija en el momento en que está decidiendo si entrega la confesión
con su nombre auténtico. Chanel Miller (Palo Alto, California, 1992) sufrió una
agresión sexual cuyas consecuencias refleja, muy literariamente, en esta obra, Tengo
un nombre. ¿A qué nos referimos al señalar que lo hace muy literariamente?
A que el libro cumple con todos los preceptos de las grandes obras, incluido el
de renunciar a abandonarlo, por parte del lector, pues uno quiere saberlo todo,
entregarse al relato para llegar hasta el final, incluso entrar en él para
sacar al personaje de las situaciones que expone. Es intenso, está redactado
con muchísima precisión, dosifica la información de modo que no sobra una sola
línea, a pesar de demorarse para no que no falte nada, ni lo esencial ni lo
accesorio; busca el conocimiento de la condición humana, no se entrega a la
sensiblería, contiene mucha vida y muchas ganas de vivir, un aprendizaje
-durísimo, de esos que no deseamos a nadie- que transforma, denuncia ateniéndose
a la narración, sin abandonar el hilo del relato y, en definitiva, respeta las
normas de la crónica de largo aliento. Miller demuestra una sensatez inaudita a
lo largo de cada línea, en cada momento reflejado y en los pensamientos que la
empañan en cada instante:
“Cuando la sociedad se
pregunte sobre el porqué de la reticencia de una víctima a denunciar, estaré
aquí para recordarle que se nos pide que sacrifiquemos nuestra cordura para
luchar contra unas estructuras obsoletas que se diseñaron para someternos”.
Miller despierta con una
amnesia de lo inmediato, en la sala de urgencias de un hospital. Va
descubriendo, por la actitud de quienes le atienden, que ha sufrido una
agresión, que tal vez ha sido violada. Está en una edad en la que uno pasa de
la adolescencia, esa etapa tan bien estudiada por la psicología, a lo que viene
después de la adolescencia. Hacerse mayor, en el sentido en que la sociedad nos
exige ser adultos, es una tarea de titanes y ella acaba de emprenderla. El
problema es que en su recorrido tendrá que pasar por sobrevivir a los trances
absurdos de un sistema judicial y de un sistema social. No parece que la buena
ética se imponga, pues a lo largo del texto, sin que llegue a mencionarlo,
sobrenada la sensación de abandono, las dudas sobre la certeza y conveniencia
de los apoyos que recibe, sobre su eficacia. En realidad, Miller es de la clase
de gente que sabe que no entiende nada, en lugar de pertenecer a los que creen haberlo
entendido todo, y que es preferible haberlo entendido mal a confesar no haberse
enterado de qué iba este asunto de vivir. Mientras otra gente de su edad está
de vuelta sin haber ido a ninguna parte, ella debe esconderse y eso la obliga a
una de esas soledades que es imposible compartir, ni siquiera con quienes han
conocido el trance.
La sociedad está bastante
podrida y es bastante macabra, se nos indica, a lo largo de un texto escrito de
manera muy limpia, sin azotar con juegos verbales que impliquen a las
sensaciones: todo lo que nos llega debemos deducirlo de los detalles, y Miller
se muestra, en ese sentido, como una excelente directora de arte, no hay apunte
que no esté en función del mensaje. El mensaje es claro: mantener el respeto a
uno mismo mientras se cuestiona el que se tiene a las circunstancias. Y la
dificultad para llevar a cabo esta tarea. Un hecho traumático ha puesto en marcha
un pensamiento crítico: “El chico amable que te ayuda con la mudanza y que echa
una mano a la gente mayor en la piscina, es el mismo que me agredió”. Hay
rabia, la misma que nos lleva a considerar que a la fuerza estamos haciendo lo
correcto, y hay sensatez, la que nos lleva a dudar de nuestra rabia. A pesar de
ello, sí existen los valores absolutos, y estos parten del respeto.
Mientras nada parece
sostenerse con dignidad (que es, de nuevo, uno de los grandes asuntos de los
que trata la literatura), nuestra protagonista no deja de sorprenderse al
descubrir cómo funciona la sociedad, que es un reflejo del alma en su peor
versión: hemos aprendido a integrar la mentira, la farsa, como si fuera nuestra
esencia. No hay lugar en el que sentirse cómodo, y mucho menos al afrontar el juicio,
que es el momento en el que se expone el tema más delicado del libro. Como
víctima, reclama equidad: no es posible la reparación, pero sí una condena
justa. Ahora bien, ¿existen las condenas justas, equitativas? El problema es,
en buena medida, que nos atenemos a la tragedia de haber abandonado cualquier concepto
de armonía para entregarnos a la represalia: “Para él (se refiere al juez), mi
trabajo perdido, mi hogar hecho trizas, mi pequeña cuenta de ahorros y mis
placeres robados equivalían a noventa días en la cárcel del condado”. No se
trata de incrementar la condena, o de rebajarla. Ante lo que nos deja tan
desnudos como el emperador del cuento, es al darnos cuenta de que todo este chiringuito
que hemos montado, eso que llamamos justicia, se centra en errores, no en la
reparación, en la sanación ni en el equilibro. Ese esfuerzo, de coloso, lo debemos
hacer por nuestra cuenta. Este libro ayuda, y mucho, a entenderlo y a caminar
esa ruta.
Fuente: Revista de letras