Una
de las formas más higiénicas de tortura y, en consecuencia, de las más
humillantes, consiste en desvestir al preso en un sótano para interrogarlo bajo
potentes focos. Cuando la privación del sueño quiera destruirle, se encontrará
con un cuerpo sin autoestima a cuenta de la desnudez denigrante.
Nadie
es un héroe, o al menos un héroe al estilo de los que quisiéramos emular:
Hércules, Astérix y Obélix, Philip Marlowe o Iron Man… tipos que pertenecen a
diferentes mitologías: no se les puede derrotar, como no se nos puede derrotar
a ninguno en sueños, que es el lugar donde somos invencibles.
Pero
la tortura pertenece al lado del planeta que está siempre en vigilia; ahí no
existe el derecho a soñar. Bajo las condiciones que se le imponen al reo desnudo
en el sótano de la tortura, uno estaría dispuesto a firmar cualquier cosa a
cambio de algo tan real como unos calzoncillos.
Esta
es la manera de actuar, en buena medida, de cualquier represor social, y más
aún en tiempos de crisis. Y las crisis son congénitas y crónicas para demasiada
gente. En ese lado oscuro de la Tierra habitaron demasiadas cosas que han
desaparecido. Algunas eran muy antiguas, como el rinoceronte blanco, el delfín
del Yangtsé, el pájaro Dodo o los helechos gigantes; otras son tan recientes
como el paisaje de nuestra infancia, que contenía un pequeño bosque con árboles
muy familiares, y muchos de esos seres a los que hubiéramos querido abrazar a
la hora de despedirnos, desde los renacuajos de la charca, hasta las bellotas
que ametrallaban la pradera después de la tormenta.
Que
la humanidad sobreviva una vez que ha dejado de existir la pequeña hura donde
vivía una familia de conejos a la que habíamos puesto apellidos, habla más de
nuestra capacidad de adaptarnos que de nuestra capacidad de aprender. Aprender
pertenece a las acciones humanas voluntarias que suceden al mirar hacia los
mitos, tal vez hacia Idéfix, el perrito de Obélix que llora cada vez que
alguien derriba un árbol, y también hacia los mitos que hablan de un mundo muy
vivo, como el de Ovidio, el de John Ford o el de Walt Whitman. Adaptarnos, por
su parte, pertenece a las consecuencias de la resignación, que los antiguos
griegos colocaban como el peor de los males.
¿Que
hayan desaparecido esos árboles y esa familia de conejos es una pérdida, o es
un robo? Las soluciones científicas, a las que confiamos cualquier cosa porque
creemos racionales, nos muestran que si algo desaparece lo ideal es sustituirlo:
en lugar de pájaros, tenemos aviones; en lugar de amigos, tenemos emisiones en streaming.
Gracias a la biotecnología hoy en lugar de tomates tenemos “tomates”, en lugar
de algodón tenemos “algodón”, en lugar de arroz, otro “arroz”.
Más
complicadas resultan otras sustituciones, como las del rinoceronte blanco o los
helechos, que han sido reemplazados por fenómenos a los que ya nos hemos
acostumbrado, por casas de comida rápida o el comercio online. Cuando
desaparece algo, nuestra existencia empeora. Pero nuestros minutos están llenos
de demasiadas cosas como para notar el empeoramiento. De hecho, nuestros
minutos están incluso llenos de ellos mismos, de tiempo, que, dicta el verso de
Borges, es materia deleznable.
Hasta
el tiempo es, digamos de una vez la palabra maldita, mercado. Los mercados aman
las soluciones, como las que garantizan la ciencia y la tecnología. Provocan
una farsa de revolución, pues consiguen que la sociedad siga prolongando la pantomima
de ser ella misma. El mercado alimenta, así, algo que resulta ser
destructivamente normal.
Asistir
al mundo es asistir a un espectáculo normal en el que deseamos toparnos con lo extraño.
Para dotar a la extrañeza de un sentido benéfico, cabría volver, si se pudiera,
a crear los helechos gigantes y el pájaro Dodo, o volver a la filosofía y al
arte, además de retornar al cariño, y a casi cualquier cosa que desliza un poco
de cielo puro por alguna rendija de nuestro cuerpo, un cuerpo que está ahora en
ese sótano, desnudo, bajo los focos, pensando en los calzoncillos por los que
estamos dispuestos a firmar cualquier cosa, es decir, demasiado ocupado en los
problemas que nos dan los mercados y los afanes de la tradición, es decir, muy
tenso y angustiado a cuenta de la desigualdad de una sociedad demasiado
estratificada, la de los mercados, y de la doctrina, que es lo que impone la tradición
y que resulta ser todo lo contrario a la educación: la doctrina es instrucción
para esclavos, la educación supone combate, sí, contra el hedonismo de masas,
contra la trampa tecnológica y contra todo aquello que ha modelado la cabeza en
función de una educación, de unos genes, de un ambiente, de una clase social.
Ese
ambiente, esa educación o esa clase social nos lleva a normalizar sucesos hasta
el punto de que creemos que construyen la realidad. Creemos que son sucesos
racionales y que, en consecuencia, trenzan lo real. ¿Lo real es lo normal? ¿Es
normal la extinción por agotamiento de la Tierra? ¿Es normal el mal, por el
mero hecho de parecer más racional? ¿Por qué parece más racional?
Posiblemente
parece normal porque es cuantificable: podemos medir cuántas personas mueren en
un bombardeo, pero desconocemos cuánta gente se salva gracias a las caricias.
Podemos medir la normalidad, la realidad o como queramos llamarlo, que se
trenza con costuras del mal: muertos, enfermos, miserias, represiones, estafas…
pero más complicado, imposible, incluso, es medir el beneficio de los momentos
extraños que nos salvan, porque no hay escala para valorar los instantes de
belleza y de amor.
Hemos
dicho momentos extraños y se nos ocurre recordar que extraño es antónimo de
normal, de normalidad, de realidad, pues, y realidad, tal y como la estamos
concibiendo, se parece demasiado a un sinónimo de precipicio.
Volvemos
a hablar de ese precipicio en el que han desaparecido los árboles y los
conejos, y dentro del cual acabará por sucumbir, si nos empeñamos en regirnos
por lo normal, el dolor de los demás, el arco iris que aparece hasta en los
charcos, lo que profesamos por nuestras parejas, el reflejo de las estrellas y
hasta el humo de la buena memoria: todo lo que nos produce buenos sentimientos,
asombro, extrañeza. Ese precipicio, esa realidad, esa normalidad, esa
tecnología, esa ciencia, tiene mucho que ver con las soluciones que,
recordamos, son las grandes aspiraciones de los mercados.
¿Significa
esto que los grandes problemas no tienen solución? No cercenemos lo posible
antes de tiempo. Los grandes problemas pueden pensarse. Es más, deben pensarse.
El poder, por su parte, es amigo de soluciones sin pensamiento. Creo que a eso
se le conoce como codicia.
Poder,
codicia, mercado… Pero detrás de esos conceptos hay personas. Recurro ahora a
mi ambiente, a mi educación, a mi clase social y pienso que si existen los
mercados es porque existen los mercaderes y, en consecuencia, cabe gritar:
«Quiten esto de aquí; no hagan de la
casa de Mi Padre una casa de comercio», o «¿No está escrito: “Mi
casa será llamada casa de oración para todas las naciones”? Pero ustedes la han hecho cueva
de ladrones».
Lo
normal, entendiendo por normal lo real y por real lo que hemos estado
describiendo, es que la casa de oración, la casa de mi padre, el arco iris de
los charcos, los cuidados frente al dolor ajeno y casi todas las cosas que hay
en el planeta desaparezcan algún día, como desaparecieron el rinoceronte blanco
y el pájaro Dodo. A nosotros nos queda el consuelo, el pensamiento, de escribir
algún pie de página en esta historia, recordando que literariamente no vale
cualquier causa, sino que lo primero es elegir bien la causa y entonces sí,
entonces todo puede valer.
En
la causa que a mí me hubiera gustado defender, se vería reflejado mi sueño, ese
lugar en el que, he debido comentar al principio, somos invencibles. En mi
sueño todo el mundo tiene pan, sí, pero además todo el mundo tiene sol,
incienso, zapatos nuevos y cerezos.