domingo, 30 de mayo de 2021

ANIMALES INVISIBLES (2)

 

Animales invisibles

Gabi Martínez y Jordi Serrallonga

Nórdica y Capitán Swing

Madrid, 2021

247 páginas

 


Las hipótesis románticas están reñidas con lo que entendemos por conocimiento científico. Estamos convencidos de que la ciencia es algo con un peso objetivo -incluso entendiendo esta palabra con todo lo común que tiene con el significado de objeto-, que nos olvidamos de que una hipótesis romántica puede triunfar. El ejemplo más llamativo de este tipo de triunfo tuvo lugar cuando aparecieron los primeros restos de dinosaurios y alguien atribuyó esos huesos a dragones; durante años se estuvieron riendo de él. Y, sin embargo, ese alimento que es la fantasía, ese impulso para mover la imaginación que es la fantasía, resultó ser cierto. Animados por este terreno en común que contiene a la imaginación y a la ciencia, emprendemos la lectura de estos Animales invisibles, un libro bellísimamente editado, que contiene detalles sobre criptozoología, el estudio de seres que existen o existieron o pudieron existir, animales que son reales en tanto que no cesan de pervivir dentro de los sueños y las ilusiones. Dada la imposibilidad que tiene de morir una ilusión, frente a la más cierta que caracteriza a la carne, en ese sentido podríamos decir que están más vivos que nosotros, o que al menos nuestros cuerpos.

En el libro se distinguen tres grandes grupos de animales a describir: los que se extinguieron y cuya extinción lamentamos vivamente, los que nacieron como mitos y como mitos se mantienen, y algunos que todavía viven, pero son tan escasos los ejemplares que intuimos el vacío que dejará su extinción, en algunos casos tan terrible como la de las abejas o el coral. El mundo cambiará brutalmente con su desaparición, y hasta es posible que no sea posible la vida sin ellos.

Gabi Martínez y Jordi Serrallonga, un escritor creativo y un científico con imaginación, idean una obra de episodios cortos en la que las descripción de cada uno de los seres nos sumerge en un planeta mucho más hermoso que el del asfalto, el vidrio y el cemento. No se trata tanto de viajar hasta los lugares que ellos habitan y de acompañarlos un rato, algo que sucede en varios de los capítulos, como del deseo de conocer, del impulso hacia la curiosidad.  Y así este libro es mucho más que una pequeña enciclopedia: estamos frente a una obra que nos ayuda a entender en qué consiste eso que llamamos amor a la naturaleza. Y vamos descubriendo que ese amor contiene tanto de empuje imaginativo como el amor a la literatura. De ahí que nos encontremos ante una de las mejores ideas para celebrar cualquier efeméride y regalar a nuestros amigos y a nuestros familiares. Pero antes debemos regalárnoslo a nosotros mismos. Sin falta.

viernes, 28 de mayo de 2021

NIADELA

 

Niadela

Beatriz Montañez

Errata Naturae

Madrid, 2021

338 páginas

  


Recuperar el bien de la naturaleza y recuperar el bien de la soledad, ese es el propósito de Beatriz Montañez (Almadén, 1977) que se expresa en esta obra, Niadela, encuadrada dentro del género de escritura de naturaleza -o escritura en la naturaleza, o desde la naturaleza o sobre la naturaleza- o Nature Writting. Montañez nos devuelve la ilusión por los mitos y enfoca la atención en los beneficios de la lucha por ellos: en el retiro hacia su particular Walden, se aproxima a Thoreau, sí, y también a Edward Abbey en El solitario del desierto, o a Annie Dillard y John Muir, o a nuestro queridísimo Henry Beston, el autor de La casa más lejana. Al enunciar a estos autores nos damos cuenta de que todos ellos pertenecen al país más desarrollado, Estados Unidos, y nos preguntamos si ese desarrollo, esa supuesta civilización, no tiene algo que ver con el efecto rebote que provoca la huida de estos autores tan sensibles. Y entonces recordamos la obra extraordinaria de la británica Amy Liptrot, En islas extremas, más cercana a nosotros y a la vez tan alejada al suceder en un lugar también mítico, en una isla cerrada por las tormentas, que nos habla de la sanación a través del paisaje y de la esencia humana que podemos encontrar en nuestro interior, la que nos libra de la patología neurótica, y entendemos mejor a Beatriz Montañez, que no huye ni se esconde, que se limita a encontrarse. Y a encontrarse a través del mito.

La cabaña de Walden se encontraba a una distancia de la ciudad de Concord que permitía a Thoreau bajar a comer con su madre y pasear saludando a vecinos en cuanto la soledad le comprimiera. Aquí, en este lugar que Montañez bautiza como Niadela, no aparecerá casi ningún viaje, al menos a lo largo del primer año de estancia, que es el que aparece reflejado en el texto. Si Liptrop necesitaba sanar y expresa la sanación con una energía que se integra en un flujo de movimiento de la naturaleza en el que va reconociendo una forma de entregarse a él con armonía, Montañez muestra una cierta resistencia que se irá aclarando a medida que pasen los días. La sensación que da es la de esfuerzo, un esfuerzo contra la maldición psicológica, que tiene mucho que ver con el ambiente, que le ha llevado hasta allí; un esfuerzo contra la decisión de aislarse y un cierto esfuerzo por entender qué es la naturaleza, ese lugar lleno de insectos y arácnidos que no ponen la comodidad al alcance de la mano. Las expresiones de Montañez, que en ocasiones tiende a refugiarse en lo lugares conocidos del mito, dejan de ser resistencia a lo que vive, que es, a su vez, resistencia a lo que ha vivido, para verse como más poesía cuando se expresa con sencillez. La sinceridad no siempre está en el estilismo, excepto cuando leemos a Azorín o a Gabriel Miró. Sigue sin ser posible ser sublime sin interrupción, y agradecemos a Beatriz Montañez que se muestre humana, con frecuencia juvenil, en sus reflexiones. Al fin y al cabo, se trata de un aprendizaje. En ese sentido, esta experiencia biográfica no deja de tener un buen componente de Bildungsroman.

Antes de asentarse en los bosques, Montañez participó de otra búsqueda mítica: la meditación entre los monjes de Asia. Esto nos llevará a preguntarnos cuál es la función de los mitos. En Niadela vamos comprobando que tal vez no se puedan constituir en fórmulas universales, pero que bastante valor tiene el mito si es capaz de ayudar a rescatar una vida. Por su parte, la literatura nos permite compartir ese rescate. A pesar de los bichos, cuya lucha de la autora por entenderlos e integrarlos en el día a día como un trozo de vida, se nos puede antojar una metáfora del deseo de abandonar un espíritu misántropo, pues nosotros somos bichos de asfalto. Será en los bichos donde mejor practique el espíritu de observación que constituye la mirada sanadora. Si uno es capaz de tratar con cariño a una araña cargada de crías, está a salvo de casi cualquier forma de odio o de rabia. Ha vencido las resistencias del lugar, se ha adaptado, sabe respirar. Esa expresión que en alguna ocasión utiliza Montañez, la de las crudas leyes de la naturaleza, deja de tener sentido: la naturaleza no es el lugar donde los pollos pasean crudos, como diría Cortázar, es el lugar donde nosotros paseamos desnudos, siendo la desnudez un atributo del hombre libre. En otra época viajábamos al sur o creíamos que Hotel California era una canción que los Eagles cantaban sólo para nosotros. Eran momentos en que catalogábamos los estímulos por un sencillo ‘me gusta’ o ‘no me gusta’. Hasta que nos dimos cuenta de que al preguntarnos por qué nos gusta algo, muchas veces nos topábamos con lo peor de uno mismo. Comenzamos a dudar de nosotros y supimos que no éramos seres puros.

Niadela es más una inspiración que un incendio en el lector. Sabemos que Beatriz Montañez ha sobrevivido con naturalidad a esos primeros trescientos sesenta y cinco días, y que sigue viviendo, cinco años después, en esa cabaña en los bosques. Ha ido adaptando el lugar, porque se ha ido integrando en una forma de vivir que no interrumpe ninguna otra expresión de bondad que pueda regar el planeta. Uno puede pensar que el eremita es un egoísta, porque se aleja de la lucha contra la injusticia, por ejemplo, esa que tiene lugar en la calle, esa contra la que los estudiantes de París levantaron adoquines en 1968. Pero el cariño que uno siente hacia la naturaleza, de la que hemos renegado, maldita sea, y a la que podemos encontrar gracias a estas expresiones literarias, no pueden sino hacernos desear a gente como Amy Liptrop o Beatriz Montañez, la mejor de las suertes. Y a nosotros arrepentirnos de nuestra cobardía y proponernos aprender a convivir con ella, a respirarla, a encontrar la sanación de la piel hacia dentro y a través, cómo no, de la bonhomía.


Fuente: Revista de letras

jueves, 27 de mayo de 2021

EL CANTO DE LAS MONTAÑAS

 

El canto de las montañas

Nguyên Phan Quê Mai

Traducción de Carmen Francí Ventosa

AdN

Madrid, 2021

390 páginas

 


La guerra ha estropeado todo un siglo y no cesa de marcarnos como seres con un destino en el que la crueldad es factor común. Es posible que resulte un tópico sugerirlo, de nuevo, pero estas guerras, las de la independencia de principios y mediados del siglo XX, las guerras mundiales, guerras como la de Vietnam, han atravesado nuestra alma, al margen de las cicatrices marcadas en nuestro cuerpo, y se hace necesaria una revisión del relato del pasado para cauterizar algo que es más que la psicología del individuo. A esta estirpe de intenciones pertenece la novela que tenemos entre manos, en la que la autora, Nguyên Phan Quê Mai (Vietnam, 1973), nos habla de un país atravesado por la locura. Frente a la locura, el remedio, tal vez, está en el tipo de consuelo del que nos habla al principio del libro:

“Durante en transcurso de la guerra, las historias de la abuela nos mantuvieron vivas a mí y a mis esperanzas. Me di cuenta de que el mundo era injusto y que tenía que devolver a la abuela a su pueblo para buscar justicia, incluso venganza.”

Ahí está la figura de los abuelos para contrarrestar el malestar, pero también la figura de una reparación en la que la venganza podría sustituir a la justicia, cuyo asunto sigue siendo la armonía, si no logramos la mejor de las opciones. Las narradoras, dos mujeres de la misma familia que cuentan la vida del lugar y de los suyos en diferentes momentos, hablan directamente al lector a través de la figuración de hablar a un familiar. En realidad, se están dirigiendo a las generaciones que fueron y a las que están comenzando a ser. En realidad, la novela es un registro de la historia de Vietnam en el siglo XX, al menos un registro de lo que le ha sucedido a las personas, al individuo, a las almas. Por momentos se nos antoja un tanto administrativo, pues la autora elige enunciar en lugar de mancharse las manos con las descripciones; pero el motivo es que debe dejar paso a los sucesos, que no cesan de acontecer en cascada, sin descanso, afectados por los movimientos y las convulsiones que sufre el país. En este sentido, podríamos decir que estamos frente a una novela histórica: cada acontecimiento afecta a los personajes, seres agarrados a una tabla de náufrago en plena tormenta. Constantemente, se nos recuerda lo diminutos que somos.

La novela está estructurada de forma pendular -entre el momento de la lucha por la identidad y la resaca de una guerra salvaje que terminó en un régimen comunista- y funciona como un libro de texto en el que se nos narra lo que no debemos olvidar, pero con lo que debemos reconciliarnos. Hay una dualidad de planteamiento de fondo: por un lado se lamenta del paraíso perdido, de las infancias, de lo hermoso que pudo ser vivir; y por otro, muestra una suerte extraña de spleen, de bilis negra, por tener que plantearse, sí, que bonito fue todo durante este paseo por el tiempo. La búsqueda de sosiego puede llevarnos incluso a un refugio que se llama La casa de la pradera. En realidad, se trata de una novela sobre la locura y sobre la lucha contra la locura, que es uno de los grandes temas de la narrativa mundial, al menos desde Conrad.

miércoles, 19 de mayo de 2021

UN NUBLAO DE TINIEBLA Y PEDERNAL

 

Un nublao de tiniebla y pedernal

Miguel Ángel González

Comba

Barcelona, 2021

175 páginas

 


En tiempo de naufragio, y la neurosis no deja de ser el tipo de naufragio más extendido, no hay mejor tabla de salvación que el tarro de mermelada de la abuela. El abuelo, la abuela, son leyenda y son más que leyenda: la figura que es un símbolo del confort, del consuelo, de la bondad, de lo extraño y de una cierta utopía muy mundana, valga aquí el oxímoron. El abuelo representa la memoria y la memoria es el otro mar, ese de agua densa, la que nos permite flotar, que arrojamos con un jarro sobre el océano de la neurosis, sobre el océano en que naufragamos. Esa figura, la del abuelo, abre y cierra el volumen Un nublao de tiniebla y pedernal, con el que Miguel Ángel González (Madrid, 1982) obtuvo el último premio Ciudad de Alcalá. Empieza siendo una figura parecida a la del mago y termina intentando hacer magia. Una combinación, el símbolo que es el abuelo y la figuración que es la magia, lo admirable y lo desconocido, que nos ubican en el tipo de libro con que nos vamos a encontrar.

Dividido en capítulos cortos, sencillos, como quien divide un pastel entre una multitud, Miguel Ángel González nos describe una familia que bien podría ser la suya, por las referencias que ubican el tiempo en que transcurre la vida de los protagonistas. O bien podría tratarse de una serie de personajes inventados, o una combinación de ambas, unos personajes sobre los que no falta una impronta ideal: seres que vivieron para hacer de la vida un lugar más rico, si por riqueza entendemos la acumulación de experiencias, el aprendizaje, la curiosidad y los abrazos. Los retratos se encadenan con una cortesía y una ternura que nos recuerda a Marcel Pagnol, en una estructura que nos remite, con cierta libertad, a George Perec ideando Me acuerdo -Je me souviens-. Todo desarrollado en un estilo directo que nos remite a El guardián entre el centeno. Pero no terminan ahí las improntas que va dejando el texto, a las que nos remite con mucha libertad y que están muy bien asimiladas, pues en ningún momento uno siente la tentación de pensar que nuestro autor imita. Está también la serie Cuéntame entre las imágenes que de vez en cuando se nos pasa por la cabeza a lo largo de la lectura. El narrador que recuerda la infancia vivió en los años ochenta, cuando estábamos muchos despertando, entre seres bipolares en la personalidad, pero no en la enfermedad mental. Se trata, en cierta medida, de un texto de época en el sentido en que nos habla de un momento histórico y cómo sobrenadábamos en él.

Leído a fecha de hoy, uno no puede evitar pensar cuánto hay de reivindicación en la novela. No existe internet, no existen los teléfonos móviles y casi no se enciende la televisión. La vida no sucede en las pantallas, sino en la calle, en la cocina, en la habitación donde compartimos el sueño con alguno de nuestros hermanos. De esta forma, Miguel Ángel González escribe una obra que nos recuerda que vivir ha podido ser divertido, pero que nos lleva a preguntarnos si fue algo más que divertido, pues hemos vivido también las vidas de los otros. De hecho, son las otras vidas las que se constituirán en fuente literaria, como en los tiempos de Chéjov, antes de que la literatura se alimentara de la literatura.

miércoles, 12 de mayo de 2021

MATER

 

Mater

Pilar Salamanca

Páramo

Valladolid, 2021

64 páginas

 


La sensibilidad poética pretende no ser prótesis, sino ser cuerpo. El reto está en comprender que otra gente existe, sí, pero también en comprender que uno existe. ¿Cómo es que hay almas que no son la mía? Es una pregunta que debería acompañar a cómo es que yo tengo alma, o bien, qué es esto que me sucede en el cuerpo, esto que llamamos alma.

En esa indagación se halla el poemario de Pilar Salamanca, Mater, dividido en dos partes, Ella y Él. Cuando se refiere a Ella, nos habla de uno mismo, del yo, de cómo trepan sentimientos en canal, unos sentimientos que, en buena medida, son de dolor. Al cambia a Él, se refiere también a nuestro yo, a nuestra capacidad de sentir, de emocionarnos, pero en nuestra relación con el resto de los seres humanos. No somos aislados, aunque como seres únicos intentamos entendernos.

Javier Dámaso asegura en el prólogo que la poesía de Pilar Salamanca “nos deja constancia de nuestra propia vida, de los fantasmas que acostumbramos a no mirar a los ojos, pero que es preciso nombrar para conjurarlos”. Nadie dijo que vivir fuera a ser fácil. De hecho, incluso a través del aliento poético se nos antoja un esfuerzo, una travesía, con o contra los demás, de o desde los demás, entre los demás y entre las palabras.

 

¿De qué iba aquello de la adolescencia?

aquel miedo,

aquel frotarse, sacudirse y agitarse

contra la bragueta de algún desconocido con acné.

No recuerdo nada y bien que lo siento.

***

Tú piensas

tal vez crees,

dices

saber que fui yo

quién te mató.

Ahora sólo falta demostrarlo.

fracasa y luego,

si todavía tienes ganas,

vuelve a por mí.

BIOFILIA

 

Biofilia

Edward O. Wilson

Traducción de Teresa Lanero Ladrón de Guevara

Errata Naturae

Madrid, 2021

251 páginas

 


No hay otra sabiduría que no sea la que facilita la serenidad. El tema está en muchas religiones orientales, pero también en Marco Aurelio o en Montaigne. No existe ninguna posibilidad de sabiduría en el egoísmo, ninguna. Lo sabía Sócrates y lo sabía Bertrand Russel y Walt Whitman. Y es muy consciente de ello Edward O. Wilson (Alabama, 1929), uno de los grandes naturalistas de todos los tiempos, el entomólogo enamorado de las hormigas y de la evolución. Consciente de cuáles son sus puntos fuertes, que son sus veleidades, resume esta idea de sabiduría como si se tratara de dar carta de naturaleza a la compasión: “Somos, en su acepción más amplia, una especie biológica y encontraremos poco significado definitivo lejos del resto de la vida”.

En esta obra, en esta biofilia, intenta mostrarnos nuestras limitaciones y divulgar en qué consisten las aspiraciones más nobles, que son las más sanas para el individuo y para el planeta; nos explica que lo que no hemos logrado es comprender, pero que estamos en el buen sendero si lo que pretendemos es estar en el buen sendero, y nos demuestra que lo que nos neurotiza es creer que sí tenemos el control, que logramos dominar el mundo, es decir, la naturaleza del mundo. El neologismo biofilia se define como la tendencia innata a prestar atención a la vida y a los procesos naturales. El adjetivo, innata, no es baladí. Sólo entramos en armonía, en serenidad, si obedecemos a la materia de la que estamos hechos. Para indagar en ella, Wilson viaja al corazón de su asombro y nos demuestra que la capacidad de maravillarse, observando la vida, es mucho más grande que cualquier océano. En realidad, expone que el viaje del naturalista, que formaría parte de nuestra esencia innata, acaba de empezar. Sin embargo, cada día queda menos naturaleza que observar.

De ahí que termine con una reflexión acerca de la ética del conservacionista, unas páginas en las que escruta la emoción para luego pasar a analizarla. La emoción será aquello que recibamos, el impacto, a partir del cual se generará un sentimiento y, a través de la razón, un pensamiento que inevitablemente se refiera al futuro. Previamente, Wilson ha intentado asentar las bases de lo que somos en lo que atañe a nuestros vínculos naturales. Nos ha enfrentado a Darwin y a lo que supuso Darwin en su momento, a las dificultades, a la mentalidad, a la rigidez contraevolutiva. Nos ha acompañado a los misterios de las inteligencias animales y a las de los superanimales, como las colonias de hormigas. Ha indagado acerca de las diferencias y los campos comunes entre los científicos y los poetas –“el científico puede pensar como un poeta, pero los productos de su imaginación rara vez se conservan en su estado original”-, ha descrito el pensamiento analítico y el pensamiento sintético, y nos orienta por la figura del científico como descubridor –“la ciencia es todo lo que sabemos, por oposición a la filosofía, que es lo que no sabemos”. Nos expone el origen, o las hipótesis del origen de miedos y amores con ciertas especies animales, como la serpiente, y explica por qué buscamos reproducir el hábitat que resulta más natural en el hombre, las características de la sabana, que se corresponden a un idilio con el entorno.

Wilson vuelve a enfrentarnos con nuestros miedos, pero siempre sabiendo que existe una puerta abierta, por la que podemos salir, y que la salida depende del grupo y del individuo:

“No sería extraño que todos los problemas del ser humano proviniesen (…) del hecho de no saber qué somos y de no ponernos de acuerdo en lo que queremos ser. Es probable que esta deficiencia tan notable no se remedie hasta que tengamos un mayor conocimiento acerca de la diversidad de la vida que nos creó y que nos sustenta”.

viernes, 7 de mayo de 2021

FÁRMACO

 

Fármaco

Almudena Sánchez

Random House

Barcelona, 2021

183 páginas

 


La depresión ha venido para instalarse como una tradición social, al menos esa es la impresión que da al encontrarnos con varios títulos que la tratan: ahí está Hombres que caminan solos, de José Ignacio Carnero, que la afronta desde la narración autorreferencial, o Un perro rabioso, de Mauricio Montiel, que se refiere a ella en primera persona con una secuencia de lugares comunes, no por ello menos impactantes. Ahora se suma a esa nueva tradición, valga el oxímoron, Almudena Sánchez (Mallorca, 1985) con este Fármaco, que es obra de una escritora, sí, pero también de una lectora. De hecho, si nos atenemos a un punto de vista muy literario, advertiremos que nos encontramos frente a una obra en la que se impone la lectura, la de los libros, que son consuelo, y la de los instantes, que son, al final, los mimbres con los que se hace literatura. Debemos decir, antes de no estar a tiempo, que la expresión con que iniciamos la reseña, la de apuntar a la depresión como una tradición social, es una visión muy sesgada. La depresión es un mal único para quien la sufre y para quienes se encuentran en el entorno de quienes la sufren. Ahí es donde Almudena Sánchez impone su registro. De hecho, se pierde constantemente en la búsqueda de una definición, por el sencillo motivo de que está desesperada por encontrar una solución. Necesita un diagnóstico para ajustar un tratamiento. Mientras tanto, la sostienen los fármacos.

La obra está escrita sobre la marcha, pero con un grado de meditación que se ajusta a las intenciones de la misma: dar fe del mal y compartirlo como quien practica un exorcismo que puede ayudar a otros. Es, posiblemente, la parte terapéutica de la sanación, como lo son siempre las confesiones: “La ciencia informa: son carencias emocionales no verbalizadas”. Se impone, pues, la verbalización para recuperar terreno. El libro es una demostración de amor a la literatura, porque nos presenta su función de rescate. De ahí, también, la serie de referencias que acuden a apoyar a los fármacos, como el libro de William Styron, por ejemplo, Esa visible oscuridad. Y para certificar que el tema de la depresión debería ser el de la vida, Almudena Sánchez la arrima al suicidio y al intento de suicidio, a las ganas de dejar de vivir. Tal vez uno eche de menos otras lecturas, como Levantar la mano contra uno mismo, de Jean Améry, pero esto pertenece al orgullo lector. Fármaco es una obra con vida propia, una pregunta acerca de qué hay más allá de la desolación, si es que es desolación lo que escribe, pues por momentos uno intuye destellos de humor. Y el humor bien aplicado pertenece a las medicinas que cauterizan.

Como no puede ser menos Almudena Sánchez afronta el pasado y, sobre todo, la infancia. Lo terrible, en este ámbito, suele ser el peso de la presión de tener que considerar que nuestra infancia fue feliz: “Que no habrá psicotrópico que me devuelva la explosión de la niñez”, suplica la autora. Y esa es una de las obsesiones que giran en remolinos dentro de la cabeza, una de las que nos construyen como seres disconformes y expuestos a la depresión, que es un mal que se instala en el cerebro, pero, no hay que olvidarlo, nosotros somos cuerpo. De ahí esos trastornos somatomorfos de los que habla Almudena Sánchez, pues uno se suicida con todo el cuerpo. De ahí la precisión de esta obra que trata sobre la alteración, pero que bajo presión consigue sacar lo más reflexivo de uno y confiar, compartiendo la confianza, en que cuando uno supera lo insuperable sin duda se vuelve mejor persona.

miércoles, 5 de mayo de 2021

COMERSE A BUDA

 

Comerse a Buda

Barbara Demick

Traducción de Pablo Sauras

Península

Barcelona, 2021

431 páginas

 


Comerse a Buda es una obra tan colosal como humana. La periodista Barbara Demick se desplaza a diferentes regiones de China y de la India para entrevistarse con seis personas que han vivido la situación y la evolución del Tíbet desde la invasión china. Se trata de una selección de gente de diferente ralea, desde la heredera de un trono a la campesina más humilde, que han atravesado situaciones dificilísimas, al límite de la condición humana, frente a las cuales es necesario mucho coraje y, por supuesto, una dignidad fuera de lo común. Pero el libro no está compuesto por entrevistas. Demick recrea las biografías con el conocimiento de alguien que habla de primera mano, como si se tratara de un novelista inventando un personaje, con una credibilidad que asusta. Da fe de la entereza en cada párrafo, pues no existe un solo párrafo compuesto por calderilla. Y nos ofrece los relatos en secuencia cronológica, pero en una estrategia de narraciones en paralelo.

Se nos remite a los años cincuenta, para luego comenzar a desplazarnos por unas vidas que, en rigor, cuesta imaginar como reales: la pobreza y la lucha por la supervivencia se imponen, sin entrar a valoraciones, simplemente describiendo cómo debió ser cada infancia, cada adolescencia, cada juventud y esas etapas que deberían suceder a la juventud y que van reflejando una madurez frustrada en la posibilidad de resolver con garantías los días y las noches. Los tibetanos han sufrido mucho, por la pérdida de territorio, por la presión para privarles de identidad, pero no se trata de un libro beligerante en ese sentido. No estamos frente a una obra militante, en el sentido de la militancia institucional. Estamos ante un viaje geográfico y ante un viaje por la historia, pero, sobre todo, acompañamos a los protagonistas, que no a Demick, por distintas etapas vitales y por todas las regiones de China y el Tíbet, aunque sea Ngawa el enclave que más presencia tiene en el libro. Vemos cómo se cede a una suerte de deformación humana, impuesta con unos principios que se nos antojan una caricatura de principios, pero que Demick jamás castiga con impresiones éticas. Aquí se trata de aterrizar en la verdadera historia, y no es la que figura en los libros de texto, que Demick domina entre líneas, sino la del individuo. No hay mapas, hay reacciones. No hay batallas, hay quien recoge fruta, quien vende zapatillas y quien intenta robar en un mercado. Hay pérdida de idiomas y exilio. Y la presencia etérea y sanadora de las leyendas de los lamas, de una religión sin apenas enemigos, tal vez por tratarse de una religión en la que no hay dios, pero sí compasión. Arremetiendo contra la bondad, está el imperio de la doctrina, de la rigidez y de las armas de fuego. Están unas autoridades que sí son criticadas en las conclusiones finales, donde se toma partido, porque no puede dejar de tomarse partido a favor de los perdedores cuando los perdedores no han tenido ocasión de defenderse. Pero lo que ha importado es comprobar cómo se separan las familias, cómo las viudas crían a los hijos, cómo los profesores se transforman en unos seres que casi mendigan y cómo todos ellos, los humillados y, más que nunca, ofendidos, luchan por mantener las virtudes mejores del ser humano: la lealtad y la dignidad.

lunes, 3 de mayo de 2021

DÍAS DE HAMBRE Y MISERIA

 

Días de hambre y miseria

Neel Doff

Traducción de Javier Vela

Firmamento

Cádiz, 2021

189 páginas

 


El tema de la dignidad de la pobreza es, en realidad, el asunto de cómo intentar mantener la dignidad en la pobreza. Volvemos a ver La quimera del oro, de Charles Chaplin, y sonreímos frente al vagabundo que, muerto de hambre, limpia con esmero -y con los codos- los platos antes de servir la mesa. Frente a las tripas que rugen de su acompañante, presenta una sonrisa forzada e inocente. Mastica la suela del zapato como si quisiera sentir el deleite en el cielo del paladar, mientras pone los ojos en blanco, y se resiste a perder el último síntoma de ser humano, que es la compostura en la mesa. Sin embargo, ese vagabundo se encuentra en un entorno aislado, sin civilización que le acorrale, lo cual le permite los gestos sin caer en el ridículo, y a nosotros verlos reflejados en la pantalla como lo que es, una representación y no una realidad. Porque el problema de la dignidad de la pobreza es la humillación, el acoso y derribo social a cuenta de la humillación. De eso trata este libro, Días de hambre y miseria, que se nos presenta como una obra de tintes autobiográficos.

“Esta mujer piadosa, aunque poco avezada en los dominios de la psicología, se dirigió a las chicas diciendo que una de sus compañeras no tenía nada que comer, por lo que quienes tuvieran tostadas de sobra debían compartirlas con ella.

“Yo estaba junto a la hermana, temblando de vergüenza. Prefería el hambre, que era ya una vieja conocida, a una mortificación semejante. El hambre es silenciosa y, si tú también sabes mantenerte callada, se limita a destruirte suavemente”.

Y la monja soltará, a la protagonista, a nuestra narradora, a los pocos segundos la frase que demolerá todo lo que ha podido construir contra la vida:

“-No debería darte vergüenza confesar tu pobreza. Tus compañeras te demostrarán que son mejores que tú.”

La familia de la protagonista está formada por una madre que siempre aparece cansada, un padre casi siempre ausente y nueve hermanos. Ella es uno de los hijos mayores y a lo largo de los años que dura el relato, vemos cómo evoluciona, asumiendo responsabilidades, aceptando parte de las funciones de los padres. Mientras tanto, tiene que afrontar los embrollos que son propios de la época en que sucede el relato, alrededor de 1900, como la escolarización y la desescolarización, y la presencia permanente de la religión. Además de los peligros constantes de asomarse a la calle, incluidos los que tienen que ver con el sexo y los abusos.

Para poder llevar a cabo un proyecto contundente acerca de la pobreza, la autora, Neel Doff (Buggenum, Países Bajos, 1858 – Ixelles, Bélgica, 1942) recurre a la memoria tras dejar pasar mucho tiempo. Así es como puede llegar a permitirse narrar sin aversión, sí, pero carente de casi cualquier otro tipo de emoción. Leídas a modo de memorias, estos cuadros son lo opuesto a las de Proust, pues aquí el sentido moral deberá extraerlo el lector del territorio de los sucesos, no del terreno del estilo. Eso es lo que hace necesario este tipo de lecturas, que nos enfrentan a la marginación en términos en los que parece que el arte va a quedar apartado. Algo tan difícil que sólo está al alcance los verdaderos artistas.