viernes, 30 de marzo de 2018

REFUGIO


Refugio
Terry Tempest Williams
Traducción de Regina López Muñoz
Errata Naturae
Madrid, 2018
425 páginas

Fe, esperanza y caridad. Las tres virtudes teologales se pueden interpretar de varias maneras, algunas dañinas. Otras son las que hace de ellas un refugio contra el horror de vivir. De las primeras interpretaciones, será otro libro el que dé pie a exponerlas. En este, sirven de refugio contra el imperio de un mundo que se desmorona. Ponen techo y paredes contra el acoso de la amenaza global, la ecológica, y la individual, el cáncer. Gracias a ellas la autora, una joven Terry Tempest Williams (Utah, 1955), encuentra sostén contra la amenaza de la destrucción. Por un lado, está el motivo ecologista, la conservación y recuperación del Refugio, esta vez escrito con mayúsculas. Se trata de un hábitat ideal para aves migratorias y endémicas, una laguna cerca de la ciudad de Salt Lake City, en la que un pequeño grupo lucha por recuperarla para la conservación y recuperación de aves. Las aves vuelan, pero ella, la autora, pasa por un momento de su vida en el que está más atada que nunca a su lugar de origen.
Pertenece, como cabe sospechara, a una familia mormona. Fe, esperanza y caridad es algo más que las virtudes teologales, es la autopista hacia el más allá. Pero no es de eso de lo que se ocupa. Tempest Williams trabaja en dos vertientes: el Refugio está amenazado por la crecida del lago salado, constantemente amenazado. En cuanto se produzca un trasvase del agua del lago mayor, la salinidad liquidaría todo el ecosistema. Mal asunto. Su brega es con las autoridades, con distintos proyectos, y con una pequeña parte de la población que, al igual que ella, todavía cree que es necesaria la conservación de la naturaleza, todavía cree en la ecoterapia. Salvando a las aves, se salvan a sí mismo. El egoísmo, algo que puede estar engarzado con la fe, la esperanza y la caridad, resulta así que es altruista y, por tanto, necesario. Pero junto a esa vertiente, que descubre casi por casualidad, está la tradición, los rituales mormones.
A lo largo del tiempo que abarca el relato, el conservacionismo comparte acción con la muerte de la madre. Un cáncer irá dando fin a su vida. Sus fases de recuperación se alternan con las recaídas y esto condiciona la vida de Tempest Williams. El Refugio es donde se encuentra a sí misma libre de la carga, con la buena esperanza y la parte de ilusión que contiene la fe. Si este mundo ha supuesto una lucha, el que viene después será todo descanso. No hará falta la caridad, virtud que practica entregándose al santuario para aves. El desastre ecológico parece anunciado, ya que se encuentran en franca minoría frente a los intereses de la mayoría de los ciudadanos que, el propio sustantivo lo indica, están más preocupados por los servicios urbanos y las carreteras que por las garzas. Durante la primera mitad del libro, con esto mantiene la tensión narrativa y el lector, que se ve inmerso en una batalla de la que lamenta no participar, no precisa de ninguna otra estrategia del relato que no sea la autobiográfica, la memoria que va y viene de un mal a otro, de una esperanza a otra. Pero Tempest Williams descubre que el cáncer ha sido algo a lo que han estado predispuestas las mujeres de su familia.
Entonces, sin abandonar su refugio y a su madre, emprende una investigación acerca de las consecuencias de las pruebas nucleares que tuvieron lugar en el desierto de Nevada. Si existe el Refugio, que es el cielo en la Tierra, resulta que también existe el infierno sin necesidad de navegar en la barca de Caronte. Hay un infierno creado por la maldad humana. El libro no abandona su carácter narrativo, a pesar de la tentación a una cierta filosofía, o teología, que todo esto impone. Tempest Williams elige, y sigue eligiendo, la vida. Eso supone fe, esperanza y caridad, sobre todo caridad de tipo humanista, y consagrarse a una vida de defensa de la naturaleza en un entorno que, en principio, no se nos antoja como el más bello. No son los bosques, no es la montaña o el río. Es el desierto, el territorio por excelencia de los ascetas. Porque a ella le basta con la austeridad para reconocer que uno vive en el presente. Que el presente es un regalo y un refugio.

CAVIAR, DIOSES Y PETRÓLEO


Caviar, dioses y petróleo
Luis Pancorbo
Renacimiento
Sevilla, 2017
418 páginas

El mundo es todo lo contrario a un lugar siniestro. ¿Cuál es el antónimo de siniestro? Benévolo, dorado, noble, amable… ninguno de ellos termina de adecuarse a la sensación que está transmitiendo Luis Pancorbo (Burgos, 1946) en sus últimas publicaciones. Pancorbo recorre esos trozos de planeta por los que muy poca gente se pierde. En este caso, los países que rodean al mar Caspio: Rusia, Calmuquia, Daguestán, Azerbayán, Turkmenistán, Kazajistán e Irán. No todos de una tacada, que supondría un esfuerzo titánico para un hombre que ya quiere vivir el viaje como un descanso. A lo largo de varios desplazamientos, va recorriendo la costa del Caspio y adentrándose, aquí y allá, en los lugares que le llaman la atención, que son aquellos sobre los que en algún instante escucha un latido en la voz de alguien que los nombra, y no los que figuran en las guías de viaje. El país, y cuando mencionamos país hablamos de una cultura, de una idiosincrasia, de una personalidad, no de un estado, es amable porque él se propone que lo sea. De entrada, se hace acompañar de buenas personas. Algún traductor o guía, algún acompañante, algún contacto, que demuestra su calidad humana. En ocasiones, cuando llega la decepción, se aleja sin rencor y le resulta sorprendentemente fácil hallar gente decente, digna, noble.
Pero el viaje de Pancorbo, la elección de esos destinos, no es casual. Pancorbo, como todo gran viajero, como todo viajero ilustrado, como todo viajero con ambición, ansía desplazarse no solo de un lugar a otro: desea atravesar las barreras del tiempo. A ser posible, en dirección al pasado. El caviar, sin ir más lejos, es un claro símbolo del pasado. El caviar ya no existe. Es un alimento escaso, en peligro de extinción, que él desearía consumir en cada desayuno, como lo hicieron los pescadores del Caspio hace quinientos años. Por otra parte, en Europa raramente va a reconocer el pasado. Consumidas las ciudades históricas a modo de parques temáticos, fachadas, pura estrategia mercantil, la verdad del pasado queda en el gesto del viejo azerbayano que bebe té con menta.
De ahí viene esos elogios constantes, esos encuentros con la tradición, sin crítica. Para Pancorbo las tradiciones que ve no son objeto de análisis marxista, feminista o antropológico. Son documentos. Y así obtienen su beneplácito de documentalista. Son el pasado, algo que los habitantes del Caspio viven con honradez y entereza. Son sinceras, aunque para documentarlas no nos quede otro remedio que atenernos a una cierta mirada neocolonial. Pero en este caso, son de un valor singular. Porque esas tradiciones han superado y revivido tras el paso del oscurantismo. Prohibidas durante la etapa de la Unión Soviética, se conservaron escondidas en los rincones de las casas. Ahora, que las mismas casas son reflejo del Pacto de Varsovia, reviven como sensación de vitalidad común: ayudan a reconstruir el país. Y mientras tanto, Luis Pancorbo lee, escribe, va al cine… Todo lo que entra en él es susceptible de asociarse a lo que vive en el viaje. No es necesario remitirse a otros viajes o a los libros de historia. Puede estar hablando, a la vez, de una película de culto americana estrenada en el año 2016 y de la pesca del esturión. Porque Pancorbo ya ha vivido mucho, ha viajado mucho y quiere seguir demostrando que del viaje, o de la lectura del viaje, la del viaje propio o el ajeno, uno puede salir mejor, si es que está dispuesto a que el viaje, como cualquier otro acontecimiento de la vida, le cambie.

OBJETO DE AMOR


Objeto de amor
Edna O’Brien
Traducción de Regina López Muñoz
Lumen
Barcelona, 2018
444 páginas

La literatura de Edna O’Brien (Irlanda, 1930) está atravesada por una forma piadosa de rencor. John Berger menciona el dolor de la memoria. Tal vez sea el mismo concepto. Las relaciones entre sus personajes y su vida parecen navegar de la mano. Por ejemplo, los protagonistas comparten el miedo a darse cuenta de que carecen del apoyo de los demás, algo que solo puede haber nacido del estudio del propio pasado. Al menos si, como es el caso, se recibe con tanta sinceridad como se leen los relatos de O’Brien. El ambiente en el que se sumergen la mayoría de los relatos que componen este volumen es el de la infancia de la autora: una vida rural no elegida, donde las miserias brotan de forma inevitable. En buena medida, es la destrucción amable del mito del Beatus Ille. Esa costumbre, por ejemplo, de los adultos de culpar de todo a los niños, a sus hijos, de hacerles sentir mal, pecadores, de estar jodiendo la vida de sus padres, viene dado por la lejanía del mundanal ruido, el de las calles de las ciudades. Ellos han nacido con ese estigma. O, para ser más exacto, ellas, pues son las mujeres las principales protagonistas. Si ser niño es un infierno, ser niño y del género débil supone carecer de paraguas contra cualquier arrebato. Y en un lugar donde a los adultos no se les pone trabas, donde la ley está tan lejos como en las películas del Oeste, un lugar aislado por las tierras campesinas, nadie te ampara. Y en caso de hallar algún consuelo, como por ejemplo a través de una profesora, una monja, este será un mito que, como tal, se vendrá abajo el día en que caiga la infancia.
“Mary deseaba ir a América en avión, pero se lo pensó mejor y pidió ganar mucho dinero para comprarles a sus padres una casa junto a la carretera principal”. De este género es el deseo de las niñas cuando soplan las velas de la tarta de cumpleaños, puramente condicionados por el imperio de los adultos. Entre las páginas de los relatos, porque O’Brien es por encima de todo una narradora, se distinguen algunas frases que apuntan a un estudio psicológico de ese entorno social y de esas edades y géneros: “la acuciante convicción de no haber vivido aún” o “la extenuante costumbre de mantener la esperanza”, son dos ejemplos que hacen explícito lo que vivimos junto a los personajes, a las personas, a los individuos. En cuanto surge el plural, se da por terminada la ilusión del carácter propio: la gente es feligresía, el grupo es feligresía y como tal se comportan en cualquier reunión. Una cierta cualidad de secta, en la que los protestantes son apestados, por ejemplo, en la que es imposible encontrar tu sitio si no aceptas todos y cada uno de los preceptos, una maldición que acribilla los pequeños bildugsroman que son muchos de los relatos del libro: la niña se hace mujer, y lo hace con dolor, sin apoyos. Si los dramas los vivimos como pequeños es porque nos parece ver esa vida de lejos. Pero son superiores a cada humanidad de cada niña. Es decir, son enormes.
Obligados a vivir atormentados bajo los ojos de un dios del Antiguo Testamento, tener una amiga supone compartir soledades. Ese dios se interpone como mito y a través de los adultos. Los adultos, los padres y las madres, son grises, convencionales. Ellos pueden permitirse el lujo de la violencia y a ellas se les impone la certeza de vivir para ellos, de carecer de ilusiones propias. Ya no prodigan afecto, tal vez porque han aprendido a no sentirlo. No son los protagonistas principales, pero sí sus condiciones y los vaticinios de en qué se pueden convertir ellas: tullidos emocionales que se casan apresuradamente y viven con afán de censurar. Madre, padres y trabajo es la santísima trinidad que preside sus vidas. De esta manera, la infancia es todo lo contrario a lo que debería ser: alegría, libertad, juego y acontecimientos extraordinarios. A pesar de todo, insistimos, O’Brien cierra heridas, pero no hiere.
“Me suicido por falta de inteligencia y porque no sé ni he aprendido a vivir”, reza una nota de un personaje que demuestra que lo que él llama inteligencia puede conocerse, también, como sensibilidad.
Hay una frase final de uno de los magníficos relatos que componen este volumen, en ocasiones a la altura de autores como Flannery O’connnor, que dicta las que tal vez sean las voluntades que impulsan la escritura de Edna O’Brien mejor que cualquier análisis: “La casa, las piedras calientes del camino, el fulgor del agua asomarían de vez en cuando a su memoria, sin duda; pero de él se olvidaría y lo relegaría a un rincón oscuro de su mente, al lugar donde acechan los fracasos”.


miércoles, 28 de marzo de 2018

MEMORIAS

Este librazo acaba de entrar en casa
Una maravilla.

Memorias. Mi vida con Marina

El libro que presentamos es un documento imprescindible para conocer a Marina Tsvietáieva y un gran fresco de casi un siglo de Historia



HERMIDA EDITORES
1210 páginas
En 1971 se publicó en Moscú la primera edición (antológica) de las Memorias de Anastasia Tsvietáieva, escritora y hermana menor de la poeta Marina Tsvietáieva, en las que ofrece un repaso asombroso no sólo por la atormentada vida de la gran poeta rusa, sino por la historia de Rusia desde principios del siglo xx, marcada por la Revolución de 1917.
Con una prosa concisa y fluida, rayana en el lirismo, Anastasía empieza relatando la vida cotidiana durante su infancia y adolescencia en el seno de su familia, perteneciente a la burguesía moscovita y con inquietudes intelectuales (el padre fundó el Museo Pushkin de Moscú). El libro es un viaje nostálgico a través de unas vidas ricas e intensas y de un mundo que naufragó después de la Primera Guerra Mundial.
Fueron unos años sacudidos por acontecimientos de enorme trascendencia dentro y fuera de Rusia, pero también por la eclosión de una literatura innovadora en la que brillaron con luz propia escritores de la talla de Anna Ajmátova, Gorki, Gumiliov,  Voloshin, Mandelstam o Pasternak.
Detenida en septiembre de 1937, Anastasía Tsvietáieva fue  deportada a Siberia y luego relegada, mientras que Marina se suicidó al comienzo de la guerra, en 1941, tras regresar del exilio europeo a la Unión Soviética en 1939. Después de años de trabajo e investigación, Anastasía logró que se creara el Museo Marina Tsvetayeva en Moscú, inaugurado un año antes de su muerte en 1993, a los 98 años.

lunes, 26 de marzo de 2018

CARPAS PARA LA WEHRMACHT


Carpas para la Wehrmacht
Ota Pavel
Traducción de Kepa Uharte
Sajalín
Barcelona, 2015
125 páginas


He aquí uno de esos libros que Borges no dudaría en calificar como un libro feliz. Carpas para la Wehrmacht no es un alarde literario, no es una congestión de fórmulas sintácticas ni nada por el estilo. Puede que ni siquiera sea un prodigio de la imaginación. Pero es un libro que contiene algo mucho más sagrado. Este libro de relatos es toda una liturgia de la memoria. Es un antidepresivo, un homenaje, una forma de festejar los pequeños acontecimientos. Porque es más importante una minúscula alegría a diario que una gran alegría cada tres meses. Es un libro fraternal. De hecho, Ota Pavel confesaba que cada vez que se sentaba a escribir, volvía a ser el niño protegido por su padre. Pues de su padre trata este hermoso libro de relatos. Un texto autobiográfico en el que el protagonista es un hombre con las debilidades y la ternura a flor de vida. Un padre que mientras pudo, demostró que se puede ser un superviviente con una sonrisa, un vendedor nato, hasta de los instrumentos más extravagantes; un comunista, porque considera que el comunismo es la forma política que más se adapta a la solidaridad, porque lo importante es la amistad por encima del dinero; un tipo con la bicicleta oxidada; y, sobre todo, un hombre libre, con toda la inocencia que ello implica. Y la inocencia es un valor literario.
La infancia, la época que relata Ota Pavel, es el tiempo de la creación del universo. Y Pavel se las arregla para que todos seamos él, el hermano pequeño de una familia mitad judía, mitad católica, porque ha convivido con ese padre que a todos nos hubiera gustado tener: “Mi padre entendía ya entonces que algún día yo podría ver los bulevares de París y los rascacielos de Nueva York, pero que nunca volvería a pasar semanas en una cabaña donde el horno huele a pan y se bate la mantequilla”. Una cosa es el conocimiento y otra la vida, parece decir. Y esta sensación adolece de verdad al saberla inscrita en la peor época de la parte de la humanidad que vive en Europa: se trata de una familia checa por la que atraviesa, como una flecha, la Segunda Guerra Mundial. Y en esa época el narrador dejará de ser un niño para pasar a ser lo otro, intentando no ceder a la hora de ser persona.
Los relatos siguen cierto orden cronológico. Comienza presentándose a ese padre idílico, justo y algo gamberro. Luego le conocemos como vendedor ambulante; como alguien que tiene un amor platónico; como quien sabe tratar con los artistas, pero a quienes los aristócratas nunca permitirán entrar en su reino, porque come el pollo con las manos. Más tarde conoceremos a las otras personas que le irán acompañando, otros adultos como el vagabundo o el cazador furtivo. Y al mismo tiempo no cesan de desfilar animales por las páginas, cada uno con su valor simbólico: corzos, carpas, conejos, perros, cerdos… Hasta que en el relato que da título al libro, se nos revela cómo el padre conoce el miedo, se siente intimidado. Pero eso no evita que ponga toda su alma en éxitos furtivos, como la venta de un nuevo modelo de tira atrapamoscas. Aunque es la masacre contra su gente la que le enseñará el desconsuelo, algo totalmente imprevisto en una persona tan llena de vida. De tal manera que, finalmente, opta, como nos gustaría poder elegir a cualquiera de nosotros, por el descanso frente a un mundo sin sentimientos: “Mis padres vendieron la cabaña y se compraron una pequeña casa en Radotín, con un manzano que florecía sobre el tejado. Fue su última parada aquí en la tierra, y fue una parada feliz”. Así comienza el último relato de un libro que deberíamos leer una y otra vez, cuando el cielo se nubla.

Fuente: Culturamas


domingo, 25 de marzo de 2018

UN LUGAR PAGANO


Un lugar pagano
Edna O’Brien
Traducción de Regina López Muñoz
Errata Naturae
Madrid, 2017
250 páginas

Que exista algo parecido a un género llamado novela autobiográfica es de un rigor dudoso. Adjetivo y sustantivo son casi un oxímoron. Al lector le quedan demasiadas dudas en la cabeza si trata de encajar lo leído en el género. Como novela, no cabe discusión, esta obra contiene mucha, muchísima vida, lo cual le da valor suficiente. No precisa de otro encaje. Respecto a qué parte del contenido es autobiográfico, eso carece de importancia. Es evidente que el relato se sostiene sobre lo vivido. Lo vivido, en este caso, por Edna O’Brien. Aunque bien pudiera haber tomado prestada la memoria de otra persona para construir su obra. Para que fuera autobiográfica, los detalles se deberían corresponder con los de la vida de O’Brien. Algo que desconocemos, pero que ni añade ni quita valor. Aquí lo que se impone es el doloroso retrato de un pasado, escrito con una memoria que ha consagrado hasta el mayor pecado padecido. Como si la narradora, que habla de sí misma en segunda persona, se hubiera reconciliado no con su vida, pero sí con lo que es ahora. Y esto que nos relata fuera un auto de fe sobre cómo se construyó su personalidad. Hay algo terapéutico y hay algo cauterizante. Nada de ello se muestra con desmesura.
La primera parte de la obra narra una infancia rural, en la que la niña todavía no está en edad de cuestionar nada. Quedan en el aire lo vínculos y las consecuencias de los vínculos entre las personas, incluso el grado de alcoholismo del padre. Pero se trata de una niña a la que no se le escapa nada, alguien que va haciendo de todo memoria y la narradora, ya adulta, tiene a la memoria como algo tan bondadoso como triste. La intuición de la locura, de la falta de serenidad familiar, del mundo rural como un cautiverio, de hombre malhumorados y mujeres sumisas, el pudor, el exceso de pudor de una sociedad aislada, católica, machista en la que apenas asoma el sol, todo ello configura la infancia, en la que una hermana mayor no es suficiente consuelo.
Con el paso a la pubertad, la adolescencia y lo que viene después de la adolescencia, el aislamiento toma forma clara y el cerco, la distancia respecto al resto del mundo, es una maldición. El cosmos es la aldea. Pero surgen cambios de emociones, de interés y se asoma al mundo adulto ya con las preguntas a flor de sentimiento. Las leyendas, las tradiciones se cuestionan. Su hermana mayor huye a la gran ciudad y gracias a ello, gracias a que junto a su madre se acerca a visitarla, la protagonista conoce antes de vivir. La situación en la familia se había vuelto insostenible: un embarazo, un aborto, mil mentiras, la violencia física del padre. Todo es demasiado agresivo para la protagonista que, a pesar de ello, a pesar de narrar desde el dolor, no responde con la misma alevosía. El choque que en una chica de campo produce el tratar de interpretar la ciudad desde las leyendas rurales, marca la narración: saca a la luz los prejuicios con que se crio y los trata con cierto aprecio y cierto desdén.
Más adelante, entrada en la juventud, conocerá de primera mano la enfermedad y deseará morir antes que recibir el trato que dicta el tirano de su padre para una niña enferma. Recibirá una paliza de su padre a cuenta de una seducción, y hallará el mutismo de su madre, siempre sumisa, cuando pide ayuda. Se dará cuenta de quién es cada uno en ese hogar y en ese cosmos que se le va quedando estrecho. En el mismo día ha conocido el amor pasional y el desuello y su único refugio posible está en el campo que le rodea por todas partes, el mismo que aísla su hogar, el único sitio a su alcance y fuera del malestar de una familia de la que tendrá que despedirse. Debemos advertirlo: la despedida que relata nos araña el corazón. Pero no es esa la sensación que queda tras la lectura del libro. O’Brien es amable y sincera. Pero por encima de cualquier cosa es vital. Tal vez por eso se cataloga Un lugar pagano como una novela autobiográfica. Un error, porque en realidad es un trozo de vida. Y eso es mucho.

HIELO NEGRO

Hielo negro
Juan Luis Conde
Desnivel
Madrid, 2018
200 páginas

El misterio es, para la religión, una zona inaccesible que rodea a Dios y le protege de los humanos. Solo los santos, y gracias a ciertos ritos ideados por hombres, pueden acceder a esa región tan esotérica. Existen, sin embargo, unos seres que se encuentran en ella por virtud de su nacimiento, por ser hijos de un dios y una humana. Esa es la estirpe de los héroes, a mitad de camino entre la mitología, que es divina, y la leyenda, que es humana. De entre todos los héroes, no hay más que uno que sea universal a cualquier cultura y que aquí, en Europa, llamamos Hércules. Conocido por sus doce trabajos, en los que utilizó la fuerza guiada por la astucia —se me ocurre, ahora, cómo resolvió limpiar en una noche las cuadrigas de Augías—, era un tipo que se ganó nuestro afecto no por esos portentos, sino por consagrar el resto de su vida a ayudar a los demás. Como en cualquier religión, ese paso tuvo una ceremonia de iniciación que, si sucede en un solo momento, solo puede ser traumática. Viviendo ya con su familia, retirado como campesino, Hera le hizo enloquecer mientras dormía y asesinar a su mujer y a sus hijos. Tras despertar y ver la masacre, en lugar de volverse loco, eligió lanzarse a los caminos para socorrer a los necesitados.
Ese es el Hércules universal, en el que confiamos todos, y no el que se exhibe en los nuevos templos religiosos a los que llamamos cines. De hecho, la adaptación audiovisual que mejor representa a Hércules fue una serie de televisión un tanto infantil, protagonizada por Kevin Sorbo, a la que tal vez deberíamos volver a prestar atención. Por desgracia, Hércules necesita del mal para permanecer como leyenda. Para ser mito le bastó con el relato de unas hazañas de otro planeta.
Nuestra cultura narrativa, por su parte, hace tiempo que se dio cuenta de que los ritos de iniciación, el paso de adolescente a hombre, no suceden en un solo golpe, tras despertar o durante una ceremonia en la que uno debe velar armas sin quedarse dormido. La iniciación requiere de un tiempo más largo, al menos tanto como el que se representa en una novela. De hecho, existen novelas de iniciación, tantas como vidas, en las que la transformación no es hacia lo que llamamos adulto. La inmensa mayoría comienzan, eso sí, con detalles de adolescencia: soñar con tener una fuerza invencible, como Hércules, o como los alpinistas que aspiran a culminar ese rito que es fotografiarse en lo alto de las catorce cumbres de más de ocho mil metros. Ese sueño adolescente puede ayudar a algunos a sentirse mejores, pero raramente salvará a ningún refugiado de la tortura que le supone vivir, raramente pondrá sobre la mesa al Hércules que es leyenda en cualquier cultura. Ese será el tipo de sueños de juventud, en el que destacan héroes como Mallory y Shackleton, a pesar de que ninguno de ellos logró culminar sus aventuras: Mallory no regresó de la cumbre del Everest y Shackleton jamás llegó al polo sur.
El gran mito de las montañas surge con Reinhold Messner, posiblemente lo más semejante al primer Hércules que ha existido. Ordino, el protagonista de Hielo negro, es un homenaje a Messner, o al menos así nos lo presenta Juan Luis Conde en las primeras páginas. Ordino suma las catorce cumbres y ha decidido pasar el resto de sus días inmerso en un valle alpino, acaso en los Pirineos, alejado de la civilización, viviendo en un castillo restaurado. En el retiro le acompaña su mujer y su hijo, como Hércules, quien, tras las doce pruebas, se dedicó a ser granjero hasta que le azotó el castigo de Hera.
El paralelismo es inevitable. Ordino-Messner-Hércules son un mismo personaje. Al menos hasta ese momento. Porque a Ordino le queda por pasar una prueba, que también superó Messner, aunque en este caso con fines más bien publicitarios, cuando la publicidad es lo opuesto a los pasos de fe en los ritos de iniciación. Una vez que ya se ha superado de largo lo más alto que permite el alpinismo en vertical, a Ordino le queda la aventura de ese oxímoron que conocemos como alpinismo horizontal: le queda la prueba de los polos, le queda sumar a Mallory y a Shackleton en una única persona y salir con vida en un viaje en el que la pondrá en riesgo por razones que van más allá de las condiciones geográficas y climatológicas. Conocemos los resultados de esa larguísima ceremonia de iniciación en Messner, así como las del instante traumático en Hércules. Ahora nos queda por conocer si Ordino saldrá de allí diferente, si pasará de la adolescencia no ya a la madurez, sino a lo que sea que venga a continuación. O de la madurez a la leyenda.
La novela, novela de una intensidad descriptiva que nos hace imposible salir de ella, es puro itinerario. Rindiendo tributo a La Odisea, está estructurada como La Eneida: cuando Ordino llega a la Antártida, desconoce en buena medida el propósito de su viaje. Durante la travesía, como a Eneas, aquellos a quienes va conociendo le van marcando el rumbo a seguir. Pero en el horizonte, más allá de lo que figura en el viaje de Eneas por el Mediterráneo, está el anhelo de Ulises, está el anhelo de Ítaca, que es al anciano lo mismo que la fuerza de un superhéroe al adolescente.
En la vejez se desea el reposo, como en la juventud uno quiso ser Supermán, Messner, Mallory, Shackleton o el primer Hércules, el que no perdía ninguna batalla, por muy dura que fuera la bestia. En cualquier caso, tanto la energía del hombre nuevo como el descanso del hombre viejo, son dos formas de derrotar a la bestialidad que es la vida diaria, esa que lleva grabada Ordino en la cruz de las cejas. De ahí que esté dispuesto a sacar lo mejor de sí mismo en una aventura con tantas incertidumbres como una novela negra que, eso sí, pura paradoja, se desarrolla sobre el lienzo blanco de la Antártida y en una temporada sin noches. Ordino sabe que tiene que volver a ser el Hércules de las doce pruebas para regresar transformado en Ulises.
Es difícil idear una novela de iniciación con más fuerza, con más literatura, más universal y que podamos leer con más entusiasmo.
Prólogo de Ricardo Martínez Llorca a ‘Hielo negro’, de Juan Luis Conde. (Desnivel, 2018)

viernes, 23 de marzo de 2018

EL GENIO

El genio

Dieter Eisfeld

Traducción de Pilar Giralt Gorina
Volcano
Madrid, 2018
200 páginas

Supermán es un genio. Todo lo puede, todo lo alcanza. Sería capaza de hacer girar el planeta en sentido contrario y, desde luego, en una guerra no se precisaría de más ejército. Como Supermán es de Krypton y fuera del sistema periódico Krypton no existe, hay que ser un genio para derrotar con un solo invento cualquier batalla. Pero el protagonista de esta novela no quiere ir a la guerra. Es un inocente altruista que durante mucho tiempo, convencido de que el mundo es moldeable, se plantea que el hombre podrá moldear aquello que, a su vez, da forma a la superficies y las primeras capas del planeta: el clima. El cambio, por supuesto, debe ser razonable. La moral de lo razonable es una gelatina demasiado líquida. Como el agua, si la metes en una tetera se convierte en una tetera, si la metes en un cubo se transforma en un cubo. De ahí el problema de la moral, de lo razonable, del altruismo y la capacidad de construcción y destrucción de un ingenio capaz de alterar el clima.
Durante la primera mitad de la obra, como en un encierro kafkiano, la acción se posterga. Da la impresión de que el protagonista precisará de tanta preparación que jamás llegará a cuajar su invento. En primer lugar, tiene que ser todólogo. El clima afecta a todas las ciencias y se ve afectado por ellas. Acumular tanto saber es un trabajo que transforma al protagonista en un ratón de laboratorio, que llegará a saber mucho de ciencias, incluida la filosofía, pero nada de la condición humana. Será capaz de sacar a los ordenadores un partido que jamás había nadie imaginado. Y a partir de ahí, estudia geografía y geología, para aprender a favorecer a los territorios peor dotados por la suerte del clima. Su intención es sencilla: lluvia donde la gente muere de hambre por falta de agua, por ejemplo. Pero su invento le convertirá en un Dios. Porque, finalmente, tiene éxito en la empresa. Y el éxito conlleva mucha maldición.
Sus compañeras sentimentales, una de ellas asesinada durante un viaje y la otra recuperada posteriormente, y un amigo que se ve demasiado tentado por el oro, son las personas con quienes convive. Nada puede hacer cuando comienza a intervenir el Estado, la Iglesia, los sindicatos, el colegio de médicos… todos con sus intenciones de mejora de su calidad de vida, mayormente hacia la burguesía, sin importar que a su costa otros sufran. El clima se convierte en una mercancía y el juego al mejor postor, de dimensión financiera, destruye por dentro a nuestro protagonista. La acción se sucede de manera frenética, de forma que cada frase es un dato. En otras manos, esta hubiera sido la sinopsis de una obra de mil páginas. Pero Eisfeld apuesta por el humor, aunque sea un tanto negro en algunos momentos, y en otros nos invite a la desesperación. La maldición de salvar a la gente, se convierte en un arma que puede borrar a un país de la Tierra. Al mismo tiempo, los encargos más chuscos, más divergentes, más insólitos, surgen a su alrededor. Convertir el Mar del Norte en el Caribe desequilibraría el frágil balance ecológico, un sentimiento muy arraigado en los años ochenta, cuando esta novela, no diremos que imprescindible, pero sí que aporta mucho y bueno a quien la lea, fue escrita.

Fuente: Culturamas

TAILANDIA


Ya fallecí

Ricardo Martínez Llorca
Cartográphica

Desde la orilla, lo más natural es suponer que hace cien años un aventurero de Conrad se encontraba remontando el río Mekhong para tropezar con un demonio seductor en la jungla que alfombra el pie del Himalaya. Este héroe, excitable y afortunado, también navegó en la piel de dulces jóvenes de Indochina cuando ellas aún cantaban frente a los espejos ovalados melodías como licores de azúcar, y paseaban por calles de barro vestidas con faldas de seda ceñidas por los tobillos, deslizando sus talles de vidrio con una ternura venérea. Un siglo después el intruso que recorre el “Puente de la Amistad” sólo encuentra emigrantes laosianos, con los pantalones vaqueros tan raídos como los ojos, lanzándose a la búsqueda de fortuna en las tierras de Tailandia. El Mekhong, uno de los ríos decanos de la historia, fluye como frontera natural, se aprovecha como arteria de comunicación y transporte, y arrastra todo el lodo de Asia, empujando fango y agua dulce desde un recoveco de Tíbet lavado por los monzones en la última estación húmeda. En Vientiane, la capital de Laos, el alemán que regenta el hotel donde me alojo, en el momento de despedirnos me felicita por haber escogido este país como destino de viaje: “Hace cuatro años no había coches, y ayer mismo tardé media hora en cruzar la calle. Dentro de otros cuatro años esto será tan turístico como ciertas regiones de Vietnam o Tailandia. La gente visitará Laos alojándose en hoteles y comiendo en restaurantes donde la televisión esté permanentemente conectada a la CNN, y en los bares pedirán cerveza San Miguel. Se acabó la delicadeza oriental”.
Dentro de una semana debo regresar a España en vuelo desde Bangkok, y decido salvar la frontera. Cruzo el “Puente de la Amistad”. En Nang Khong, una fronteriza ciudad mercado, me albergo en una casa de huéspedes con jardín y vistas al río. Antes de inscribir mi nombre en el registro, corro al retrete y me sorprendo al no dar con el acostumbrado modelo turco, sino una inmaculada e insólita taza de estilo occidental. Al levantar la tapadera descubro un cartel rotulado que avisa: “Para los gentiles culos asiáticos: NO ponerse de pie sobre la taza”. Por el suelo de los servicios y las duchas, de pulidos y sueltos guijarros, vagan las ranas del Mekhong; como todo lo que se tiñe de verde en este país, son de un color intenso y vivo.
Decido permanecer allí un largo fin de semana, tiempo que será suficiente para trabar mi ruta en un fértil vericueto de gente:
Una muy joven pareja de ingleses, con el rostro acribillado a pendientes de plata, acaba de emplearse en el hotel. Todavía no han aprendido a descifrar el libro de registro o los ingredientes del menú. Duermen en la habitación contigua a la que se me ha cedido, y ninguna mañana les apura el timbre del despertador, con lo cual tardan en desembotarse. Al grito de “¡mierda, mierda, mierda!” se incorporan al trabajo sin tiempo para desayunar. En ningún hotel me habían atendido antes con tanto afecto.
A la hora de la cena, un mestizo de cuarenta años y delatores rasgos de la madre África se acerca al comedor para beber un litro de agua mineral en compañía de los visitantes. Nació en Estados Unidos. Pero es hijo de una mujer senegalesa y un hombre de Marruecos. Pasó gran parte de su vida en Nepal y ahora reside en Tailandia. Planea mudarse a Tanzania, “seguramente a Zanzíbar”, me indica. Recorrió el mundo como miembro de las Fuerzas de Paz de la O.N.U., y actualmente posee una librería en la que destacan los estantes destinados a literatura “étnica” (las comillas son mías). Más de la mitad de los libros que llenan esta sección son producto de la fantasía de Tony Morrison. “Hago lo que puedo por reivindicar África. ¿Qué imagen se tiene en Europa de este continente? Cada vez que aparece una fotografía en la sección internacional de un periódico, se ve gente muriéndose de hambre o moribundos y muertos con el cráneo abierto a machetazos; mientras tanto, en la página contigua se encuentra una información sobre un país europeo o norteamericano en la que unos señores de piel lechosa exhiben traje, corbata y barriga, y se saludan con sonrisas sintéticas y dientes de metacrilato. Y creo que el mundo no es de un maniqueísmo tan simple”.
A la hora del desayuno coincido con un danés casi viejo, con iris descoloridos, que no ha saludado a su maquinilla de afeitar en una semana, y en varios minutos ha dado buena cuenta de medio litro de Chivas, pista suficiente como para deducir que ha venido a Nang Khong desde las tiendas libres de impuestos del aeropuerto, sin escalas y tal vez si probar bocado. Se trataba de un fleco del grupo de hippies que en los años setenta se afincó en Goa. Con el cambio del siglo y la llegada de las fiestas de música tecno a su refugio, los hippies piensan en nuevas costumbres, en otras fugas, y maldicen las modas, excepto la moda hippy. El viejo danés se dirige a Luang Prabang, en el corazón de Laos, para ponderar los riesgos y venturas de residir allí, de trasladar su estudio. “Soy artista”, dijo. A media tarde le vi balanceándose en un columpio fabricado con el neumático de un tractor, tumbado boca arriba, cantando coplas a los cúmulos que se deslizaban sobre el cristal del cielo. A su lado, la botella vacía. El color bermellón de la sangre se filtraba al exterior por todos los poros de su cuerpo.
Un cocinero sueco, de dieciocho años, trabaja en un restaurante de Vientiane. Huyó de su país detrás de su novia adolescente, a cuyos padres se les adjudicó Laos como destino diplomático. Cada tres meses, el cocinero cruza la frontera para obtener un nuevo visado de turista. Asegura que para un europeo resulta imposible obtener permiso de trabajo. Durante los tres o cuatro días por trimestre que permanece estancado el Nang Khong, acostumbra a enseñar juegos malabares a sus compañeros de hotel.
Julian, un inglés asentado en Tailandia, casado con una mujer asiática que semeja una silueta de cristal, nos relata el drama de su hijo: el bebé nació sin la arteria que porta sangre fresca del corazón a los pulmones. Su organismo, a modo de compensación, generó numerosas y diminutas arterias, minúsculos sucedáneos, que cumplen esa misión con suficiente entrega como para mantener al niño con vida. En un hospital especializado de Londres le revelaron que una solución definitiva pasa por múltiples intervenciones quirúrgicas. Julian comenta que las posibilidades de que este fallo del código genético se reproduzca en un nuevo hijo son del cien por cien. Después de beber otra cerveza, nos anuncia que su mujer está embarazada.
Cuando al poco de llegar me reúno con un grupo de gente que conversa alrededor de tazas de café, la primera persona que me presentan es un viajero pelirrojo que presume de haber alcanzado ese extremo del planeta sin subir a un avión. Es portugués. Me acerco a saludarle.
-Pues el portugués es un idioma mucho más interesante y útil de aprender que el español –es su respuesta a mi ademán. Reconozco que para expresar su dictamen hacía buen uso del inglés. Yo había avanzado el brazo para estrechar su mano y quedé perplejo, rígido, a merced de su pueril rencor-. Es cierto –insiste-, porque si sabes portugués puedes entender el español, y, sin embargo, los españoles no nos comprenden.
Confieso no sentirme muy orgulloso de mi nacionalidad geográfica, incluso en cierto modo comparto ese parecer que nos adjudica incomprensión hacia nuestro país vecino, aunque de un modo sin duda distinto al que sugería el portugués. Aun así, aquel viajero pelirrojo comenzaba a enfadarme. No soy ingenioso y mi cerebro funciona muy despacio; así, pues, permanecí callado en tanto elaboraba una réplica, permitiéndole continuar con su soflama contra uno de los idiomas de la península ibérica y a favor del otro. Yo juzgaba que era paradójico que la única vez en mi vida que se me han planteado trabas a la hora de relacionarme con una persona de Portugal, la conversación transcurriera en inglés y tan lejos de Europa.
-... eso es lo que les sucedió a mis amigos cuando viajaron por España –continuó perorando, sirviéndose de ejemplos para sostener su tesis.
Cuando, finalmente, pude intervenir, tan sólo discurrí afirmar que con frecuencia yo también tengo problemas para entenderme con la gente de mi país.
-Eso no sucede en Portugal –alegó.
Fue entonces cuando una voz apacible y secular acudió en mi socorro pronunciando la que quizás fuera la respuesta más apropiada a esta reiteración enquistada:
-Oh, qué interesante.
Tenía una piel de pergamino tan milenaria como las leyendas. Los rasgos asiáticos. Era un anciano miope que usaba anchas gafas de pasta negra. Escuálido, con la cabeza redonda y grande y el pelo negro azabache y una horrible verruga en su mejilla izquierda. Era, además, bajito y cojo. Sostenía frente a él, con ambas manos apoyadas en la empuñadura sin tallar, un bastón de madera sin más adornos que las vetas y nudos vegetales, pintado con un barniz muy oscuro. Jo era un apátrida de origen filipino, y poseía setenta años asidos como lastre a sus piernas.
El portugués prolongó su retórica de agraviado unos minutos más, pero en ese momento yo había conseguido vencer mi rigidez y había ocupado un asiento junto al anciano. Cada vez que un navajazo a mis escrúpulos me impelía a responder, Jo, que parecía prestar seria atención a la soflama, se me adelantaba exclamando levemente “Oh, qué interesante”. No percibí el menor poso de elogio o ironía en su voz.
Media hora más tarde, un victorioso portugués parte a una insobornable conquista lexicológica de Laos, China y Siberia.
Durante los últimos meses Jo había sido fiel a esas tertulias que se gestaban al sopor de la sobremesa. Las sombras verdes y frondosas de las veras del río otorgaban al aire un clima benigno, que Jo aprovechaba como refugio para corregir el manuscrito de un libro. A caballo entre la ficción, la novela histórica y el ensayo artístico, Jo pretendía narrar la edificación sentimental de un palacio y una cúpula que un príncipe indio dedicó a su amada.
-¿El Taj Mahal? –indagué.
-Parecido. Es un caso parecido, anterior y bastante más pobre.
Unos meses más tarde, mientras viajaba por el estado indio de Karnataka, visité este palacio. Pero esa historia pertenece a Jo.
No creo que exista forma humana de sumar los metros que Jo había recorrido a lo largo de su vida. Aunque acostumbraba más a escuchar que a imponer su voz, que semejaba pliegues de aire, en ocasiones refería alguna anécdota de sus viajes, y siempre comenzaba citando el año en que sucedió:
-En 1972, cuando me encontraba en Kenya, tratando de seguir, por tercera vez en mi vida, la ruta en torno al globo terráqueo que dibuja el ecuador...
Al cabo de dos días coincidiendo frente al tumultuoso río pardo, le pregunté cómo había conseguido viajar tanto, de dónde había sacado tiempo, dinero y eso que se conoce como ganas y se significa por la escasa nostalgia por una aldea a la que retornar.
-No tengo tierra. Nací en Filipinas y me alejé pronto de allí –contestó-. Mis padres murieron cuando yo era un crío. Aprendí inglés siendo adolescente. Una vez que dominé con cierta solvencia esta lengua, y cuando tenía en mi poder un permiso de trabajo y residencia en Gran Bretaña, olvidé mi idioma materno. Ahora mismo, sería incapaz de pronunciar un monosílabo en ese dialecto. La verdad es que mi inglés dista de ser perfecto, pero es el único idioma que domino con corrección suficiente como para no cometer graves errores gramaticales al escribir. El principal defecto de mi inglés literario es la escasez de léxico. Como comprenderás, el sentimiento que vierto hacia el idioma, al carecer de uno que pueda designar como propio, es similar al que experimento por la patria. Nunca he tenido casa ni dirección fija, y jamás he acumulado más bienes de los que puede contener una mochila. Ni siquiera ahora, cuando la vejez me obliga a permanecer casi inmóvil, hago acopio de pertenencias. Posiblemente sea por eso por lo que pude viajar tanto, moverme tanto. Nunca tuve un destino al que regresar.
Recuerdo sus constantes silencios muy atentos. Al revisar mis cuadernos, encuentro frases suyas dispersas. Busco reunirlas para componer un discurso que admito como impropio de su cansancio crónico y muy débil.
-De joven trabajaba muy poco –confesaba-; tal vez dos o tres meses al año. El resto del tiempo lo dedicaba a peregrinar por el mundo. Como apenas acumulaba dinero no gastaba en transportes y me desplazaba únicamente andando o en autostop. Comía frío a diario; durante semanas me alimentaba de fiambre y pan y latas de bonito. He dormido en las cunetas de todas las carreteras de la Tierra. Pero eran otros tiempos. Hace treinta y cuarenta años en las carreteras apenas se presentaban riesgos.
Cuando callaba se podía sentir el flujo de la sangre atravesando su corazón y resonando contra las costillas en un eco suave.
-Empecé a considerar que pisaba el lodo de un problema hace menos de diez años, cuando me di cuenta de que no podía vivir eternamente así, que mi salud se resentía y que no había ahorrado dinero, ni disponía de rentas ni había cotizado lo suficiente en ningún país como para percibir una pensión. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que los escritores cobran un porcentaje de las ventas toda la vida y opté por dedicarme a escribir. Como lo único que sé hacer es viajar, quise consagrarme a las guías para viajeros. Y así, a través de gente que había ido conociendo, contacté con Tony Wheeler, el fundador y director de Lonely Planet. Le pregunté qué países le gustaría incluir en su catálogo, aunque ofrecieran aparente dificultad, mayor aún para un hombre de sesenta años. He escrito las guías de Pakistán y Bangla Desh. Por si algún día pretendes contactar con él, debo advertirte que Tony, además de simpático, es un auténtico mercader. Sabe vigilar su negocio. Recuerdo que para hacer el viaje por Bangla Desh me entregó un dinero que apenas bastaba para sobrevivir allí dos meses; protesté por la falta de tiempo y recursos. Tony me respondió que a él le interesa la gente que viaja deprisa, deprisa, pues de lo contrario, teniendo en cuenta el tiempo que supone la producción y distribución mundial del libro, la información llegaría caducada a los lectores. La verdad es que siempre aparece caducada; en ocasiones las noticias que aportan las guías son arcaicas.
Después de muchas horas conversando, me fijé en sus iris oscuros. Tenía ojos de antaño, con un brillo de aceite, como si estuvieran vivos y embalsamados.
-¿No conocerás a Joe Cummings? –me preguntó-. Joe preparó las guías de Tailandia y Laos. Coincidí con él aquí, sentados a esta misma mesa, mientras recopilaba información para escribir sobre Laos. Lo que hizo fue instalarse en este hotel y alquilar una moto. Todos los días cruzaba la frontera antes del amanecer y regresaba por la noche. Apenas durmió un par de veces al otro lado del Mekhong. Estuvo dos semanas trabajando así para recoger toda la información que consta en la biblia de los viajeros que atraviesan Laos. Una vez al año pasa por aquí, para renovar la guía de Tailandia, y se sienta a cenar con Julian; le hostiga a preguntas: qué hoteles han abierto y cerrado, cuáles son los precios de los restaurantes, si han cambiado los horarios y las tarifas de los autobuses y los trenes, etcétera. Así se elaboran los manuales en los que tanto confían los mochileros. Al igual que los novelistas de ficción, los autores de guías osamos hablar de cosas que tal vez existan, pero que no conocemos personalmente.
Me desconcertaba la capacidad que Jo tenía para respirar inmóvil, se diría nutriéndose del silencio.
-Recuerdo que cuando estaba en Bangla Desh tuve que llamar a Australia y pedirle a Tony más dinero y otros quince días para terminar el trabajo. No sé conducir una moto. Siempre me he movido en transportes públicos, y en Bangla Desh son escasos y no muy veloces.
-¿Sólo escribes guías? –interrogo- ¿No te has propuesto trabajar para una revista o escribir una novela?
-También he escrito algunos artículos para revistas y periódicos, pero nunca quise atarme a nada. Ahora confío en encontrar editor para mi libro. Ya estoy haciendo las correcciones de estilo. Supongo que cuando acabe esta tarea buscaré otro lugar donde albergarme unos meses, tal vez al sur. Viajaré así de despacio hasta que decida que se ha acabado mi tiempo. Tengo la fortuna de saber que puedo elegir la fecha de mi muerte. Ya fallecí una vez, hace un par de años, durante una operación a corazón abierto. Recuerdo que no había nada y de repente me descubrí viajando hacia una luz muy intensa. Al principio creí que esa luz significaba el otro lado de la vida, que alcanzarla equivalía a morir, pero de pronto me di cuenta de que se trataba de la lámpara del quirófano. Entonces me di la vuelta y descubrí que acababa de abandonar mi cuerpo. Los cirujanos se esforzaban, operaban implacablemente, inútilmente, maniobraban con todas mis vísceras al aire, azotaban mis órganos. Entonces decidí que aún no había llegado mi hora y regresé a este caparazón de piel y huesos. De aquel tropezón con la línea de la muerte conservo esta cojera; algo dejó de funcionar en el riego sanguíneo de mi pierna, que pareció morir para advertirme siempre del peligro que corro paseando por esta Tierra. Tal vez por eso ahora duermo tanto. ¿Te extraña esta dualidad tan evidente entre cuerpo y alma? Intentaré explicarla con un interrogante y un ejemplo. ¿No tienes la impresión de que un pedazo de tu alma te abandona si contemplas cómo se adormece la tarde, y que tienes que hacerlo regresar de los colores de miel y cobre en que se ha enfrascado por que tiende a huir tras ellos?